CAPÍTULO LXIV LA CENA DE STUBB

64. La cena de Stubb

La ballena de Stubb había sido muerta a cierta distancia del barco. El tiempo estaba en calma; así que, formando un tándem de tres lanchas, comenzamos la lenta tarea de remolcar el trofeo hasta el Pequod. Y ahora, mientras nosotros, dieciocho hombres, con nuestros treinta y seis brazos, y ciento ochenta dedos, lentamente bregábamos hora tras hora con ese inerte e inmóvil cuerpo en el mar, apenas parecía moverse en modo alguno, excepto a largos intervalos, con lo que una buena evidencia se daba de la enormidad de la masa que movíamos. Pues sobre el gran canal de Hang-Ho, o como quiera que lo llamen, en China, cuatro o cinco porteadores arrastran desde el sendero un voluminoso junco de carga a razón de una milla cada hora; mas este grandioso buque que nosotros remolcábamos avanzaba pesadamente, como si estuviera cargado en su mayor parte con pellas de plomo.

La oscuridad llegó; pero tres luces de arriba abajo en la jarcia del mayor del Pequod veladamente nos guiaban; hasta que acercándonos vimos a Ajab dejando caer una de varias linternas adicionales sobre las amuradas. Observando durante un momento con expresión ausente la ballena remolcada, dio las órdenes usuales para la noche, y entregándole entonces su linterna a un marinero, se fue camino de la cabina, y no volvió a salir hasta por la mañana.

Aunque al supervisar la persecución de esta ballena el capitán Ajab había exteriorizado su habitual oficio, por así decirlo, no obstante, ahora que la criatura estaba muerta, cierta vaga insatisfacción, o impaciencia, o desesperación, parecía obrar en él; como si la visión de ese cuerpo muerto le recordara que aún había que aniquilar a Moby Dick; y aunque otras mil ballenas fueran acarreadas a su barco, todo ello no haría avanzar ni un ápice su grandioso monomaníaco objetivo. Muy poco después, por los sonidos en las cubiertas del Pequod, habríais pensado que toda la tripulación estaba preparándose para soltar el ancla en profundidad; pues pesadas cadenas estaban siendo arrastradas a lo largo de la cubierta, y lanzadas haciendo ruido por las portas. Mas con esos ruidosos eslabones iba a ser atracado el propio enorme cadáver, no el barco. Atada por la cabeza a la popa, y por la cola a la proa, la ballena yacía ahora con su negro casco cerca del navío, y a través de la oscuridad de la noche, que oscurecía las perchas y la jarcia en lo alto, los dos… el barco y la ballena, parecían ungidos juntos, como colosales bueyes, uno de los cuales se reclina mientras el otro permanece en pie[85].

Si el taciturno Ajab era ahora todo quiescencia, al menos por lo que se podía saber en cubierta, Stubb, su segundo oficial, eufórico de conquista, mostraba una inusual, aunque también bienhumorada, excitación. En tal desacostumbrado bullir estaba, que el sobrio Starbuck, su oficial superior, pacíficamente le cedió temporalmente la dirección de las tareas. Pronto se haría extrañamente manifiesta una pequeña causa que contribuía a toda esta animación de Stubb. Stubb era un sibarita; era inmoderadamente entusiasta de la ballena como suculenta sustancia para su paladar.

—¡Un filete, un filete antes de dormir! ¡Tú, Daggoo!, ¡por la borda que vas, y me cortas uno de su renga!

Sépase aquí que aunque estos salvajes pescadores, por regla general, y de acuerdo con la gran máxima militar, no hacen que el enemigo sufrague los gastos corrientes de la guerra (al menos antes de hacer contante lo obtenido durante la expedición), sin embargo, de vez en cuando se encuentra a algún nativo de Nantucket que en verdad disfruta esa parte particular del cachalote designada por Stubb, que abarca la parte final del cuerpo que se estrecha.

Alrededor de medianoche ese filete estaba cortado y cocinado; e iluminado por dos linternas de aceite de esperma, Stubb, rotundo, se dispuso a su cena de spermaceti en la parte superior del cabrestante, como si ese cabrestante fuera un aparador. Y no fue Stubb aquella noche el único comensal del banquete de carne de ballena. Mezclando su mordisquear con la masticación de Stubb, miles y miles de tiburones, apiñándose alrededor del leviatán muerto, regodeantemente se dieron un festín con su grasa. Los pocos que dormían abajo, en las literas, fueron sobresaltados con frecuencia por los bruscos golpes de sus colas contra el casco, a unas pocas pulgadas del corazón de los que dormían. Asomándose sobre la borda podías verlos (lo mismo que antes los escuchabas) revolcándose en las oscuras aguas negras y revolviéndose sobre sus lomos, mientras escarbaban enormes trozos redondos de la ballena, del tamaño de una cabeza humana. Esta particular proeza del tiburón parece casi milagrosa. Cómo logran perforar bocados tan simétricos en superficie tan aparentemente inabordable sigue siendo una parte del problema universal de todas las cosas. La marca que de esta manera dejan en la ballena puede compararse particularmente con el hueco que deja un carpintero al avellanar para un tornillo.

A pesar de que en mitad de todo el humeante horror y demonismo de un combate naval, como perros hambrientos alrededor de una mesa en donde se está trinchando carne roja, se ven tiburones observando anhelantemente las cubiertas de los barcos, dispuestos a engullir a todo hombre muerto que les sea arrojado; y a pesar de que mientras los valerosos carniceros, sobre la mesa-cubierta, están así caníbalmente trinchándose unos a otros la carne viva con cuchillos de carnicero todo dorados y adornados de borlas, los tiburones, también, con sus bocas provistas de enjoyadas empuñaduras, están pendencieramente trinchando la carne muerta bajo la mesa; y aunque, si volvierais todo el asunto del revés, sería más o menos lo mismo, es decir, un asunto harto espeluznantemente escualo para todos los implicados; y aunque los tiburones también son los invariables escoltas de todos los barcos negreros que cruzan el Atlántico, trotando sistemáticamente a su lado para estar a disposición en caso de que haya que llevar algún paquete a algún sitio, o algún esclavo muerto a que sea enterrado decentemente; y aunque podrían establecerse una o dos circunstancias adicionales semejantes, en referencia a los términos, lugares y ocasiones establecidos en los que los tiburones muy socialmente se congregan, y muy hilarantemente se dan un festín, no hay, no obstante, momento u ocasión concebible en la que los encontraréis en tan incontable número, y en estado de ánimo más alegre o jovial, que alrededor de un cachalote muerto amarrado por la noche a un barco ballenero en alta mar. Si nunca habéis visto esa imagen, postergad vuestra decisión sobre la corrección del culto al Diablo, y la conveniencia de aplacar al Demonio.

Mas, por ahora, Stubb no prestaba atención al mordisquear del banquete que se estaba celebrando tan cerca de él, lo mismo que los tiburones no prestaban atención al relamer de sus epicúreos labios.

—¡Cocinero, cocinero!… ¿Dónde está ese viejo Fleece? —gritó al final, abriendo aún más las piernas, como para formar una base más firme para su cena; y lanzando al mismo tiempo su tenedor al plato, como si estuviera clavando con su lanza—; ¡cocinero, eh, cocinero!… ¡Cocinero, navega hacia aquí!

El viejo negro, no muy contento, al haber sido levantado previamente de su cálido coy a una muy inoportuna hora, vino desde su cocina arrastrando los pies, pues, como ocurre con muchos viejos negros, algo le ocurría en sus choquezuelas, que no las tenía tan pulidas como sus cazuelas; este viejo Fleece, tal como le llamaban[86], vino con indolente y renqueante paso, ayudándose en el andar con sus tenazas, que de tosca manera habían sido fabricadas de cinchos de hierro enderezados; este viejo Ébano se acercó tambaleándose, y en obediencia a la voz de mando se detuvo en el lado opuesto del aparador de Stubb; momento en el que, con ambas manos recogidas ante sí, y descansando en su bastón de dos patas, inclinó su arqueada espalda todavía más, ladeando su cabeza al mismo tiempo, como para activar su mejor oído.

—Cocinero —dijo Stubb, alzando rápidamente un pedazo bastante rojizo a su boca—, ¿no crees que este filete está más bien demasiado hecho? Has estado golpeando este filete demasiado, cocinero; es demasiado tierno. ¿No digo yo siempre que un filete de ballena, para que sea bueno, debe ser duro? Ahí están esos tiburones al otro lado de la amurada, ¿no ves que lo prefieren duro y poco hecho? ¡Qué escándalo están armando! Cocinero, ve y háblales; diles que pueden servirse por sí solos educadamente, y con moderación, pero que deben permanecer callados. Que me parta un rayo si puedo escuchar mi propia voz. Fuera, cocinero, y lleva mi mensaje. Toma esta linterna —cogiendo una de su aparador—; ahora, ve y sermonéalos.

Tomando hurañamente la linterna ofrecida, el viejo Fleece renqueó cruzando de la cubierta hasta las amuradas, y bajando entonces con una mano su luz sobre el mar, a modo de obtener una buena vista de su congregación, blandió solemnemente su tenaza con la otra, e inclinándose muy por encima de la borda, con mascullante voz empezó a dirigirse a los tiburones, mientras Stubb, avanzando sigilosamente detrás, escuchaba todo lo que se decía.

—Criatuhra hermaahna: m’an ordenaho aquí pa decí que tenéh que pará ese condenaho ruido allá. ¿Oís? ¡Pará se condenaho relamé de lo lahbio! Massa Stubb decí podés llená la condená trihpa hasta lo cuartehle, pero, ¡por Diós!, ¡tenéh que pará esa condená bulla!

—¡Cocinero —interrumpió aquí Stubb, acompañando la palabra con una brusca palmada en el hombro—, cocinero! Pero hombre, condenados sean tus ojos, no debes maldecir de esa manera cuando estás sermoneando. ¡Ésa no es manera de convertir a los pecadores, cocinero!

—¿Quién pué? Dehle etohnce usté el sermón —volviéndose, huraño, para marcharse.

—No, cocinero; sigue, sigue.

—Bien, etohnce, querihda criatuhra hermaahna…

—¡Bien dicho! —exclamó Stubb, en tono aprobatorio—, convéncelos de ello; inténtalo —y Fleece continuó.

—Anque vosohtro soih tó tiburohne, y por naturalehza mu vorahce, nostahnte yo oh diihgo, criatuhra hermaahna, esa, esa voracidá… ¡cesá ese dá con la cohla! ¿Cómo pensái que oís, si no dejái ese condenaho dá y mordé ahí?

—Cocinero —gritó Stubb agarrándole por el cuello—, no voy a permitir esas maldiciones. Háblales caballerosamente.

De nuevo continuó el sermón.

—Vuetra vohrasidá, criatuhra hermaahna, yo no oh reprohcho tanto po ella; e la naturalehza, y no se pue evitá; pero goberná esa naturalehza malvahda, esa eh la cuestión. Vosotro soih tiburohne, sí señó; pero si controlái el tiburón que tenéh adeehntro, buehno, etohnce vosohtro soih áangele; pue lo áangele no son sino tiburohne bien controlaho. Mira quí ora, hermaahno, intentá na más sé consideraho al sevirse de esa ballehna. No le arranquéhis el lahrdo de la bohca al vecihno, digo. ¿No tié un tiburón iguá de derehcho que otro a esa ballehna? Y, por Diós, ninguno de vosohtroh tié el derehcho a esa ballehna; esa ballehna le pertenehce a ohtro. Yo sé que alguhno de vosohtro tenéh la bohca mu grahnde, má grahnde que lo demá; pero etohnce la gran boca a vece tié pequeehnña la trihpa; así que el tamahño la bohca no é pa tragá con ella, sino pa arrancá el lahrdo pa lo tiburohne pequeehño, que no puen metese en el tumuhlto pa sevise pa sí mihmo.

—¡Bien hecho, viejo Fleece! —gritó Stubb—, eso es cristiandad; sigue.

—No sive de seguí; lo condenaho villahno seguirán remolináhndose y dáhndose uno a otro, massa Stubb; no ecuhcha palahbra; no sirve sermón a condenaho glotohne como le dice usté, hahta que su trihpa es llehna, y su trihpa no tié fohndo; y cuando la llehna, no te ecuhcha etohnce; pué etohnce se hunde en már, van prohnto dormí en cohrá, y no pué oí ná de ná, nunca má, pa siempre jahmá.

—Por mi alma que soy de igual opinión, así que impartid la bendición, Fleece, y me marcharé a mi cena.

Ante lo cual, Fleece, levantando ambas manos sobre la turba piscícola, alzó su chirriante voz, y gritó…

—¡Maldihtas criaturah hermaahnah! Montá el más condenaho follón que podái; llenaho la condená trihpa hasta que estahllen… y morihro etohnce.

—Ahora, cocinero —dijo Stubb, retomando su cena en el cabrestante—; ponte justo donde estabas antes, ahí, enfrente mío, y presta especial atención.

—Tó ahtención —dijo Fleece, de nuevo inclinándose sobre su tenaza en la posición deseada.

—Bien —dijo Stubb, sirviéndose con liberalidad mientras tanto—; volveré ahora al tema de este filete. En primer lugar, ¿qué edad tienes, cocinero?

—Qué tié so que ver con filehte —dijo el viejo negro, susceptible.

—¡Silencio! ¿Qué edad tienes, cocinero?

—Uno novehnta, diihcen —murmuró taciturno.

—¿Y has vivido en este mundo casi un centenar de años, cocinero, y todavía no sabes cocinar un filete de ballena? —engullendo rápidamente otro bocado en la última palabra, de manera que ese pedazo parecía una continuación de la pregunta—. ¿Dónde naciste, cocinero?

—Bahjo ecotihlla, en barcahza, yendo sohbre Roanoke.

—¡Nacido en una barcaza! Eso sí que es extraño. Pero yo quiero saber en qué país naciste, cocinero.

—¿No diihje paí de Roanoke? —gritó bruscamente.

—No, no lo dijiste, cocinero; pero te diré a lo que voy, cocinero. Debes irte a tu casa y nacer de nuevo otra vez; todavía no sabes cocinar un filete de ballena.

—Bendihta sea mi alma que no cociihno otro —gruñó airadamente, volviéndose para marcharse.

—Vuelve, cocinero… Ven aquí, alcánzame esa tenaza… Ahora toma ese poco de filete de ahí y dime si piensas que el filete está cocinado como debiera. Cógelo, digo —alcanzándole las tenazas—, cógelo y pruébalo.

Relamiéndose levemente sus ajados labios durante un instante, el viejo negro murmuró:

—El filehte mejó cocinaho jamá probé; jugosihto, mú jugosihto.

—Cocinero —dijo Stubb, volviéndose a erguir—, ¿perteneces a la Iglesia?

—Pasé po una una vé en Ciudal Cabo —dijo, huraño, el viejo.

—Y una vez en tu vida pasaste por una santa iglesia en Ciudad del Cabo, donde sin duda escuchaste a un santo pastor dirigirse a sus oyentes como sus amadas criaturas hermanas, ¿eh, cocinero? Y aún vienes aquí y me dices una mentira tan horrible como me acabas de decir ahora mismo, ¿eh? —dijo Stubb—. ¿Dónde esperas ir, cocinero?

—Ir cama mú prohnto —murmuró, medio volviéndose mientras hablaba.

—¡Alto! ¡Capear! Quiero decir cuando mueras, cocinero. Es una pregunta imponente. Ahora, ¿cuál es tu respuesta?

—Cuando ete viehjo roto muehra —dijo el negro lentamente, cambiando su entera actitud y porte—, él de po sí no irá inguhna pahrte; pero algún ángel bendihto vendrá y lo recogerá.

—¿Recogerlo? ¿Cómo? ¿En un carro de cuatro caballos, como recogieron a Elías? ¿Y recogerlo hacia dónde?

—Allá rihba —dijo Fleece, sujetando su tenaza recta sobre su cabeza, y manteniéndola allí muy solemne.

—Así que entonces esperas ir a nuestro tope del mayor cuando mueras, ¿no, cocinero? Pero ¿no sabes que cuanto más subes más frío hace? ¿El tope del mayor, eh?

—Yo no dihje eso, no señó —dijo Fleece, de nuevo resquemado.

—Dijiste ahí arriba, ¿no? Y ahora mira tú mismo y ve donde están apuntando tus tenazas. Aunque quizá esperas llegar al Cielo gateando por la boca de lobo, cocinero; pero no, no, cocinero, allí no llegas a no ser que vayas por el camino normal, alrededor, por la jarcia[87]. Es una operación delicada, pero debe emprenderse, o no hay nada que hacer, si no. Pero ninguno de nosotros está todavía en el cielo. Deja caer tus tenazas, cocinero, y escucha mis órdenes. ¿Atiendes? Coge tu sombrero con una mano y pon la otra encima del corazón cuando yo esté dando mis órdenes, cocinero. ¡Qué!, ¿eso es tu corazón, ahí?… ¡Ésa es tu tripa! ¡Arriba!, ¡arriba!… Eso es… ahí lo tienes. Mantenla ahí ahora y presta atención.

—Tó ahtención —dijo el viejo negro con ambas manos colocadas como se pedía, inútilmente moviendo su cabeza entrecana, como para hacer que ambas orejas estuvieran de frente a la vez.

—Bien, entonces, cocinero, como ves, este filete de ballena tuyo era tan malo que lo he hecho desaparecer lo más pronto posible; ¿lo ves, no? Bien, en el futuro, cuando cocines otro filete de ballena para mi mesa privada, aquí en el cabrestante, te diré lo que hacer para no estropearlo pasándolo. Coges el filete con una mano, y con la otra le enseñas una brasa; hecho lo cual, lo pones en un plato, ¿me oyes? Y ahora, mañana, cocinero, cuando estemos troceando el pez, cerciórate de estar atento para coger las puntas de sus aletas: las pones en escabeche. Por lo que respecta a los extremos de las palmas, los pones en salmuera, cocinero. Ahí estás, ahora puedes irte.

Pero apenas se había distanciado Fleece tres pasos cuando volvió a ser llamado.

—Cocinero, dame costillas para cenar mañana en la guardia de media. ¿Has oído? A navegar lejos, entonces… ¡Eh, ahí!, ¡alto! Haz una reverencia antes de irte. ¡Detente, capear de nuevo! Albóndigas de ballena para desayuno… no lo olvides.

—Gutahría, por Dios, ballehna le comihera en vez él comé ballehna. Bendihto soy si él no más de tibuhrón que mismo massa tibuhrón —murmuró el viejo, alejándose, renqueando; con la cual sabia exclamación, se fue a su coy.