CAPÍTULO XXXVII OCASO

37. Ocaso

(La cabina por las ventanas de popa; Ajab sentado solo,

y observando hacia el exterior.)

Dejo una estela túrbida y blanca; pálidas aguas, aún más pálidas mejillas, dondequiera que navego. Las envidiosas olas se abultan a los lados para sumergir mi rastro: que lo hagan; pero, antes, yo paso.

Allá a lo lejos, en el borde de la copa que siempre rebosa, las cálidas olas se sonrojan como el vino. La frente de oro sondea el azul. El Sol que cae hacia el agua —ha ido cayendo lentamente desde el mediodía— se hunde; ¡mi alma remonta!, se fatiga en su inacabable montaña. ¿Es acaso entonces la corona que porto demasiado pesada, esta corona de hierro de Lombardía? Pero brilla con abundancia de gemas. Yo, el portador, no veo sus reflejos, que lejos alcanzan; mas siento tenebrosamente que porto eso que de manera deslumbrante confunde. Es hierro —que yo sepa—, no oro. Está rota… eso lo noto; su borde cortante me llaga de tal manera que mi cerebro parece palpitar contra el sólido metal; sí, cráneo de acero el mío, ¡de los que no necesitan casco en la mayor pelea a machaca-cerebros!

¿Calor seco en la frente? ¡Ah!, hubo un tiempo en el que el amanecer noblemente me estimulaba, lo mismo que el anochecer me sosegaba. Ya no. Esa deliciosa luz a mí no me ilumina; todo encanto es angustia para mí, pues disfrutar nunca puedo. Agraciado con la excelsa percepción, carezco de la bajeza de la capacidad de disfrute; ¡condenado de la manera más sutil y maligna! ¡Condenado en mitad del Paraíso! ¡Buenas noches… buenas noches! (agitando la mano, se aparta de la ventana).

No fue tarea tan difícil. Creí que encontraría al menos algún renuente; pero mi propio círculo dentado encaja en todas sus diversas ruedas, y todas giran. O, si lo preferís, como tantos cúmulos de pólvora, todos están ante mí; y yo soy su cerilla. ¡Ah, es duro! ¡Que para enardecer a los demás, la propia cerilla deba por fuerza consumirse! Lo que he arrostrado, lo he deseado, ¡y lo que he deseado, lo haré! Piensan que estoy loco… Starbuck lo piensa; pero soy demoníaco, ¡soy la locura enloquecida! ¡Esa feroz locura que sólo se calma para comprenderse a sí misma! La profecía era que sería desmembrado; y… ¡Sí!, perdí esta pierna. Yo profetizo ahora que desmembraré a mi desmembrador. Bien, sea entonces el mismo el profeta y el que la profecía realiza. Es más de lo que vos, vosotros, grandes dioses, jamás fuisteis. Me río y me mofo de vos, vosotros, jugadores de cricket; vosotros, pugilistas; ¡vosotros, sordos Burkes y ciegos Bendigos![52]. No diré lo mismo que los escolares dicen a los gallitos: métete con uno de tu tamaño, ¡no me pegues a mí! No. Me habéis derribado, y yo estoy de nuevo en pie; pero vos habéis huido y os habéis escondido. ¡Salid de detrás de vuestras bolsas de algodón! No tengo fusil largo con que alcanzaros. Venid, Ajab os presenta sus respetos; venid, a ver si sois capaces de apartarme. ¿Apartarme? ¡No me podéis apartar si no os apartáis vosotros mismos!, ¡el hombre ahí os tiene! ¿Apartarme a mí? La senda de mi firme propósito está construida con vías de hierro, sobre las que mi alma va encarrilada. ¡Sobre insondadas gargantas, a través de corazones de montaña barrenados, bajo lechos de torrentes, impertérrito avanzo! ¡Nada es obstáculo, nada viraje para el camino de hierro!