«Lady Rhesus» no acababa de decidir si prefería dejarse atrapar por Pam o seguir errando por la playa. El diminuto animal quedó inmóvil, parpadeando y rascándose la cabeza.
Pam siguió hablando dulcemente a la mona.
—Anda, ven conmigo —suplicó, inclinándose y permaneciendo con los brazos abiertos.
«Lady Rhesus» avanzó unos pasos. Luego, de un salto, se plantó en el hombro de Pam, que se apresuró a volver con su familia.
—¡La mona! —gritaron todos.
Sue empezó a palmotear y dar alegres grititos:
—¡Menos mal que «Lady» no ha volado al cielo!
Pam contó cómo había recobrado a la monita.
—¡La tenía Alec Ferguson!
—Me alegro de que ese hombre haya dejado en libertad al animal —dijo la señora Hollister—. Así se ha solucionado un problema.
—¿Por qué te escapaste? —regañó muy seria Sharon a la mona.
La mona articuló unos gritos incomprensibles, al tiempo que parpadeaba, y acabó por saltar al otro hombro de Pam. Entonces fue cuando la niña se fijó en algo negro que iba adherido a la mano del animal.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Pam.
Como si comprendiera las palabras de la niña, «Lady Rhesus» abrió su diminuta mano y de ella cayó al suelo una pluma negra.
Pam se inclinó a recogerla y se la enseñó a Pete, diciendo:
—Es una pluma de cuervo.
—Pues yo no he visto cuervos por aquí —declaró el muchachito, perplejo.
—A lo mejor Alec Ferguson tiene en su casa un cuervo disecado y la mona ha jugado con él —opinó Ricky.
—Si la pluma fuese verde, roja o azul, yo habría creído que había un loro en la cabaña.
—Tienes razón —concordó Pete—. Los marineros y pescadores tienen, a veces, loros y periquitos, pero nunca he oído que existan periquitos negros.
—Si fue Alec Ferguson quien robó la mona, ¿por qué la habrá dejado libre, precisamente ahora?
—Él sabía que sospechábamos de él y para devolver la mona habría tenido que comunicar con la policía. Y a lo mejor no quiere tratos con la policía —insinuó Pam.
—Ese Alec es un hombre sospechoso —concordó tía Carol. Y mientras echaba a la hoguera los platos de cartulina, añadió—: Ya nos hemos divertido bastante por hoy. Iremos a devolver la mona a la señorita Mott y regresaremos a casa.
Cuando las brasas se consumieron, se echó arena sobre las cenizas calientes, entre todos los niños llevaron la cesta, toallas y demás utensilios a la furgoneta y tía Carol se sentó al volante.
—A lo mejor la mamá de la mona ya se ha metido en la cama —dijo Sue, que estaba medio dormida y bostezaba sin cesar.
Los demás rieron y Pam dijo:
—¿Estás hablando de la señorita Mott? De todos modos las buenas noticias no se deben retrasar.
Tía Carol y la señora Hollister opinaba de igual modo, por lo que se dirigieron directamente a la casita campestre del río Banana. Cuando llegaron aún había luces encendidas en la casa.
Cuando el coche se detuvo, Sue se había dormido en brazos de Pam. Con lentitud, para no despertarla, Pete colocó a la chiquitina tumbada en el asiento trasero, mientras los demás se alejaban de puntillas, hacia la casa. La mona empezó en seguida a dar gritos y saltos. Tanto alboroto armó que la artista reconoció a su animalito y corrió a la puerta.
—¡«Lady Rhesus»! ¡Qué alegría que estés bien! —Mientras la mona saltaba a su hombro, la señorita Mott se dirigió a los niños, exclamando—: ¡Es maravilloso! ¿Dónde habéis encontrado a esta picarona?
Después de oír contar a Pam todo lo relativo al encuentro de la mona, la señorita Mott corrió a la cocina para volver con un plátano. «Lady» peló la fruta y la, comió, llena de contento.
—¿Qué podría hacer para compensaros por este gran favor? —preguntó la señorita Mott, acariciando a su mona. Luego, sus ojos centellearon—. ¡Ya sé! ¿Qué os parece si mañana salís a dar un paseo en mi embarcación?
—Muchas gracias —repuso Pam—. Pero las chicas tenemos que salir mañana a comprar vestidos.
En cambio, Pete aceptó la oferta, diciendo que le gustaría mucho explorar el río, por si podía encontrar el cono del proyectil que había explotado días antes.
—¡Carambita! Y al mismo tiempo podremos pescar —exclamó Ricky.
—¡Yo también quiero ir! —declaró Randy con entusiasmo.
—Mi embarcación estará preparada para vosotros mañana por la mañana.
Los niños dieron las gracias a la señorita Mott y después de dar las buenas noches volvieron a la furgoneta. Cuando llegaron a casa de los Davis, Pete llevó a Sue en brazos hasta dentro. Sue despertó entonces, se frotó los ojos cargados de sueño y fue caminando hasta su habitación para desvestirse.
En aquel momento apareció tío Walt, con pijama y bata.
—¿Qué os ha parecido la demostración? —preguntó.
—¡Ha sido estupendo!
—Una preciosidad —añadió Ricky.
—¿El «pájaro» ha quedado volando a poca altura? —indagó Randy, muy enterado de los asuntos espaciales.
Tío Walt miró al techo y levantó un dedo, respondiendo:
—El querido «Thuzzy» está ahora en el espacio exterior, camino de Marte.
—¡Es maravilloso! Supongo que estás muy contento —dijo Pam.
—Puedes estar segura de que lo estoy.
Tío Walt dijo que las cámaras fotográficas que iban en el cono del proyectil estaban enviando ya fotografías.
—Éste es nuestro mayor festín, hasta la fecha —añadió—. Me alegra que los Hollister estuvieran aquí para presenciarlo.
El tío se mostró también muy contento al enterarse de que la monita había sido encontrada y que los chicos tenían planeado para el día siguiente un paseo por el río Banana con la idea de buscar el morro del proyectil desaparecido.
—En la Base Aérea se cree que esa pieza ha caído en el océano Atlántico —les dijo el tío—. Pero nunca se puede predecir a dónde van a parar los restos de una explosión. Una parte de los destrozos puede haber caído en el río Banana.
—Entonces, lo mejor será que nos llevemos el equipo de bucear y cañas de pesca —decidió Pete.
—Buena idea —aprobó tío Walt, que al igual que los otros opinó que Alec Ferguson resultaba sospechoso y añadió—: Tal vez pueda yo conseguir que la policía investigue.
De repente, a la sala llegó un estridente grito de Sue. La pequeñita, en pijama, salió corriendo de la habitación.
—¡Una araña! —chillaba, estremecida—. ¡Una araña gordísima me persigue!
—Yo la mataré —se ofreció el valeroso Ricky, encaminándose al dormitorio.
Pero Sharon le hizo detenerse, diciendo:
—¡Espera! ¡No vayas! No mates a la araña, porque es una vieja amiga nuestra.
Ricky se volvió en redondo hacia su prima, con una expresión de infinita incredulidad pintada en su carita.
—¿Una amiga? —preguntó.
—Sí. ¿Has encontrado a la araña en el armario, Sue?
—Sí —contestó la chiquitina, temblando.
Sharon explicó que aquélla era una araña ama de llaves; la llamaban así porque mantenía a otros insectos desagradables lejos de la casa.
—A los seres humanos no les hace nada —declaró Sharon.
Todos los niños Hollister sintieron inmediatos deseos de ver a la araña ama de llaves y se encaminaron de puntillas al dormitorio. La araña de los Davis tenía el cuerpo pequeño y negro y las patas muy delgadas y largas. Al oír que alguien se acercaba, el insecto fue a esconderse detrás de unos zapatos.
—Siento mucho haberla asustado, señora Ama de Llaves —se disculpó Sue, volviendo a bostezar al sentirse tranquila.
En seguida se metió en la cama y a los pocos momentos dormía profundamente.
Los tres chicos se levantaron temprano, al día siguiente, desayunaron antes que las niñas, y subieron al «Insecto» de tío Walt, quien había estado buscando en el cuarto de servicio, de donde sacó tres cañas de pescar.
—Tened, chicos —dijo, dando a cada uno una caña, a través de las ventanillas del coche—. ¡A ver si hoy pescáis algo verdaderamente grande! ¡Algo así como el cono del proyectil que la Base Aérea está buscando!
—Lo intentaremos —aseguró Pete, con una sonrisa.
A los pocos minutos, tío Walt dejó a los niños ante la casa de la señorita Mott y volvió a marcharse. La artista, que estaba esperándoles, les enseñó cómo funcionaba la motora, que se mecía sobre el agua en el embarcadero.
—Creo que ahora abundan las truchas —dijo la señorita Mott, mientras Pete entraba en la motora para hacerse cargo del timón.
—Estamos dispuestos a encontrar un pez muy gordo —informó Randy, haciendo un guiño a sus primos.
—Espero que podáis capturarlo —les deseó ella.
En cuanto Randy y Ricky estuvieron sentados en la motora, la señorita Mott soltó la amarra. Despidiéndose con alegres sacudidas de las manos, los tres muchachitos se alejaron por el río Banana.
Randy informó de que la isla Merrit estaba a la derecha, en tanto que Cabo Cañaveral se encontraba a la izquierda. Mientras el sol iba ascendiendo en el cielo, los niños pudieron distinguir las torres de control que habían visto desde la playa la tarde anterior.
Mientras la motora se deslizaba por el agua, los chicos colocaron las cañas de pescar y miraron atentamente al fondo por si descubrían algún indicio del cono desaparecido.
De repente Randy gritó:
—¡Oh! ¡He pescado algo!
La caña se dobló enormemente, mientras el chico enrollaba el hilo, al final del cual apareció una gruesa trucha.
Unos minutos después otra trucha picaba en el anzuelo de Ricky y por fin Pete obtuvo un tercer pez.
—¡Canastos! ¡Es estupendo! —exclamó Ricky—. Vamos a conseguir un montón de pescado para cenar esta noche.
—Yo preferiría pescar el cono —bromeó Pete—, en lugar de tanta comida. ¡Vamos! Hay que seguir buscando.
Mientras iba soltando el hilo de su caña. Ricky escudriñaba las aguas transparentes. En la distancia, cerca de la orilla de Cabo Cañaveral, vio una delgada varilla que sobresalía hasta la superficie. Un instante después descubrió algo como un satélite redondo que se encontraba en el fondo del río. La varilla era su antena.
—¡Mirad! ¡Allí está! —anunció Ricky.
—¡Zambomba! ¡Puede que así sea! —dijo Pete, moviendo el timón para llevar la motora en aquella dirección.
Un instante después a Ricky estuvo a punto de escapársele la caña de las manos.
—¡Carambita! —gritó el pecoso—. ¡Aquí abajo debe de haber una ballena!
Intentó enrollar el hilo, pero lo que quiera que fuese que había picado el anzuelo tiró hacia abajo con más fuerza que nunca. Y de pronto, a un metro y medio de la motora, en la superficie apareció un objeto grande y oscuro.
—¡Es una tortura gigante! —exclamó Pete, sin aliento.
—¿Qué haremos? —preguntó Ricky con desespero, aferrándose a la caña.
—¡No hay que dejarla escapar! —opinó Randy—. ¡Has pescado una tortuga abuelo!
Pero Ricky, lleno de angustia, repuso:
—Es la tortuga la que me ha pescado a mí. ¡Socorro!
Pete se levantó y fue a coger la caña. Entre los dos hermanos intentaron atraer la tortuga hasta la motora. Pero el gigantesco animal marino no tenía intención de dejarse transformar en sopa de tortuga. Nadaba en una dirección, cambiaba bruscamente de rumbo, volvía a nadar hacia donde lo hiciera antes… De repente, la tortuga dio un tirón de la caña y Ricky, que estaba muy al borde de la embarcación, cayó de cabeza por la borda.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡La tortuga va a atraparme!
—¡Se ha ido! Mirad. ¡Y se ha roto la caña!
Ricky chapoteó hasta llegar a la embarcación, moviendo las piernas a toda velocidad como si estuviera perseguido por cien tortugas gigantes. De un fuerte tirón, Pete subió a su hermano a la motora. Chorreando agua, el pequeño preguntó:
—¿Todavía está la antena en el agua, Pete?
—Sí. Estoy llevando la embarcación hacia allí.
—¡Ojalá sea el cono del proyectil! —dijo Randy en un susurro—. Papá estará orgulloso de nosotros, si lo encontramos.
Entre tanto Ricky se iba quitando la camisa y el pantalón, para quedar en bañador. Se puso los lentes y las aletas.
—Aprovechando que estoy ya mojado, voy a echarme un momento al agua a ver… ¡A ver qué saco!
Cuando se aproximaron a la parte en que se encontraba la antena, el pecoso respiró profundamente y se lanzó al agua. Pete y Randy se estremecieron de nerviosismo mientras veían al pequeño desaparecer bajo las aguas. ¿Encontraría el cono desaparecido? Y si lo hacía, ¿cómo iba a poder levantarlo del fondo?
Los segundos que transcurrieron les parecieron minutos a los muchachitos que esperaban en la motora. Por fin, vieron la cabeza de Ricky saltando como un tapón fuera del agua. El pequeño se quitó los lentes y arrugó las cejas, malhumorado.
—No es más que una antena de televisión hundida en la arena —informó, antes de trepar a la motora.
Pete y Randy dieron un suspiro de desencanto.
—La habrá arrastrado el viento desde alguna casa campestre.
En su nerviosismo, ninguno de los tres niños se había fijado en las oscuras nubes que iban agolpándose en el oeste. El viento empezó a soplar con más fuerza y las nubes ocultaron el sol, mientras la embarcación de los chicos se encaminaba a Cabo Cañaveral.
—Parece que va a haber tormenta —advirtió de pronto Randy—. Y por aquí las tormentas son muy fuertes. Anda, Pete, pon en marcha el motor para volver a casa.
Pete quiso poner el motor en marcha, pero nada se movió. Probó varias veces y siguió sin conseguir nada. Entre tanto, iba aumentando el viento que levantaba altas crestas en la superficie del río Banana, empujando la embarcación hacia Cabo Cañaveral.
—No está permitido acercarse demasiado a esa orilla —advirtió Randy—. Sólo los empleados, los hombres de los proyectiles, pueden entrar en Cabo Cañaveral.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Pete, mientras la embarcación seguía encaminándose, cada vez más de prisa, a la playa.
Randy propuso que probasen a remar. En el fondo de la barca había dos remos que Randy y Pete encajaron en los escálamos, para empuñar uno cada uno. Pero ni remando con todas sus fuerzas pudieron los muchachos superar la fuerza del viento y las olas.
Pete se puso en pie y a través de las brumas pudo ver la Base que se elevaba a muy poca distancia de ellos.
—¡Hay un gran cohete en la torre más cercana a nosotros! —exclamó.
Todos se volvieron a contemplar el blanco proyectil y el penacho de humo blanco que se elevaba desde lo alto de la torre.
—Mirad el LOX —advirtió Randy—. Están preparando el proyectil para lanzarlo al espacio.
—¿Qué es eso de LOX? —indagó Ricky.
Randy les informó de que LOX era la abreviatura que daban en la base al oxígeno líquido. Parte de ese oxígeno se evaporaba durante la operación de introducirlo en el proyectil.
Mientras la barca se aproximaba a la arena, los dos pequeños empezaron a sentirse muy alarmados; por el contrario, Pete procuraba parecer sereno.
Pero la batalla estaba perdida. ¡No había manera de alejarse de aquella orilla! Cinco minutos más tarde, la quilla de la embarcación rozaba la arena.
—¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¡Estamos en Cabo Cañaveral! ¡En terreno vedado!