CAPÍTULO XXIII | LA COSTA A SOTAVENTO |
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Algunos capítulos antes se habló de un tal Bulkington, un marinero alto, recién desembarcado, que encontramos en New Bedford, en la posada.
Cuando el Pequod lanzó su proa vengativa a las frías y taimadas olas en aquella escalofriante noche, ¡a quién vería en pie a la caña, sino a Bulkington! Sobrecogido y con amistosa admiración observé al hombre que en pleno invierno, apenas desembarcado de una peligrosa expedición de cuatro años, tan incansablemente podía partir de nuevo a otra tempestuosa empresa más. La tierra parecía calcinante para sus pies. Siempre es lo más maravilloso lo que no es posible mencionar, los recuerdos profundos no generan epitafios; este CAPÍTULO de seis pulgadas es la tumba sin lápida de Bulkington. Permitidme únicamente decir que con él ocurría lo que con el barco que zarandeado por la tormenta, desconsolado, navega junto a la tierra a sotavento. El puerto con agrado le daría abrigo. El puerto es compasivo: en el puerto está la seguridad, la comodidad, el fuego del hogar, la cena, cálidas mantas, amigos, todo lo que agrada a nuestra condición mortal. Pero en mitad de esa tormenta el puerto, la tierra son el más atroz de los peligros para ese barco; debe huir de toda hospitalidad, un contacto con tierra, aunque sólo roce la quilla, le haría estremecerse de lado a lado. Con su entera energía, despliega todo el paño para alejarse de la costa; al hacerlo combate contra los mismos vientos que acordemente le impulsarían a puerto. Busca de nuevo la ausencia total de tierra del azotado mar, precipitándose, desvalido, al peligro por mor del refugio; ¡su único amigo su más amargo enemigo!
¿Comprendéis ahora a Bulkington? ¿Atisbos os parece ver de esa mortalmente intolerable verdad: que todo pensamiento profundo, grave, sólo es el intrépido esfuerzo del alma por mantener abierta la independencia de su mar; mientras los vientos más salvajes de cielos y tierra conspiran para arrojarla a la traicionera y esclavizadora tierra?
Y lo mismo que sólo en la ausencia de tierra reside la más elevada verdad, sin orillas, indefinida, como Dios… así, mejor es perecer en ese rugiente infinito que ser ignominiosamente arrojado a sotavento, ¡aunque ello fuera la salvación! Pues, como un gusano, entonces, ¡oh!, ¡quién, cobardemente, reptaría a tierra! ¡Terrores de lo terrible!, ¿es tan vana toda esta agonía? ¡Ánimo, ánimo, oh, Bulkington! ¡Aguantad con entereza, semidiós! ¡Alzándose desde la espuma de vuestro perecer en el océano… directamente a lo alto, remonta vuestra apoteosis!