CAPÍTULO X UN AMIGO DEL ALMA

10. Un amigo del alma

Al regresar desde la capilla a la Posada del Surtidero, encontré allí a Queequeg completamente solo; se había ausentado de la capilla poco antes de la bendición. Estaba sentado en un banco frente al fuego, con los pies sobre el hogar de la estufa, y cerca de la cara sostenía en una mano ese pequeño ídolo negro suyo; escudriñaba con atención su rostro, y tallaba suavemente en su nariz con una navaja, tarareando mientras para sí a la pagana manera suya.

Pero, al ser interrumpido, dejó la imagen; y en seguida, yendo a la mesa, tomó un gran libro, y colocándolo en su regazo empezó a contar las páginas con aplicada regularidad; a cada quincuagésima página —tal como observé—, se detenía un instante, mirando ausente a su alrededor, y profería un prolongado y gorjeante silbido de asombro. Volvía entonces a empezar de nuevo en las siguientes cincuenta, comenzando aparentemente en el número uno cada vez, como si no supiera contar más de cincuenta y únicamente fuera con motivo de tal gran número de cincuentas hallados juntos que se suscitaba su asombro ante la multitud de páginas.

Con gran interés estuve sentado observándole. Aun salvaje como era, y horriblemente desfigurado en el rostro —al menos para mi gusto—, su semblante tenía, no obstante, un algo en sí, que no era en modo alguno desagradable. El alma no la puedes ocultar. A través de todos sus antinaturales tatuajes creí ver las trazas de un corazón sencillo y honesto; y en sus grandes y profundos ojos, de un negro encendido y audaz, aparecían muestras de un espíritu capaz de desafiar a mil diablos. Y aparte de todo esto, había en el pagano un cierto porte noble, que ni siquiera su rudeza podía enteramente invalidar. Parecía un hombre que nunca se hubiera amedrentado y nunca hubiera tenido un acreedor. Si acaso, quizá (sobre esto no me aventuraré a opinar), que al estar su cabeza afeitada, su frente se trazaba en un relieve más libre y destacado, y parecía más amplia de lo que de otra manera hubiera sido; pero era cierto que su cabeza era una cabeza frenológicamente excelente. Puede que parezca ridículo, pero me recordaba la cabeza del general Washington tal como se ve en los bustos populares suyos. Tenía la misma prolongada inclinación huidiza, regularmente graduada a partir de las cejas, que eran igualmente muy pronunciadas, como dos largos promontorios espesamente boscosos en la cumbre. Queequeg era George Washington canibalísticamente desarrollado.

Mientras así estaba atentamente calibrándole, medio pretendiendo a la vez estar mirando la tormenta de fuera a través de la ventana, nunca dio señal de percibir mi presencia, nunca se molestó en siquiera echar una sola ojeada; sino que pareció estar completamente abstraído en la cuenta de las páginas del maravilloso libro. Considerando lo próximamente que habíamos estado durmiendo juntos la noche anterior, y considerando especialmente el afectuoso brazo que había encontrado caído sobre mí al levantarme por la mañana, esta indiferencia suya me pareció muy extraña. Pero los salvajes son seres extraños; a veces no sabes exactamente cómo tomártelos. Inicialmente resultan intimidantes; la simplicidad de su calmosa seguridad en sí mismos parece sabiduría socrática. También había percibido que Queequeg nunca confraternizaba en modo alguno, o apenas muy poco, con los otros marinos de la posada. No se acercaba a nadie en absoluto; no aparentaba deseo alguno de agrandar el círculo de sus conocidos. Todo esto me chocaba poderosa y singularmente; sin embargo, pensándolo de nuevo, en aquello había algo casi sublime. Aquí estaba un hombre a unas veinte mil millas de su hogar, entiéndase por la ruta del cabo de Hornos —que era la única ruta por la que podía llegar allí—, arrojado entre personas tan extrañas para él como si estuviera en el planeta Júpiter; y, sin embargo, parecía enteramente a sus anchas, preservando la mayor serenidad, contento con su propia compañía, siempre ecuánime consigo mismo. Ciertamente era éste un toque de exquisita filosofía; por más que, sin duda alguna, él nunca habría escuchado que existiera algo semejante. Pero, quizá, para ser verdaderos filósofos, nosotros mortales no deberíamos ser conscientes de vivir o afanarnos como tales. Tan pronto como oigo que tal o cual hombre se toma por filósofo, concluyo que, como la anciana dispéptica, debe haberse «roto su digeridor»[18].

Mientras permanecía sentado en aquella estancia entonces solitaria, el fuego ardiendo tenue, en esa afable etapa en la que, una vez que su inicial intensidad ha caldeado el aire, ya no refulge sino para ser observado; las sombras y los fantasmas de la noche reuniéndose alrededor de las ventanas, y observándonos a nosotros dos, silenciosos y solitarios; la tormenta tronando afuera en solemnes crescendos, comencé a ser susceptible a extrañas sensaciones. Sentí algo fundirse en mí. Mi corazón astillado y mi encolerizada mano no estaban ya vueltos contra el lobuno mundo. Este tranquilizador salvaje los había redimido. Ahí estaba sentado, su propia indiferencia revelaba una naturaleza en la que no acechaban civilizadas hipocresías y desabridos engaños. Salvaje era, una visión de visiones que ver; y, sin embargo, empecé a sentirme misteriosamente atraído hacia él. Y aquellas mismas cosas que hubieran repelido a muchos otros, eran los propios imanes que de ese modo me atraían. Probaré a tener un amigo pagano, pensé, ya que la bondad cristiana no ha resultado ser sino hueca cortesía. Acerqué mi banco a él, e hice algunos gestos e insinuaciones amistosos, a la vez que me esforzaba cuanto mejor podía en hablarle. Al principio apenas reparó en estas aproximaciones; pero al poco, al referirme a su hospitalidad de la noche pasada, concedió en preguntarme si íbamos a ser de nuevo compañeros de cama. Le dije que sí; ante lo cual creo que pareció complacido, quizá un poco halagado.

Entonces dedicamos nuestra atención juntos al libro, y yo logré explicarle el propósito de la impresión, y el significado de las pocas imágenes que había en él. De esta manera pronto capté su interés; y de ahí pasamos a charlar lo mejor que pudimos sobre las diferentes vistas que pueden observarse en esta famosa ciudad. En seguida propuse yo fumar una pipa en sociedad; y él, sacando su tabaquera y su tomahawk, serenamente me ofreció una bocanada. Y entonces nos sentamos, intercambiando bocanadas de esa extraña pipa suya, y pasándola puntualmente entre nosotros.

Si en el pecho del pagano todavía acechaba algo del hielo de la indiferencia hacia mí, esta agradable y afectuosa pipa que nos fumamos pronto lo derritió, y nos hizo compadres. Él pareció aceptarme con la misma naturalidad y espontaneidad que yo a él; y cuando terminamos de fumar apretó su frente contra la mía, me agarró alrededor de la cintura, y dijo que a partir de entonces estábamos casados; queriendo decir, a la manera de su país, que éramos amigos del alma: gustosamente moriría por mí si era necesario. En alguien del país, esta repentina llama de amistad hubiera parecido excesivamente prematura, algo de lo que desconfiar en alto grado; pero en este simple salvaje esas antiguas reglas no se aplicaban.

Tras la cena, y otra charla y otra pipa en sociedad, fuimos juntos a nuestra habitación. Me obsequió su cabeza embalsamada; sacó su enorme bolsa de tabaco y, hurgando bajo el tabaco, sacó unos treinta dólares de plata; los extendió entonces sobre la mesa, y dividiéndolos mecánicamente en dos porciones iguales, empujó una de ellas hacia mí, y dijo que era mía. Yo iba a protestar; pero él me silenció echándolos en los bolsillos de mi pantalón. Dejé que allí quedaran. Entonces él procedió a sus oraciones vespertinas, sacó su ídolo y quitó la pantalla de papel de la chimenea. De ciertos gestos e indicaciones deduje que parecía deseoso de que yo me uniera; mas sabiendo bien lo que seguía a continuación, deliberé durante un momento si, caso que me invitara, debía aceptar o no.

Yo era un buen cristiano; nacido y criado en el seno de la infalible Iglesia presbiteriana. ¿Cómo podía, entonces, unirme a este salvaje idólatra en la adoración de su pedazo de madera? Aunque ¿qué es el culto?, pensé yo. ¿Acaso supones, Ismael, que el Dios magnánimo del Cielo y la tierra —incluyendo a los paganos también— puede en realidad estar celoso de un insignificante pedazo de madera negra? ¡Imposible! Pero ¿qué es el culto?… Hacer la voluntad de Dios… Eso es el culto. ¿Y cuál es la voluntad de Dios?… Hacer por mi hermano lo que quisiera que mi hermano hiciera por mí… Ésa es la voluntad de Dios. Ahora bien, Queequeg es mi hermano. ¿Y qué es lo que este Queequeg haría para mí? Pues unirse a mí en mi particular forma de culto presbiteriano. Consecuentemente, debo unirme a él en el suyo; luego debo volverme idólatra. Así que prendí las virutas; ayudé a erguir el inocente pequeño ídolo; le ofrecí bizcocho quemado junto a Queequeg; salamaneé ante él dos o tres veces; le besé la nariz; hecho lo cual, nos desvestimos y nos fuimos a la cama, en paz con nuestras conciencias y con el mundo entero. Pero no nos dormimos sin charlar un poco.

No sé por qué es así; pero no hay lugar como una cama para revelaciones confidenciales entre amigos. El esposo y la esposa, dicen, allí abren el más profundo fondo de sus almas el uno al otro; y algunas viejas parejas a menudo están tumbadas y charlan sobre los viejos tiempos casi hasta la mañana. Así, entonces, en la luna de miel de nuestros corazones, estuvimos tumbados Queequeg y yo… Una pareja íntima y cariñosa.