CAPÍTULO LVIII | COPÉPODO |
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Gobernando hacia el nordeste desde las Crozets, nos topamos con vastas praderas de copépodo, la diminuta sustancia amarilla de la que en gran parte se alimenta la ballena franca. Durante leguas y leguas ondeó a nuestro alrededor, de manera que parecíamos estar navegando por ilimitados campos de maduro y dorado trigo.
Al segundo día se avistaron muchas ballenas francas, las cuales, a salvo del ataque de un ballenero del cachalote como el Pequod, nadaban lentamente con sus mandíbulas abiertas a través del copépodo, que, adhiriéndose a las vellosas fibras de esa maravillosa persiana veneciana de sus bocas, era de ese modo separado del agua que escapaba por sus labios.
Como matutinos segadores, que lado a lado, lenta y rebullentemente adelantan sus hoces entre la crecida hierba húmeda de fangosas praderas, del mismo modo nadaban estos monstruos, haciendo un extraño y frondoso sonido cortante; y dejando tras de sí inacabables franjas de azul sobre el mar amarillo[79].
Pero sólo era el sonido que hacían mientras separaban el copépodo lo que de algún modo le recordaba a uno a los segadores. Vistas desde los topes, en especial cuando hacían una pausa y se quedaban un rato estacionarias, sus enormes formas negras, más que cualquier otra cosa, parecían masas inanimadas de rocas. Y al igual que, en las grandes regiones de caza de la India, el extraño se cruzará a distancia en las llanuras con elefantes recostados, sin reconocerlos como tales, tomándolos por ennegrecidas elevaciones del terreno desprovistas de vegetación; así, igualmente, a menudo ocurre con aquel que por vez primera observa esta especie de leviatán del mar. E incluso cuando finalmente son reconocidos, su inmensa magnitud hace muy difícil creer verdaderamente que tales voluminosas masas de gigantismo puedan verosímilmente ser instinto en todas sus porciones, con el mismo tipo de vida que habita en un perro o un caballo.
De hecho, a otro respecto, difícilmente puedes considerar alguna de las criaturas del piélago con los mismos sentimientos que consideras a las de la tierra. Pues aunque algunos antiguos naturalistas han mantenido que de todas las criaturas terrenas hay en el mar de su clase; y aunque adoptando una amplia visión general del asunto, muy bien puede ser que así sea; sin embargo, descendiendo a particularidades, ¿dónde, por ejemplo, aporta el océano algún pez que en su disposición responda a la sagaz amabilidad del perro? Sólo del detestable tiburón puede decirse en algún aspecto genérico que tiene analogía comparable con él.
Mas aunque para los hombres de tierra firme, por regla general, los habitantes nativos de los mares siempre han sido considerados con emociones incalificablemente asociales y repulsivas; aunque sabemos que el mar es una sempiterna terra incognita, de manera que Colón, para descubrir su único mundo occidental de superficie, navegó sobre innumerables mundos desconocidos; aunque con gran diferencia los más terroríficos de todos los desastres mortales les han sucedido, inmemorial e indiscriminadamente, a decenas y cientos de miles de los que se han aventurado sobre las aguas; aunque sólo un momento de reflexión mostrará que por mucho que el impúber hombre pueda presumir de su ciencia y sus habilidades, y por mucho que la ciencia y las habilidades puedan progresar en un halagüeño futuro, hasta el amanecer del día del Juicio, por siempre jamás el mar le insultará y le asesinará, y pulverizará la fragata más majestuosa y sólida que pueda hacer; no obstante, de la continua repetición de estas mismas impresiones, el hombre ha perdido ese sentido de absoluto pavor hacia el mar que aboriginalmente le pertenece.
La primera lancha de la que tenemos noticia flotó en un océano que con portuguesa venganza[80] había anegado un mundo entero sin dejar ni siquiera una viuda. Ese mismo océano se mece ahora; ese mismo océano destruyó los barcos que naufragaron el año pasado. Sí, necios mortales, el Diluvio de Noé todavía no se ha retirado; todavía cubre dos tercios del hermoso mundo.
¿En qué difieren el mar y la tierra, que un milagro sobre uno no es milagro sobre el otro? Terrores preternaturales cayeron sobre los hebreos cuando, bajo los pies de Coré y su compañía, se abrió la tierra viva y los tragó para siempre; sin embargo, ni un solo moderno sol se pone sin que, precisamente de la misma manera, el mar vivo se trague barcos y tripulaciones.
Mas no sólo es el mar tamaño enemigo de ese hombre que para él es extraño, sino que también es un demonio para su propia descendencia, peor que el anfitrión persa que asesinó a sus propios convidados; no perdonando ni a las criaturas que él mismo ha parido. Igual que la tigresa salvaje que, revolcándose en la selva, aplasta a sus propios cachorros, así el mar arroja incluso a las más poderosas de las ballenas contra las rocas, y allí las deja, lado a lado, junto a los pecios quebrantados de los barcos. Ninguna piedad, ninguna fuerza salvo la suya propia lo controla. Jadeando y bufando como un corcel de batalla enloquecido que ha perdido su jinete, el océano sin amo arrasa el globo.
Considerad la sutileza del mar; cómo sus más temidas criaturas se deslizan bajo el agua, no apercibidas en su mayor parte, y traicioneramente ocultas bajo las más adorables tonalidades de azur. Considerad también el diabólico brillo y belleza de muchas de sus más despiadadas estirpes, así como la delicada forma embellecida de muchas especies de tiburones. Considerad, una vez más, el universal canibalismo del mar; cuyas criaturas todas se depredan entre sí, manteniendo guerra eterna desde que el mundo comenzó.
Considerad todo esto; y volved entonces a esta verde, gentil y muy dócil tierra; consideradlas a ambas, la tierra y la mar; ¿y no encontráis una extraña analogía con algo en vosotros mismos? Pues lo mismo que este pavoroso océano rodea la verde tierra, así en el alma del hombre hay una insular Tahití llena de paz y alegría, aunque circundada por todos los horrores de la vida a medio conocer. ¡Dios os guarde! ¡No os alejéis de esa isla, jamás podríais regresar!