CAPÍTULO II LA TALEGA

2. La talega

Metí una o dos camisas en mi vieja talega, la plegué bajo el brazo y me puse en camino hacia el cabo de Hornos y el Pacífico. Dejando atrás la muy antigua y benefactora ciudad de Manhatto, llegué a New Bedford sin novedad. Era una noche de sábado de diciembre. Muy decepcionado quedé al enterarme de que ya había zarpado el pequeño paquebote de Nantucket, y de que hasta el siguiente lunes no se ofrecería manera alguna de alcanzar aquel lugar.

Ya que muchos jóvenes candidatos a los sufrimientos y penalidades de la pesca de la ballena paran en este mismo New Bedford, para desde allí embarcarse en su expedición, es propio que se diga que yo, personalmente, no tenía intención de hacerlo así. Pues estaba resuelto a no navegar en navío alguno que no fuera de Nantucket, ya que, en todo lo asociado con esa famosa añeja isla, había un algo peculiar y perturbador que me agradaba extraordinariamente. Además, aunque en los últimos tiempos New Bedford ha ido monopolizando gradualmente el negocio de la pesca de la ballena, y aunque en este aspecto la pobre Nantucket está ahora muy por detrás de ella, Nantucket, sin embargo, fue la gran pionera –el Tiro de este Cartago–, el lugar donde encallaron la primera ballena americana a la que se dio muerte. ¿De qué otro lugar, sino de Nantucket, par­tieron inicialmente en sus canoas esos balleneros aborígenes, los pieles rojas, para dar caza al leviatán? ¿Y de dónde, sino también de Nantucket, partió esa primera pequeña balandra aventurera, lastrada en parte con guijarros importados –eso dice la historia–, para arrojar a las ballenas, con objeto de saber cuándo estaban suficientemente cerca como para arriesgar un arpón desde el bauprés?

Disponiendo ahora ante mí de una noche, un día y de aún otra noche posterior en New Bedford, antes de poder embarcar para mi puerto de destino, tornose asunto de preocupación dónde iba yo a comer y dormir mientras tanto. Era noche de aspecto muy poco claro; qué digo, noche muy oscura y lúgubre, fría, que cortaba, y desabrida. No conocía a nadie en aquel lugar. Con ansiosos rezones me había sondado el bolsillo, y sólo había sacado unas pocas monedas de plata… Así que, donde quiera que vayas, Ismael, me dije a mí mismo mientras permanecía en medio de una lóbrega calle, con mi bolsa al hombro, y comparando las tinieblas hacia el norte con la oscuridad hacia el sur… donde quiera que en tu sabiduría puedas decidir alojarte para pasar la noche, mi querido Ismael, asegúrate de preguntar el precio, y no seas muy escogido.

Con indecisos pasos vagué por las calles, y pasé el rótulo de Los Arpones Cruzados… pero aquello parecía demasiado gravoso y animado. Más adelante, desde las brillantes ventanas rojas de La Posada del Pez Espada, salían unos rayos tan ardientes, que se diría que el hielo y la nieve apelmazada se habían fundido delante de la casa, pues en todos los demás lugares la helada alcanzaba diez pulgadas de espesor, formando un duro, asfáltico pavimento… algo bastante penoso para mí cuando golpeaba mi pie contra las pétreas protuberancias, pues del recio y despiadado servicio, las suelas de mis botas estaban en una condición de lo más miserable. Demasiado gravoso y animado, pensé de nuevo, deteniéndome un momento para observar el amplio resplandor en la calle y escuchar los ruidos de los tintineantes vasos en el interior. Pero continúa, Ismael, me dije finalmente, ¿no lo escuchas? Apártate de la puerta; tus botas remendadas están bloqueando el paso. Así que continué. Ahora, por instinto, seguí las calles que me llevaban hacia el agua, pues allí, sin duda, estaban las posadas más baratas, si bien no las más joviales.

¡Unas calles tan tenebrosas! Manzanas de negrura, no de casas, a cada lado, y aquí y allí una candela, como una vela que se moviera ante una tumba. En esta hora de la noche del último día de la semana, ese barrio de la ciudad resultó estar casi desierto. Pero al poco llegué hasta una luz humeante que salía de un edificio bajo y ancho, cuya puerta estaba acogedoramente abierta. Tenía un aspecto descuidado, como si estuviera destinado al uso del público; entrando por tanto, lo primero que hice fue tropezar contra una caja de ceniza en el porche[7]. «¡Ja!, pensé, ja, mientras las partículas volantes casi me asfixiaban: ¿son éstas las cenizas de aquella ciudad destruida, Gomorra? Pero ¿Los Arpones Cruzados y El Pez Espada?… ¡éste entonces, debe ser necesariamente el rótulo de La Trampa!». Sin embargo, me recompuse, y escuchando dentro una potente voz, avancé y abrí una segunda puerta interior.

Parecía el gran Parlamento Negro sentado en Tofet. Un centenar de rostros negros se volvieron en sus filas para mirar; y, más allá, un negro Ángel del Juicio golpeaba un libro en el púlpito. Era una iglesia negra; y el texto del predicador versaba sobre la oscuridad de las tinieblas, y el sollozo y el lamento y el rechinar de dientes que allí se dan. «Ja, Ismael, murmuré, retrocediendo: ¡desdichado esparcimiento bajo el rótulo de La Trampa!»

Continuando, por fin llegué a una especie de tenue luz colgante no lejos de los muelles, y escuché un desamparado chirrido en el aire; y, alzando la vista, vi un rótulo oscilante sobre la puerta, con una pintura blanca en él, que vagamente representaba un largo surtidor de nebulosa aspersión, y estas palabras debajo: «La Posada del Surtidero[8]: – Peter Coffin».

¿Coffin, es decir, ataúd?… ¿Surtidero?… Bastante fatídico en ese particular vínculo, pensé yo. Pero Coffin es un nombre usual en Nantucket, según dicen, y supongo que este Peter es un emigrante de allí. Como la luz parecía tan tenue, y el lugar, por el momento, suficientemente tranquilo, y la propia pequeña y desmoronada casa de madera daba la impresión de haber sido transportada allí desde las ruinas de algún distrito quemado, y como el balanceante rótulo tenía una especie de chirrido afectado de indigencia, pensé que éste era el lugar perfecto para un alojamiento barato, y el mejor de los cafés de bayas[9].

Era un lugar de singular índole… Una vieja casa con tejado a dos aguas, uno de sus lados como si estuviera paralizado e inclinándose lamentablemente. Se alzaba en una abrupta y desolada esquina, en la que el tempestuoso viento Euroaquilón sostenía un aullar peor que el que nunca sostuvo cerca de la zarandeada nave del pobre Pablo. El Euroaquilón, sin embargo, es un céfiro enormemente agradable para cualquiera que esté resguardado, con los pies en el revellín, tostándose plácidamente para la cama. «Al considerar ese tempestuoso viento llamado Euroaquilón», dice un antiguo escritor –de cuyas obras poseo la única copia existente–, «prodúcese una espectacular diferencia entre si lo miráis desde una ventana de cristal en la que la helada está toda en el exterior, o si lo observáis desde una ventana sin marco, en la que la helada está en ambos lados, y en la que el único cristalero es la Muerte personificada». Verdaderamente cierto, pensé, al venírseme a la mente este pasaje… viejo Letra Gótica, habéis razonado bien. Sí, estos ojos son ventanas, y este cuerpo mío es la casa. Qué pena, sin embargo, que no taponaran las fisuras y las grietas, y embutieran un poco más de borra aquí y allá. Pero ya es demasiado tarde para hacer ninguna mejora. El universo está terminado; la piedra clave está puesta, y las esquirlas se retiraron hace un millón de años. El pobre Lázaro ahí, rechinando sus dientes contra el bordillo como almohada, y sacudiéndose de encima los andrajos con sus temblores, podría taponarse ambos oídos con trapos, y ponerse una panocha en la boca, y, aun así, con ello no lograría mantener fuera al tempestuoso Euroaquilón. ¡Euroaquilón!, dice el viejo Epulón con su manto de seda roja (después tuvo otro aún más rojo)… ¡Bah, bah! ¡Qué buena noche de helada; cómo centellea Orión; qué Aurora Boreal! Que hablen de sus orientales climas veraniegos de sempiternos invernaderos: denme a mí el privilegio de hacer mi propio verano con mi propio carbón.

Pero ¿qué piensa Lázaro? ¿Puede calentarse las azuladas manos extendiéndolas hacia la grandiosa Aurora Boreal? ¿No preferiría Lázaro estar en Sumatra que aquí? ¿No preferiría con mucho tenderse a lo largo siguiendo la línea del ecuador; sí, ¡vosotros, dioses!, caer en el propio pozo ardiente, para poder guarecerse de esta helada?

Ahora bien, que Lázaro hubiera de yacer abandonado allí, en la acera ante la puerta de Epulón, es un hecho más asombroso que el que un iceberg hubiera fondeado en una de las Molucas. No obstante, el mismo Epulón también vive como un zar en un palacio de hielo hecho de sollozos helados, y al ser presidente de una sociedad de templanza[10], sólo bebe las tibias lágrimas de los huérfanos.

Pero basta por ahora de este gimoteo: nos vamos a pescar ballenas, y todavía queda mucho de eso por llegar[11]. Rasquémonos el hielo de nuestros congelados pies, y veamos qué clase de sitio pueda ser este «surtidero».