JÓVENES HÉROES

En el interior del vehículo quedaron Pete y Pam convertidos en un revoltijo de piernas y brazos.

—¡Pete, tío Walt! ¿Estáis bien? —preguntó Pam, mientras luchaba por levantarse.

El señor Davis, con una pequeña brecha en la frente, abrió la puerta al tiempo que respondía:

—Estoy bien. ¿Y vosotros?

—Sólo un poco enredados —repuso Pete—. Seguro que el culpable de esto ha sido el señor Bittley.

Tío Walt no tardó en salir y ayudó a sus sobrinos a que le imitaran. Por entonces varios vehículos, incluido un coche de la policía militar, se habían detenido a prestar ayuda.

Un sargento llegó con un botiquín de urgencia para curar y vendar en un momento a tío Walt.

—Ha sido todo muy rápido —comentó el sargento—. ¿Cómo ha ocurrido?

—Sabotaje. Miren la rueda derecha posterior —dijo Pete.

Entre el policía, tío Walt y varios de los hombres que se habían detenido a mirar, levantaron al «Insecto» sobre las cuatro ruedas. El oficial se inclinó a examinar la rueda.

—Tienes razón. Hay una profunda brecha. Eso ha causado un reventón al virar hacia la carretera.

Pam habló con el oficial sobre el señor Bittley.

—Estoy segura de que ha hecho esto para que no llegásemos a Puerto Cañaveral.

Tío Walt se llevó al policía aparte y le puso al corriente de la situación.

—Entonces, no hay tiempo para cambiar el neumático —concordó el oficial—. Vengan conmigo.

Tío Walt, Pete y Pam subieron al coche de la policía militar. Haciendo sonar la sirena, para despejar el camino, el vehículo oficial corrió en dirección norte, a través de la playa de Cocoa.

Durante el trayecto, el sargento dio por radio la descripción del señor Bittley, para que tanto la policía local como la militar buscase al hombre.

Cuando el oficial frenó en Puerto Cañaveral, en el muelle reinaba una actividad enorme. Dos lanchones avanzaban por el mar abierto y un gran helicóptero planeaba a poca distancia del agua, mientras un grupo de oficiales uniformados estaban junto al «Zafiro», hablando con Corto.

Un hombre alto, de anchos hombros, con los galones de capitán, se separó del grupo para acudir al encuentro del señor Davis y los Hollister.

—El grupo Operación Rescate está ya bajo el agua, señor Davis —dijo—. He enviado dos lanchones al lugar en que estos niños encontraron el muelle.

El hombre tendió entonces la mano a Pam y a Pete, diciendo:

—Soy el capitán Nolan. Os felicito por vuestro gran hallazgo, hijos.

Después de estrechar la mano al elegante capitán, los dos niños le informaron de sus sospechas sobre el barco langostinero y su tripulación.

—Las sospechas eran bien fundadas —declaró el capitán—. Y vuestras investigaciones detectivescas, excelentes. Ya hemos detenido a Bittley.

—¡Estupendo! —exclamó Pete—. ¿Dónde le encontraron?

—Nuestros hombres le encontraron cuando acababa de entrar en la cabaña de Ferguson. Vuestro amigo el señor Jeep nos dio las necesarias orientaciones para buscarle. Pero esto no es todo.

El capitán explicó que Bittley había sido descubierto en una estancia secreta, situada bajo la cabaña, enviando, con un potente aparato, un mensaje por radio al «Golfo de las Tormentas».

—Como imaginasteis, Bittley era un impostor. Admite que él hizo el corte en el neumático, pero todavía no lo ha declarado todo.

Mientras el capitán hablaba, el helicóptero aterrizó en el muelle, no lejos del grupo. Cuando los dos motores quedaron parados, del aparato descendió un simpático teniente.

—Estamos preparados, capitán —anunció, con un saludo—. Hay espacio para todos, incluyendo al señor Davis y los Hollister.

—Gracias, teniente —dijo el capitán, que en seguida llamó a Corto—. Venga usted también. Necesitamos toda la ayuda posible.

Entusiasmados, los dos hermanos Hollister se sonrieron tímidamente y subieron al helicóptero, después de tío Walt y de Corto.

—¡Zambomba, Pam! ¿Verdad que es estupendo?

—Dios quiera que encontremos ese cono, antes de que lo hagan Ferguson y Turk —respondió la niña.

El helicóptero se elevó del suelo, como un gigantesco proyectil avanzando hacia los cielos, y un momento después se movía horizontalmente por encima de las aguas. Muy pronto, puerto Cañaveral no pareció otra cosa que el diminuto dibujo de una tarjeta postal.

—Estaremos sobre el lugar dentro de pocos minutos —dijo el capitán Nolan que iba sentado en el asiento inmediato a los de Pete y Pam, aunque al otro lado del pasillo—. Nuestros lanchones están allí ahora y esperamos informes de un momento a otro.

El capitán se levantó entonces y abrió la puerta de la cabina para hablar con el piloto. Entre tanto, Pam miraba por la ventanilla.

—¡Mira, Pete! —gritó, haciéndose oír por encima del fragor de los motores—. Ya veo los lanchones.

Las dos embarcaciones se movían en círculo en medio del oleaje del lugar en que Pam había capturado el muelle.

El capitán Nolan volvió a su asiento con el ceño fruncido.

—Corto, ¿está usted seguro de que éste es el lugar?

El pescador repuso que según él podía recordar, aquélla era la zona en que el sondeador de profundidades había señalado la existencia de una hondonada.

—Mis hombres no pueden localizar nada. Les he dicho que se muevan en círculos más amplios.

El oficial volvió junto al piloto, para regresar al poco, muy preocupado.

—Algo va mal. Nuestros buceadores no pueden ver otra cosa más que peces.

—Puede que el barco pesquero lo haya encontrado —sugirió Pete.

El capitán se frotó, pensativo, la barbilla.

—¿Habéis visto si llevaban equipos submarinos en el «Golfo de las Tormentas»? —preguntó a los niños.

Ninguno de los dos lo había visto; Pam dijo:

—¿No puede ser que hayan capturado el cono del proyectil con sus redes?

—¡Ésa podría ser la respuesta! —exclamó el capitán—. Hay que encontrar a ese «Golfo de las Tormentas».

El capitán volvió a la cabina para hablar por radio, dando órdenes a sus embarcaciones de que buscasen en dirección norte, mientras el helicóptero volaba hacia el sur. Todos escudriñaban desde el aparato las aguas azulosas. Muy pronto se vio una embarcación langostinera. ¡Pero no era el «Golfo de las Tormentas»!

—A lo mejor ha marchado a alguna parte del sur de Puerto Cañaveral —dijo Pete.

Considerando que existía una probabilidad de que así fuese, el capitán Nolan ordenó al piloto que volase sobre la línea costera.

Muchas bahías y caletas aparecieron a la vista. Bajo el ruido del helicóptero, la gente que iba en barcas de vela u otras embarcaciones miraba hacia arriba con asombro.

Por fin el piloto hizo señas al capitán, indicando algo que se hallaba en frente. En una caleta medio oculta por abundantes palmeras se veía surgir el mástil de una embarcación langostinera. Cuando el helicóptero se aproximó, Pete y Pam pudieron ver a los cuatro hombres situados en cubierta.

—¡Uno es Ferguson, y otro es Turk! —anunció Pete.

—Es cierto —concordó Corto—. Se dirigen a aquel pequeño puerto.

Maniobrando con cuidado por encima de las copas de los árboles, el piloto llevó a tierra el aparato en el momento en que el «Golfo de las Tormentas» acababa de detenerse y Ferguson saltaba a tierra.

El capitán Nolan bajó del helicóptero, seguido de todos los demás.

—¡Alto! —ordenó—. Quedan detenidos. ¡Todos ustedes!

—¿Por qué? —preguntó Ferguson, furioso—. ¿Sólo porque a estos Hollister no les somos simpáticos?

—¿Dónde está el cono del proyectil? —preguntó severamente el oficial.

—Nosotros no lo tenemos —contestó Turk—. Busque en la embarcación, si quiere. Podemos probar que estos entrometidos están equivocados con respecto a nosotros.

Mientras el piloto vigilaba a la tripulación del barco, el capitán Nolan, tío Walt, Pete, Pam y Corto entraron a registrar el «Golfo de las Tormentas», En el camarote encontraron un potente emisor-transmisor de radio y un sondeador de profundidades más moderno de los que Corto había visto nunca en las embarcaciones langostineras.

Una gran cantidad de langostinos había sido recogida en la cámara provista de hielo, pero no había la menor huella del cono del proyectil.

—Miremos bajo las redes —propuso el capitán.

Corto removió la gran pila de redes, pero nada encontró.

—¿Qué les decía yo? —gritó Ferguson, triunfal.

—¡Un momento! —pidió Pete—. ¿Qué es eso?

El muchachito señalaba un delgado y fuerte cable atado en un lateral de la embarcación y que desaparecía en el agua, por el lado opuesto de la borda.

Ante el descubrimiento de Pete, los cuatro pescadores palidecieron. Turk se dispuso a echar a correr, pero el piloto le agarró por el cuello.

—¿Qué ocultan ustedes bajo la embarcación? —preguntó.

Los cuatro hombres se miraron unos a otros, pero no pronunciaron ni una palabra.

—Yo bajaré a mirar, señor —se ofreció Pete, apresurándose a quitarse la ropa, hasta quedar en bañador.

Se zambulló en el agua y nadó veloz tajo el «Golfo de las Tormentas». Un momento después asomaba la cabeza para anunciar:

—¡Aquí está! ¡Es el cono del proyectil!

—Buen trabajo, Pete —aplaudió el capitán Nolan que se volvió a los cuatro pescadores para decir—: Ahora ya pueden hablar, porque su caso es desesperado.

Tío Walt estrechó la mano de Pete y palmeó la espalda de Pam.

—Nunca volveréis a conseguir mejor pesca que ésta —dijo—. ¿Verdad, Corto?

Sonriendo y casi saltando de alegría, el pescador repuso:

—Ni en mil años podrán hacer una cosa así.

Mientras el capitán Nolan vigilaba a los cuatro detenidos, el piloto fue a pedir ayuda por radio y pronto llegaron los dos lanchones. Una vez esposados, los cuatro marineros fueron llevados al helicóptero, en tanto que la tripulación de los lanchones quedaba guardando la preciada carga que se encontraba bajo el «Golfo de las Tormentas».

—Esperaremos a los peritos de Cabo Cañaveral para que se lleven el cono —dijo tío Walt, antes de ir a dar instrucciones por radio.

Durante el regreso al puerto, el capitán Nolan interrogó a Ferguson, Turk y sus hombres. Ninguno de los jefes quiso hablar, pero los otros dos hombres, que se llamaban Cooper y Alec dieron una enorme cantidad de información que iba a proporcionar a todos una sentencia máxima.

De este modo se puso en claro que Ferguson y Turk no eran, en realidad, pescadores langostineros, sino dos taimados aventureros que habían alquilado el «Golfo de las Tormentas» contratando a los otros dos hombres sólo con la idea de buscar restos de proyectiles.

—Dale Ferguson nos convenció de que nunca nos descubrirían —se lamentó Cooper.

—¿Quién es Dale? —preguntó Pete.

—El que se hace llamar Bittley. Es hermano de Alec.

Cooper y Alec dijeron también que el cono del proyectil iba a ser vendido al mejor postor en un país extranjero.

—Turk creía que la participación de cada uno iba a merecer una fortuna como pago.

—Gracias a la familia Hollister sus planes no han salido bien —dijo tío Walt.

Cooper añadió, de mala gana, que el estornino exótico y el mono que Turk había encontrado no habían servido más que para traerles desgracia.

—¿De quién aprendió el pájaro a hablar de proyectiles? —quiso saber Pete.

—De Ferguson y Turk —repuso Allen, señalando a los jefes—. Ellos saben mucho de proyectiles; estuvieron un tiempo trabajando en las zonas de lanzamiento de la costa occidental.

—Pero ¿por qué se apoderaron de la mona? —preguntó Pam.

—¡Ja, ja, ja! Aquello fue una gran broma que gastaron esos «grandes jefes» —dijo Cooper, señalando a Ferguson—. Quería ofrecer la mona a los laboratorios de Patrick para introducirse de ese modo en la base y obtener información sobre el cono perdido. Dale se introdujo allí como periodista y pudo hacer un esquema de los edificios.

—Ése fue el esquema que se le cayó a Turk de la cartera —recordó Pete.

—Cuando vosotros empezasteis a sospechar, Ferguson, aquella noche, soltó la mona en la playa —concluyó Cooper.

De regreso a Cabo Cañaveral, los detenidos fueron llevados a la cárcel. Pete, Pam y su tío regresaron a casa.

—¡Hurra por los héroes! —gritó tía Carol al verles entrar.

Pete estaba sonrojado, oyendo a Ricky, Randy, Holly, Sharon y Sue hacer preguntas sobre lo ocurrido.

—No somos ningunos héroes —dijo, modestamente—. Todo lo que hemos hecho ha sido ayudar a resolver el misterio.

—Es cierto —concordó la señora Hollister—. Marsh Holt, e incluso «Lady Rhesus», os han ayudado.

Sue corrió a su habitación para volver con la monita sentada en su hombro. «Lady» llevaba un traje de hombre espacial.

—Mami se lo ha hecho —informó la niña, con los ojitos chispeantes.

En aquel momento sonó el teléfono. Tío Walt fue a responder y al momento dijo:

—Es para ti, Pete.

El chico tomó el auricular.

—Diga… Hola, Marsh… ¿Cómo? ¿Cuándo te has enterado? Está bien. Adiós. Adiós.

Pete se acercó al aparato de televisión y lo encendió. Acababa de dar principio un noticiario y el locutor, que parecía estar mirando directamente a los niños, decía:

—Los hermanos Hollister y los hermanos Davis, con ayuda de su amigo Marshall Holt, han resuelto el misterio de la ciudad de los proyectiles.

—¡Huuuy! —gritó Holly, estremecida.

—Chist —ordenó Pam, tirando de una trencita a su hermana.

El locutor prosiguió:

—Como recompensa a su gran labor detectivesca, mañana, un grupo de las Fuerzas Aéreas acompañará a los niños a hacer una especial visita a Cabo Cañaveral.

—¡Canastos!

—¡Zambomba!

—También el Presidente de los Estados Unidos hará una visita a la base mañana y estrechará personalmente la mano a cada uno de los niños.

Al instante, la Sala de los Davis quedó invadida por gritos de alegría y emoción. Cuando todos se hubieron tranquilizado un poco, Sue pidió:

—¿«Queréis» escucharme a mí ahora?

La pequeña tenía en el hombro a «Lady Rhesus» y en el regazo a «Proye».

—Te escuchamos —dijo Pete, sonriendo cariñosamente a su hermanita.

Sacudiendo repetidamente la cabeza, Sue les recordó:

—Ya os había «decido» yo que veríamos al Presidente.