CAPÍTULO LVII DE LAS BALLENAS EN PINTURA; EN DIENTES; EN MADERA; EN PLANCHAS DE HIERRO; EN PIEDRA; EN MONTAÑAS; EN ESTRELLAS

57. De las ballenas en pintura; en dientes; en madera; en plancha de hierro; en piedra; en montañas; en estrellas

En Tower-Hill, según se baja a los muelles de Londres, puede que hayáis visto a un mendigo tullido (un anclote, como dicen los marineros) sujetando ante sí una tabla pintada que representa la trágica escena en la que perdió su pierna. Hay tres ballenas y tres lanchas; y una de las lanchas (conteniendo, supuestamente, la pierna perdida en toda su original integridad) está siendo destrozada por las mandíbulas de la ballena más próxima. Constantemente durante estos últimos diez años, me dicen, este hombre ha sostenido esa pintura, y exhibido ese muñón ante un mundo incrédulo. Mas ahora ha llegado el momento de su vindicación. Sus tres ballenas, en cualquier caso, son ballenas tan buenas como cualquiera publicada en Wapping; y su muñón, un muñón tan incuestionable como cualquier tocón que podáis encontrar en los claros del oeste. Pero, aunque subido para siempre a ese muñón, el pobre ballenero nunca hace discursos[78], sino que, con ojos caídos, contempla apesadumbradamente su propia amputación.

Por todo el Pacífico, y también en Nantucket, y en New Bedford, y en Sag-harbor, os encontraréis vívidos bosquejos de ballenas y escenas balleneras, grabados por los propios pescadores en dientes de cachalote, y varillas de cierre de corsé de señoras elaboradas a partir de huesos de ballena franca, y otros artículos similares de skrimshander, como los balleneros llaman a los numerosos pequeños artificios que laboriosamente tallan a partir del material en bruto en sus horas de oceánico asueto. Algunos de ellos tienen pequeñas cajas de implementos, de apariencia similar a los de un dentista, especialmente concebidos para la tarea de fabricar skrimshander. Pero en general trabajan sólo con sus navajas; y mediante esa casi omnipotente herramienta del marinero te labrarán cualquier cosa que quieras a la manera de la fantasía de un marino.

Un largo exilio de la cristiandad y la civilización hace regresar a un hombre inevitablemente a esa condición en la que Dios lo situó, o, lo que es igual, a lo que se llama salvajismo. El auténtico cazador de ballenas es un salvaje tanto como cualquier iroqués. Yo mismo soy un salvaje, y no rindo pleitesía sino al rey de los caníbales; y estoy dispuesto en cualquier momento a rebelarme contra él.

Ahora bien, en sus horas hogareñas, una de las peculiares características del salvaje es su admirable paciencia y laboriosidad. Una antigua maza de guerra hawaiana o una antigua pala de lanza de igual procedencia, en toda su multiplicidad y elaboración de talla, es un trofeo de la perseverancia humana tan grande como un léxico de latín. Pues esa milagrosa intrincación de encaje de madera se ha conseguido únicamente con un diente de tiburón o un pedazo de concha marina rota; y ha costado constantes años de constante aplicación.

Lo mismo sucede con el salvaje marinero blanco que con el salvaje hawaiano. Con la misma admirable paciencia, y con el mismo exclusivo diente de tiburón de su única humilde navaja, os tallará una pieza de escultura en hueso, no tan acabada, pero tan colmada en su dédalo de diseño como el escudo del salvaje griego Aquiles; y plena de espíritu y sugestividad salvaje como los grabados de ese magnífico bárbaro holandés, Albert Durer.

En los castillos de los balleneros americanos frecuentemente se encuentran ballenas de madera, ballenas cortadas de perfil, obtenidas de las pequeñas oscuras tablas de la noble madera de guerra de los Mares del Sur. Algunas de ellas están hechas con gran exactitud.

En algunas casas de campo con tejado a dos aguas veréis ballenas de latón colgadas de la cola como llamadores en la puerta de la calle. Si el portero es soñoliento, sería mejor la ballena de cabeza de yunque. Pero estas ballenas para llamar raramente son destacables como trabajos fidedignos. En los chapiteles de algunas iglesias de antaño veréis ballenas de plancha de hierro montadas como veletas; pero están tan elevadas y, aparte de eso, para todo propósito están tan etiquetadas con «¡No tocar!», que no puedes examinarlas suficientemente cerca para decidir sobre su mérito.

En regiones costillares, huesudas de la tierra, donde en la base de elevados acantilados cortados masas de rocas yacen esparcidas en fantásticas agrupaciones sobre la planicie, descubriréis a menudo imágenes que semejan petrificadas formas del leviatán parcialmente ocultas en la hierba, que en días ventosos rompe contra ellas en un oleaje de verde marejada.

De nuevo, también en países montañosos, donde el viajero está continuamente rodeado por anfiteátricas alturas, desde algún afortunado punto de vista captaréis aquí y allá fugaces vislumbres de los perfiles de ballenas definidos a lo largo de las ondulantes crestas. Pero para ver estas vistas debéis ser un ballenero de cuerpo entero; y no sólo eso, sino que, si deseáis regresar de nuevo a ellas, debéis cercioraros de anotar la exacta intersección de longitud y latitud de vuestro inicial punto de vista, pues si no —así de fortuitas son esas observaciones de las colinas— vuestro preciso punto de vista inicial requerirá un laborioso redescubrimiento; como las islas Salomón, que aún siguen incógnitas, aunque en una ocasión el engolado Mendanna las recorriera y el viejo Figueroa las reseñara.

Tampoco, al encontraros expansivamente enaltecido por vuestro tema, dejaréis de delinear grandes ballenas en los cielos estrellados, y lanchas en su persecución; lo mismo que cuando, repletas de ideas de guerra desde tiempo atrás, las naciones orientales veían entre las nubes ejércitos enzarzados en batallas. Así, en el norte he perseguido yo al leviatán una y otra vez alrededor del polo con las revoluciones de los puntos brillantes que en primer lugar le definieron para mí. Y, bajo los refulgentes cielos antárticos, he subido a bordo de Argo Navis, y me he incorporado al acoso de la estrellada Cetus mucho más allá de la más lejana extensión de Hydra y los peces voladores.

Con un ancla de fragata como bocado de brida, y fasces de arpones en lugar de espuelas, montaría esa ballena y saltaría a los cielos más altos, ¡por ver si los legendarios reinos celestiales, con todos sus innumerables pabellones, de verdad están acampados más allá de mi vista mortal!