CAPÍTULO XXIV | EL ABOGADO |
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Como Queequeg y yo estamos ya patentemente embarcados en esta empresa de la pesca de la ballena; y como esta empresa de la pesca de la ballena de algún modo ha llegado a estar considerada entre los hombres de tierra firme una ocupación más bien poco poética o encomiable; es por eso que me colma la ansiedad por convenceros a vos, vosotros hombres de tierra firme, de la injusticia que con ello se ha cometido sobre nosotros, cazadores de ballenas.
En primer lugar, puede considerarse casi superfluo establecer el hecho de que entre la gente en general la empresa de la pesca de la ballena no se considera a un mismo nivel que lo que se conocen como profesiones liberales. Si un extraño fuera presentado en cualquier misceláneo círculo social metropolitano, poco mejoraría la opinión general de sus méritos si se le presentara a la concurrencia como, digamos, un arponero; y si, emulando a los oficiales navales, añadiera las siglas P. C. B. (Pesquería de Cachalotes y Ballenas) a su carta de visita, ese proceder sería considerado preeminentemente presuntuoso y ridículo.
Una de las principales razones por las que el mundo declina honrarnos a nosotros, los balleneros, es sin duda, ésta: piensan que en el mejor de los casos nuestra vocación equivale a una empresa de índole carnicera; y que, al estar activamente ocupados en ella, estamos rodeados de todo tipo de desperdicios. Carniceros lo somos, es verdad. Pero carniceros también, y carniceros del más sanguinario rango, han sido todos los comandantes marciales que el mundo invariablemente se complace en honrar. Y por lo que respecta a la supuesta suciedad de nuestra empresa, pronto seréis iniciados en ciertos asuntos, hasta ahora comúnmente bastante desconocidos, y que, en el cómputo general, situarán de manera triunfante al barco ballenero del cachalote, como poco, entre los lugares más limpios de esta pulcra tierra. Aunque admitiendo incluso que la acusación en cuestión fuera cierta, ¿qué desordenadas y resbaladizas cubiertas de barco ballenero son comparables a la inenarrable carroña de esos campos de batalla de los que tantos soldados regresan a beber en aplauso de todas las damas? Y si la idea del peligro tanto incrementa la popular vanagloria de la profesión de soldado, dejadme que os asegure que muchos de los veteranos que voluntariamente han marchado contra una batería retrocederían con presteza ante la aparición de la inmensa cola del cachalote abanicando en torbellinos el aire sobre su cabeza. ¡Pues qué son los comprensibles terrores del hombre, comparados con los entrelazados terrores y portentos de Dios!
Mas aunque el mundo nos repudia a nosotros, cazadores de ballenas, nos rinde, sin embargo, inintencionadamente, el más profundo de los homenajes; sí, ¡una sobreabundante adoración!, pues casi todas las candelas, lámparas y velas que arden alrededor del mundo, ¡arden como ante tantos santuarios a nuestra gloria!
Observad, si no, este asunto bajo otras luces; sopesadlo en todo tipo de balanzas; examinad qué es lo que son los balleneros, y qué es lo que han sido.
¿Por qué los holandeses, en tiempos de De Witt, tenían almirantes en sus flotas balleneras? ¿Por qué Luis XVI de Francia, de su propio peculio, aparejó barcos balleneros de Dunkerke, y amablemente invitó a esa ciudad a uno o dos puñados de familias de nuestra propia isla de Nantucket? ¿Por qué Gran Bretaña, entre los años 1750 y 1788, pagó en gratificaciones a sus balleneros por encima del millón de libras esterlinas? Y finalmente, ¿cómo es que nosotros, balleneros de América, superamos ahora en número a todo el resto de los balleneros del mundo unidos? Navegamos una flota por encima de las setecientas naves tripuladas por dieciocho mil hombres, que consumen anualmente 4.000.000 de dólares, $20.000.000 el valor de los barcos en el momento de zarpar; y cada año importamos a nuestros puertos una bien recolectada cosecha de $7.000.000. ¿Cómo es que todo esto se da, si no hubiera algo vigoroso en la pesca de la ballena?
Mas esto no es ni la mitad; observad de nuevo.
Libremente declaro que el filósofo cosmopolita no puede, aunque le vaya la vida, señalar una sola influencia pacífica que en el intervalo de los últimos sesenta años haya operado con mayor potencial sobre todo el ancho mundo, tomado como entidad, que la excelsa y vigorosa empresa de la pesca de la ballena. De una u otra forma ha engendrado acontecimientos en sí mismos tan notables, y tan continuadamente capitales en su secuencial transcurso, que la pesca de la ballena puede bien ser considerada como esa madre egipcia que alumbraba de su vientre vástagos ya preñados ellos mismos. Catalogar todas estas cosas sería una tarea infinita y sin sentido. Dejemos que un puñado basten. Durante muchos años el barco ballenero ha sido pionero en escudriñar las más remotas y menos conocidas partes de la tierra. Ha explorado los mares y archipiélagos que no están en las cartas, donde ningún Cook o Vancouver navegaron nunca. Si los navíos de guerra americanos y europeos se mecen ahora apaciblemente en puertos que una vez fueron salvajes, que saluden con salvas al honor y la gloria del barco ballenero que originariamente les mostró el camino, y que fue el primero en hacer de intérprete entre ellos y los salvajes. Podéis celebrar como queráis a los héroes de las expediciones de exploración, a vuestros Cooks y vuestros Krusensterns; pero yo digo que han zarpado de Nantucket montones de anónimos capitanes, que eran tan grandes, y más grandes aún que vuestro Cook y vuestro Krusenstern. Pues en su desamparada inopia, ellos, en las escualas aguas paganas, y por las playas de no registradas islas de jabalinas, batallaron con virginales portentos y terrores que Cook, con todos sus marines y mosquetes, no habría afrontado por propia voluntad. De todo lo que se hace semejante floritura en las antiguas expediciones de los Mares del Sur, eso sólo fueron los lugares comunes en la vida de nuestros heroicos nativos de Nantucket. Frecuentemente, aventuras a las que Vancouver dedica tres capítulos, estos hombres las consideraron inmerecedoras de ser recogidas en el cuaderno de bitácora del barco. ¡Ah, el mundo! ¡Oh, el mundo!
Hasta que la pesquería de la ballena rodeó el cabo de Hornos, ningún comercio, salvo el colonial, y apenas comunicación alguna que no fuera la colonial, se realizó entre Europa y la larga hilera de las opulentas provincias españolas de la costa del Pacífico. Fue el ballenero el que, tocando en esas colonias, primero perforó la celosa política de la Corona española; y si el espacio lo permitiera, podría demostrarse claramente cómo fue a partir de esos balleneros que finalmente se produjo la liberación de Perú, Chile y Bolivia del yugo de la vieja España, y la instauración de la eterna democracia en aquellas regiones.
Esa gran América del otro lado de la esfera, Australia, fue ofrecida al mundo ilustrado por los balleneros. Tras su primer abortado descubrimiento por un holandés, todos los demás barcos eludieron aquellas costas como si hubieran sido pestíferamente bárbaras; mas el barco ballenero arribó allí. El barco ballenero es la verdadera madre de esa ahora poderosa colonia. Más aún, en la infancia del primer asentamiento australiano, los emigrantes varias veces fueron salvados de la inanición por el benevolente bizcocho del barco ballenero que, felizmente, echaba el ancla en sus aguas. Las incontadas islas de toda Polinesia testimonian la misma verdad, y rinden comercial homenaje al barco ballenero que limpió el camino para el misionero y el mercader, y en muchos casos llevó a los primitivos misioneros a sus primeros destinos. Si esa tierra cerrada con cerrojo doble, el Japón, alguna vez llega a ser hospitalaria, será sólo al barco ballenero al que se le deberá otorgar el crédito; pues ya está en el umbral.
Pero si, ante todo esto, todavía declaráis que la pesca de la ballena no tiene asociaciones estéticamente nobles que se le asocien, entonces estoy dispuesto a romper cincuenta lanzas con vos, y a desmontaros cada vez con el yelmo roto.
La ballena no tiene autor famoso, ni famoso cronista la pesca de la ballena, diréis.
¿La ballena no tiene autor famoso, ni famoso cronista la pesca de la ballena? ¿Quién escribió la primera reseña de nuestro leviatán? ¡Quién, sino el grandioso Job! ¿Y quién compuso la primera narración de una expedición ballenera? ¡Quién, sino nada menos que un príncipe como Alfredo el Grande, que con su propia pluma regia recogió las palabras de Other, el cazador de ballenas noruego de aquellos tiempos! ¿Y quién pronunció nuestro reluciente panegírico en el Parlamento? ¡Quién, sino Edmund Burke!
Cierto es, pero sin embargo los propios balleneros son pobres diablos; no tienen buena sangre en sus venas.
¿No tienen buena sangre en sus venas? Tienen allí algo mejor que sangre regia. La abuela de Benjamin Franklin era Mary Morrel; posteriormente, por nupcias, Mary Folger, una de las antiguas pobladoras de Nantucket, y la heredera de una larga estirpe de Folgers y arponeros —todos parientes del noble Benjamin—, hoy en día lanzando el garfiado hierro de un lado al otro del mundo.
Bien, de nuevo; pero, sin embargo, todos confiesan que, de alguna manera, la pesca de la ballena no es respetable.
¿La pesca de la ballena no es respetable? ¡La pesca de la ballena es imperial! La ballena está declarada «un pez regio»[30] por una antigua ley estatutaria inglesa.
¡Oh, eso es sólo nominal! La ballena en sí nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente alguna.
¿La ballena en sí nunca ha figurado de manera grandiosa e imponente alguna? En uno de los grandiosos desfiles triunfales ofrecidos a un general romano al entrar en la capital del mundo, los huesos de una ballena, traídos desde la lejana costa de Siria, fueron el objeto más conspicuo en la cimbalera procesión.
Concedámoslo, ya que lo citáis; pero digáis lo que digáis, no hay auténtica dignidad en la pesca de la ballena.
¿No hay dignidad en la pesca de la ballena? La dignidad de nuestro apelar a los mismos cielos lo atesta. ¡Cetus es una constelación en el sur! ¡Nada más! ¡Retirad vuestro sombrero en presencia del zar, y quitáoslo ante Queequeg! ¡Nada más! Sé de un hombre que en su vida ha capturado trescientas cincuenta ballenas. Considero a ese hombre más honorable que aquel gran capitán de la Antigüedad que se jactaba de tomar igual número de ciudades amuralladas.
Y por lo que a mí respecta, si por alguna causalidad hubiera algo excelente aún por descubrir en mí; si alguna vez mereciera una auténtica reputación en ese pequeño y muy sosegado mundo al que no irrazonablemente podría aspirar; si de ahora en adelante llegara a hacer algo que, en su conjunto, un hombre preferiría haber hecho que haber dejado sin hacer; si, a mi muerte, mis albaceas, o más propiamente mis acreedores, encuentran algún preciado manuscrito en mi escritorio, aquí, entonces, previsoriamente adscribo todo el honor y la gloria a la pesca de la ballena; pues un barco ballenero fue mi Facultad de Yale y mi Universidad de Harvard.