Al volver la cabeza, Pete vio al hombre de cabello negro que antes había estado contemplando el mar con los catalejos.
—Pensé que volveríais y os he estado esperando —dijo ásperamente el hombre.
—¿Quién es usted? —preguntó Pete, intentando librarse de la mano de hierro que le atenazaba.
—¡Seré yo quien haga las preguntas, chicos entrometidos! —anunció el hombre, obligando a los muchachos a volverse de cara a él.
—¡Suélteme! —gritó Marsh—. Se lo diré a mi padre.
—¡Eso! ¡Puedes decirle que te has internado en una propiedad privada y que el señor Turk te ha dado una lección!
—No estábamos haciendo nada malo —declaró Pete—. Hay algo misterioso en la cabaña de Alec Ferguson y estábamos intentando averiguar…
—Averiguar ¿qué?
—Quién es el hombre de la base de proyectiles que vive aquí.
—Sí —concordó Marsh—. ¿Usted es de la base? El señor Turk echó hacia atrás la cabeza para reír a carcajadas. Luego soltó a los chicos y su voz sonó menos áspera al decir:
—¿De modo que era eso? ¿Estáis buscando a un empleado de la base? Pues no hay ninguno por aquí.
El señor Turk siguió diciendo que había muchos ladrones que robaban en las casas de campo próximas a la playa, y que temió que los chicos estuvieran planeando algo malo.
—Nunca hemos pensado en robar nada —protestó Pete.
—Os he visto merodeando por este lugar —dijo el hombre—. ¿Qué estabais haciendo?
Pete explicó que su hermana había encontrado huellas de una monita desaparecida, que llevaban hasta la cabaña.
—Luego encontramos por aquí a «Lady Rhesus» —concluyó Pete, sin dar más explicaciones.
—¿Y por qué no os largasteis, después de encontrarla?
Pete tuvo intención de explicarlo todo. El señor Turk podía ser totalmente inocente. Pero también podía estar fingiendo.
—¿No querría usted contestar a unas preguntas? —se decidió a interrogar Pete.
—Desde luego —sonrió el señor Turk.
—¿Dónde está su amigo, el señor Ferguson?
—En su barco marisquero, pescando.
—¡Oh! —exclamó Marsh—. ¿Eso era lo que estaba usted mirando con los catalejos?
—No. Estaba mirando las marsopas. Por su modo de saltar en el agua sé si mañana será un buen día para pescar.
—¿Por qué hoy no ha salido usted de pesca? —preguntó Pete.
—Hoy es mi día libre.
La expresión ceñuda había desaparecido del rostro del hombre, que ya hablaba más amablemente:
—Bueno, amigos —siguió diciendo—. Veo que todo ha sido un error. ¿Qué os parece si nos hacemos amigos? —preguntó, sacando la cartera—. Sois mis invitados y os doy para un helado de vainilla.
Sacó de la cartera un billete de dólar y en aquel momento le resbaló al suelo un papel. Al devolvérselo al señor Turk, Pete vio un diagrama rectangular dibujado en la superficie blanca.
—Gracias —dijo el hombre, apresurándose a dejar el dinero en las manos de Marsh.
—No podemos aceptar ese dólar, señor Turk —dijo Pete.
Marsh dijo que estaba de acuerdo con su amigo, y el señor Turk repuso:
—Está bien. Como queráis. Pero acordaos de no volver a husmear por aquí.
Después de despedirse, los chicos se alejaron por el camino que llevaba a la carretera. Cuando llegaron junto a la bicicleta, Marsh preguntó:
—¿Qué piensas de ese hombre?
—No es lo que parece.
—Eso creo yo. Ha querido sobornarnos con el dólar.
—Y hay otra cosa. El dibujo del papel que se le cayó al suelo parecía un plano del edificio de los laboratorios que he visto en casa de mis primos los Davis.
—¡Carambita! ¿Y por qué no lo has dicho delante de él?
—Habría hecho que ese hombre sospechase todavía más de nosotros. Dejaremos que el señor Turk crea que no nos hemos fijado, pero iré a contárselo a tío Walt.
Durante el trayecto a casa, Marsh siguió hablando sobre la cabaña misteriosa, preguntándose más que nunca quién sería el que estuvo dentro, hablando de proyectiles con Alec Ferguson.
—Por ahora no sabemos toda la verdad —declaró Pete que interiormente se prometió averiguarlo todo antes de marchar de Cabo Cañaveral.
Cuando llegaron a casa de los Holt, Marsh corrió a la mesita del teléfono, cogió un lápiz y escribió un número. Luego, con cara risueña, se lo mostró a Pete.
—¿Qué es?
—La matrícula del coche que estaba detrás de la cabaña de Ferguson.
—¡Bien hecho, Marsh!
—Me entretuve en aprendérmela de memoria mientras tú hacías preguntas.
A la hora de la cena, el chico mostró el número a su padre y le explicó las aventuras de aquella tarde.
—Hum —murmuró, pensativo, el señor Holt—. Este coche, por el número de la serie, tiene que ser alquilado. Tal vez yo pueda averiguar algo sobre ese señor Turk.
Después de hacer varias llamadas telefónicas, el padre de Marsh localizó la agencia que había alquilado el coche en cuestión. Por fortuna, el propietario de la agencia era un viejo amigo del señor Holt y estuvo dispuesto a explicar todo cuanto sabía del señor Turk. Cuando concluyó la conversación telefónica, el señor Holt se volvió a los chicos.
—No he podido averiguar gran cosa sobre esa persona. Lleva aquí poco tiempo. La dirección que ha dado como su casa es de Nueva Orleans. Como referencias ha citado un banco de aquella ciudad.
—¿Qué banco? —preguntó Pete.
—El de la Dixie Trust Company.
—¿Podremos telefonear al banco, mañana por la mañana? —preguntó Pete—. Yo pagaré la conferencia.
El señor Holt dijo que él pagaría gustoso la conferencia, puesto que con ello podrían hacerse más averiguaciones sobre el hombre sospechoso.
—¡Y si el banco no da buenas referencias de él, podréis tener la seguridad de estar sobre la buena pista, chicos!
Pete y Marsh descansaron de su agotador día de trabajo detectivesco trabajando en la chalana hasta la hora de acostarse. Los dos muchachitos estuvieron ajustando tornillos hasta que las manos les quedaron doloridas, pero adelantaron mucho. A las nueve y media el fondo de la embarcación había quedado perfectamente ajustado en su sitio.
—¡Caramba! ¡Éste sí ha sido un día completo! —comentó Marsh.
—Lo mismo opino, marinero —rió Pete.
A pesar de haber tenido un día tan ajetreado, Pete se durmió sin pesadillas y a la mañana siguiente despertó temprano. Mientras desayunaban, mirando al reloj de pared, Pete comentó:
—Marsh, ¿es que no van a moverse nunca las manecillas de las ocho en punto?
—No falta más que media hora para que nos enteremos de algo sobre el señor Turk —repuso su amigo, queriendo tranquilizarle.
Por fin llegó la hora de que Pete pudiera llamar a Nueva Orleans. En cuanto oyó la pregunta un empleado del banco buscó la ficha del señor Turk. Un momento después a oídos de Pete llegaba la voz del hombre, diciendo:
—Lo siento, pero aquí no tenemos registrado a ningún señor Turk.
—Gracias —dijo Pete, antes de colgar. Y luego exclamó—: ¡Zambomba, Marsh! ¡Ese hombre es un impostor!
—¡Hay que llamar en seguida a la policía!
—Espera un momento —pidió Pete—. ¿Te acuerdas del señor Jeep? Es policía retirado y comisario especial. Podemos llamarle.
Tuvieron la suerte de encontrar al hombre en casa.
—Has sido constante en tus indagaciones sobre la cabaña y sus ocupantes —dijo el señor Jeep a Pete—. Y tal vez hayas puesto en claro un gran enigma. Déjalo todo de mi cuenta.
—De todos modos, tendría que hacerlo, porque Pam y yo estamos invitados a ir de pesca esta mañana.
El señor Jeep dijo a Pete que ante todo iría a informar a la compañía de alquiler de coches que, sin duda, no había pedido referencias de aquel hombre. Luego, haría algunas indagaciones discretas por su cuenta.
Poco después la señora Holt y Marsh acompañaban a Pete, en coche, a Puerto Cañaveral. Mientras el vehículo se aproximaba a los muelles, Marsh dijo:
—Me gustaría mucho ir contigo. Nunca he salido de pesca al océano.
—A lo mejor Corto te lleva alguna vez —repuso Pete—. Menos mal, ahí viene la furgoneta de los Davis.
Tía Carol saludó con la mano, mientras iba a aparcar junto al coche de los Holt. Junto a ella iba Pam, vestida con un jersey de algodón y pantalones playeros. En la parte posterior iba Ricky, con «Proye» sentada en sus rodillas.
Cuando todos salieron de los vehículos, Pete presentó a las dos señoras, a Pam y a Ricky.
—Mis dos sobrinos mayores van a tener un buen día de pesca —comentó tía Carol.
—Pero yo ¿qué haré? —preguntó, enfurruñado, Ricky, mientras «Proye» saltaba al suelo.
—Ya encontraremos alguna aventura —sonrió tía Carol.
Pete localizó en seguida el «Zafiro», que era la embarcación de Corto, pero el pescador aún no había llegado. Amarrado no lejos del «Zafiro» había un barco langostinero, que se balanceaba suavemente en el agua. Cuatro hombres aparecían muy atareados en la cubierta. Casi al momento, Pete reconoció a dos de ellos. Eran Ferguson y Turk.
—Pam, Ricky —llamó Pete a media voz—, venid aquí.
Se ocultaron tras el coche de la señora Holt y Pete les habló de lo que sospechaba.
—A lo mejor nos queda tiempo para averiguar algo más sobre esos hombres —concluyó.
Como los hombres del barco pesquero no conocían a Ricky, se decidió que sería el pecoso el encargado de investigar.
—Acércate al barco y actúa como si fueras sólo un chico curioso —le instruyó Pam—. Pero escucha todo lo que digan.
Ricky era despejado y haría bien el trabajo.
—¡Allá voy! —dijo con entusiasmo.
Con un silbido, llamó a «Proye», que estaba saboreando una cabeza de pescado al borde del agua.
Juntos, niño y perra se dirigieron a la embarcación pesquera. Pronto Ricky estuvo lo bastante cerca para poder leer en la popa el nombre de «Golfo de las Tormentas».
La señora Holt y tía Carol seguían charlando junto a la furgoneta, ignorantes de los planes de los chicos. Pete, Pam y Marsh se encaminaron a la embarcación de Corto, sin apartar los ojos del pecoso.
—¡Qué bien lo está haciendo! —se admiró Marsh, al ver cómo Ricky, empinándose sobre los talones, asomaba la nariz por la borda del «Golfo de las Tormentas» y contemplaba la pila de redes.
Ferguson y Turk estaban hablando junto a la escotilla. Turk miró una vez hacia Ricky y frunció el ceño, pero no dijo nada. En aquel momento, Pam, que había estado vigilando con toda atención, contuvo el aliento y exclamó en voz baja:
—¡Oh, mirad!
«Proye» acababa de saltar a la embarcación y se balanceaba en el borde de la baranda, apoyada en sus cortas y anchas patas. Ricky dio un silbido y ordenó:
—Ven aquí, «Proye».
Pero el animal no obedeció. Por el contrario, de un gran salto, fue a aterrizar, como una gran ristra de salchichas, sobre el montón de redes.
—¡Eh! ¡Largo! —gritó Ferguson.
—¡Saca de aquí a ese animal, antes de que yo le eche a puntapiés! —ordenó Turk a uno de los hombres de la tripulación.
El hombre corrió hacia la popa y apresó a «Proye». La perra dio un ladrido y, aterrada, quiso desprenderse de las redes en las que se había enganchado, pero cada vez quedaba más apresada en las redes camaroneras.
—¡No hagan daño a la perra! —gritó Ricky, saltando a bordo de la embarcación.
—¡Echa también de aquí al crío! —ordenó Turk al empleado.
Enfurecido, Ferguson se adelantó, dispuesto a alcanzar al niño, pero dio un traspié y cayó sobre la cubierta, con gran estrépito. Huyendo del hombre, Ricky llegó a las escaleras de la escotilla.
Por un momento el pequeño quedó mirando el resplandeciente conjunto de aparatos electrónicos con indicadores; incluso uno con una pantalla parecida a la de un televisor, instalados abajo. Pero en seguida los ojos del pecoso volvieron a fijarse en Alec Ferguson, que se había levantado y corría hacia él. Ricky se apartó de un salto en el momento preciso, y corrió hacia «Proye» que aullaba y ladraba, mientras dos marineros intentaban desenredarla.
—¡Le están haciendo daño! —protestó el pecoso.
—¡Desembarazaos de ese crío! —ordenó Turk.
El pobrecillo Ricky no sabía qué hacer. Pero era preciso salvar a «Proye». Al mismo tiempo tenía que librarse él mismo de la furia de los hombres que tripulaban el «Golfo de las Tormentas», antes de que la embarcación se pusiera en marcha.
Por entonces, tía Carol, la señora Holt y los demás niños, atraídos por el alboroto, habían llegado corriendo hasta la embarcación langostinera.
—¡Dejen en paz a ese niño y al perro! —ordenó tía Carol.
—¡Ven aquí, Ricky! —gritó Pam, angustiada.
Su hermano dio la vuelta alrededor de la escotilla y saltó al muelle mientras Ferguson se apresuraba a soltar amarras. Con un gran rugido del motor, la hélice del «Golfo de las Tormentas» se puso en movimiento, levantando grandes montañas de espuma, y la embarcación empezó a alejarse del puerto.
«Proye» seguía agarrada en las redes.
—¡Paren! —chilló con desespero Pam—. ¡Devuélvannos nuestra perra!