UNA TRAVESURA

Sharon abrazó a su padre, diciendo:

—¡Gracias, papaíto! Son tan divertidas las cenas en la playa…

—Mamá ya está enterada —dijo tío Walt a su hija.

Sharon explicó a sus primos que en aquellas fiestas en la playa de Cabo Cañaveral se reunían cientos de personas. En cuanto se corría la voz de que iba a lanzarse un nuevo proyectil, las familias de los empleados de la base se reunían a orillas del mar para contemplar el resplandeciente espectáculo que surgía en el cielo.

—¿Será lanzado otro «Thuzzy» esta noche? —preguntó Pete, nerviosísimo.

—Puede ser.

Cuando los ocupantes del «Insecto» llegaron a casa, el resto de la familia se encontraba ocupada, preparando una cena fría. La mesa de la cocina estaba cargada de hamburguesas, panecillos, aperitivos y frutas que tía Carol iba colocando en una cesta de merienda. Holly ayudaba a su madre a poner las botellas de refresco en una nevera portátil, mientras Ricky doblaba una gran toalla de playa que llevó a la furgoneta.

—Hemos pasado un día muy emocionante —dijo Pam, acercándose con paso cansado.

—Verdaderamente, la cabaña del señor Ferguson parece muy misteriosa —declaró tía Carol, mientras metía en la cesta un tarro de pepinillos y otros aperitivos en vinagre—. ¿Cómo podríamos averiguar si «Lady Rhesus» está dentro?

—¿Por qué no probáis el sistema de la aproximación directa? —propuso tío Walt.

—¿A qué te refieres, Walter? —preguntó su esposa.

—Podéis ir, llamar a la puerta y preguntar al hombre si ha encontrado la mona. Tal vez sea totalmente inocente.

—Un mayor sí puede ir a preguntar, pero los niños no —dijo Randy—. Al señor Ferguson no le gustan los niños.

—¿Y si vas tú a llamar a la puerta, papá? —insinuó Sharon.

—Lo siento, niños, pero yo no os acompañaré a la cena en la playa —dijo tío Walt, conteniendo la risa.

—¡Entonces es que vais a lanzar un proyectil! —advirtió Randy.

Su padre no replicó, pero la madre dijo:

—Vuestro padre se muestra siempre muy misterioso respecto a los proyectiles, ya lo sabéis.

—Son mis bebés y tengo que cuidar de ellos —repuso el empleado de la base.

Luego se despidió de todos, les deseó que se divirtieran y marchó en el «Insecto» a Cabo Cañaveral.

Ricky se sintió desilusionado al ver marchar a su tío, pero comprendió que el trabajo en la base era más importante que una cena en la playa. El pecoso se volvió a su madre, diciendo:

—Entonces, ¿quién llamará a la puerta de Alec Ferguson?

—Me ofrezco como voluntaria —repuso la señora Hollister.

—¡Oooh! ¡Mami no tiene miedo! —se asombró Sue—. Si la monita está dentro, mamá la encontrará.

Muy pronto estuvieron todos preparados. Después que los chicos hubieron llevado la cesta y demás utensilios a la parte trasera de la furgoneta, Sharon llamó:

—¡«Proye», «Proye»…! ¡Nos vamos a la playa!

Un morrito oscuro apareció entre unas flores y la graciosa perrita longaniza corrió en dirección a su dueña.

—No debes quedarte sola en casa cuando va a ser lanzado un proyectil. Además, tú nos avisarás antes de que nosotros oigamos la explosión.

Había mucho movimiento por la playa y una larguísima hilera de coches avanzaba por la carretera que bordeaba el Atlántico.

Al aproximarse a la playa, Pam miró hacia Cabo Cañaveral. Los últimos rayos del sol arrancaban reflejos en las altas torres metálicas que, en la distancia, parecía altas torres petroleras.

—Son las grúas —informó Randy—. El cohete tiene varias plataformas.

—¡Pero qué «flacas» son! —declaró con asombro Holly.

—Te lo parece porque están a muchas millas de aquí —explicó tía Carol—. En realidad son muy altas y poderosas.

La tía siguió explicando a los Hollister que los proyectiles se situaban a más de treinta metros del suelo en el momento del lanzamiento.

—¡Canastos! —exclamó Ricky—. ¡Cómo me gustará verlos de cerca alguna vez!

Tía Carol repuso que lo sentía de verdad, pero que no se permitía a los niños entrar en los terrenos de lanzamiento, más que en casos muy especiales. Uno de estos casos ocurrió cuando se permitió la entrada a la familia de la reina holandesa para que vieran un proyectil muy de cerca.

—También se permite la entrada a los hijos del Presidente de los Estados Unidos.

Cuando los Hollister y sus primos llegaron a la playa, había muchos coches que penetraban incluso en la arena. Sharon orientó a su madre para que llevase a aparcar la furgoneta cerca de la cabaña de Alec Ferguson. Tía Carol detuvo el vehículo de manera que quedase de frente al agua e inmediatamente todos bajaron al suelo.

—Aquí hay un buen sitio para encender una hoguera —anunció Pete, señalando una hondonada en la arena.

Ricky y Randy marcharon en busca de ramitas y madera seca y pronto volvieron con los brazos llenos. Entre tanto, Pete y Pam extendieron la gran toalla y Pete sacó la comida y bebida de detrás del vehículo.

«Proye» parecía tan nerviosa como los niños. Meneaba el rabo y corría en círculo, levantando con las patas rociadas de arena.

La alegría y la emoción reinaban en toda la playa, donde otras familias estaban preparando su cena.

—Esta noche el lanzamiento será muy importante. Seguramente enviarán otro «Thuzzy» al espacio —reflexionó Sharon.

A medida que las sombras de la noche iban envolviendo la playa, brillaban nuevas hogueras que daban a la extensión arenosa un alegre y festivo aspecto.

—Tal vez debamos visitar a Alec Ferguson antes de que sea más tarde —decidió la señora Hollister.

—Buena idea —concordó su hermana—. Randy, tú y Ricky podéis cuidar la hoguera, mientras los demás vamos a hablar con ese pescador.

—Sí, mamá.

Las dos señoras, seguidas de sus hijos, avanzaron entre dunas, camino de la cabaña. Sin dudar, la señora Hollister llamó a la puerta, que se abrió al cabo de un momento, con un crujido. Pete vio asomar la cara del pescador de cangrejos que preguntó, malhumorado:

—¿Qué quiere?

—Soy la señora Hollister. Una amiga nuestra ha perdido una monita y, como vimos huellas del animal en la arena, hemos pensado que tal vez se habría refugiado en su casa.

Aún no había tenido Ferguson tiempo de responder cuando otra voz preguntó, desde dentro:

—¿Qué es lo que quiere esa gente?

El pescador cerró la puerta un momento y cuando volvió a abrir fue únicamente para anunciar entre gruñidos:

—Aquí no tenemos ninguna mona.

Y sin más explicaciones, cerró de un portazo.

—¡Qué hombre tan mal educado! —se quejó Pam, mientras regresaban al lugar en que tenían dispuesta la cena.

—Al menos sabemos que no tiene a «Lady Rhesus». Pero podía haber contestado con mejores modos —comentó la señora Hollister.

Mientras caminaban juntos, Pete dijo a Pam:

—Yo creo que el señor Ferguson no ha dicho la verdad… ¡Mira! ¡Ahí llega el señor Jeep!

El amable ex policía conducía lentamente entre la aglomeración de familias reunidas en la playa. Al ver a los Hollister y a los Davis se detuvo y les saludó alegremente con la mano.

—¡Hola, señor Jeep! ¡Nos gustaría presentarle a mamá y a nuestra tía Carol! —dijo Pete.

—¿Cómo están ustedes? —preguntó el hombre a las dos señoras. Y con un guiño a los niños, añadió—: ¿Cómo siguen los jóvenes detectives?

—Hechos un lío —confesó Pete—. A lo mejor usted puede ayudarnos.

—Si puedo, lo haré con gusto.

—¿Alec Ferguson vive solo?

—Que yo sepa, sí.

—Pues hay alguien con él en la cabaña.

—Puede ser algún amigo —repuso el señor Jeep, encogiéndose de hombros—. Bueno, tengo que irme. Esta noche voy a tener mucho trabajo. Que se diviertan y encuentren a la mona.

Cuando los otros regresaron, Ricky y Randy tenían una llameante hoguera y «Proye» estaba olfateando las bolsas de las hamburguesas.

—Tienes que esperar, «Proye» —dijo Sharon—. Cenaremos más tarde.

La perrita ladró sonoramente antes de alejarse corriendo.

—¿No se perderá? —preguntó Pam, preocupada.

—No —contestó Sharon, riendo—. A «Proye» le gusta corretear por la playa. Ya verás como vuelve.

Tía Carol dio a cada niño parrillas individuales, con largos mangos de alambre. Luego la señora Hollister colocó la conveniente ración de hamburguesas en cada parrilla y los niños las acercaron a las brasas. Pronto el aire se llenó del apetitoso aroma que despedían las parrillas. El rumor de las olas y el chisporroteo de las hogueras se unía a la alegría de aquella cena en la playa.

—¡Esto es divertidísimo! —afirmó Pam, mientras colocaba las hamburguesas entre las dos mitades de un panecillo.

—¿Qué quieres, Ricky? —preguntó tía Carol—. ¿Salsa de tomate, vinagreta o mostaza?

—De todo, gracias —repuso el pecoso, sirviéndose una buena cantidad de cada cosa.

Sharon, entre tanto, fue sirviendo refresco en los largos vasos de cartulina que iba entregando a cada uno de los reunidos. Mientras cenaban se hizo totalmente de noche. Las hogueras resultaban más brillantes sobre la arena cubierta por las sombras.

—Ahora, una sorpresa —anunció tía Carol—. ¡Para postre, pastel y helado!

Abrió una bolsa de papel encerado que contenía una gran cantidad de mantecado y fue sirviendo porciones en platitos de cartulina. Estaba la familia acabando el postre cuando «Proye» llegó junto a la hoguera. En la boca llevaba un paquete pequeño.

—Pero ¿qué es eso? —preguntó tía Carol.

—¡Es un paquete de salchichas! —anunció Pam.

—¡«Proye», has sido muy traviesa! —reprendió Sharon—. ¿De dónde las has sacado?

La perrita dio media vuelta, sacudiendo la cabeza.

—¡Suelta ese paquete! —ordenó severamente Randy, corriendo hacia el animal.

Pero, en lugar de obedecer, «Proye» empezó a correr en círculo. Al fin, Sharon dio a la perra un trocito de hamburguesa y «Proye» soltó el paquete de salchichas para saborear el regalo de su ama.

Randy tomó el paquete y vio que, por suerte, los dientes de la perra no habían roto el envoltorio. Con un suspiró, la señora Hollister comentó:

—Si no encontramos a los dueños de estas salchichas, habrá alguna familia que se quede sin parte de la cena.

—Yo procuraré encontrar a esas personas —se ofreció Pam, levantándose.

—Yo la acompañaré —dijo Pete.

Los dos hermanos echaron a andar por la playa, en la dirección por donde había llegado «Proye». Se detenían ante cada grupo de comensales para preguntar si habían perdido el paquete de salchichas. Todos fueron contestando negativamente.

Por fin llegaron ante un grupo de tres personas que rodeaban una moribunda hoguera. Al aproximarse, Pam ahogó una exclamación de asombro.

—¡Mira, Pete, ahí está Marsh Holt!

—Entonces ésos deben de ser sus padres —opinó Pete.

Cuando estuvieron junto a la hoguera, Pete dijo:

—Hola, Marsh. El perro de los Davis ha cogido a alguien estas salchichas. ¿Son vuestras?

—Sí, sí —replicó el chico, tomando el paquete—. Muchas gracias.

Un poco aturdido, Marsh presentó a Pete y Pam a sus padres, un matrimonio muy amable.

—Me alegra conoceros —dijo la señora Holt que, después de una pausa, añadió—: Me gustaría que os hicieseis buenos amigos de Marsh.

—Creo que no empezamos bien, ¿verdad Marsh? —repuso Pete, con una afable sonrisa.

—Siento mucho haberos hecho tantas jugarretas —repuso Marsh.

Luego, el chico tomó las salchichas, las ensartó en un largo espetón de metal y las colocó a poca distancia de las brasas.

—Marshall nos ha contado que todos vosotros sois una familia de detectives —dijo, sonriendo, la madre de Marsh.

Pete y Pam contestaron que les gustaba resolver misterios, y Pam añadió:

—Es muy divertido ayudar a los demás.

—Me gustaría ayudaros a solucionar misterios —dijo Marsh—. ¿Podré hacerlo?

—Desde luego —repuso Pete—. Ahora nos vamos. Ya volveremos más tarde.

Los dos hermanos se alejaron corriendo.

—¿Verdad que Marsh está cambiando? —comentó Pam.

—Sí. Después de todo, no es mal chico. Puede que acabe siendo un buen amigo.

—Pete, no puedo dejar de pensar en «Lady Rhesus» —dijo Pam, preocupada—. Si está en la cabaña del señor Ferguson, estará a salvo. Pero ¿y si se le ha ocurrido irse a la base y esconderse cerca del lugar de lanzamiento? Puede estar en un gran peligro.

—¡Zambomba! ¡Dios quiera que te equivoques!

Al volver con el resto de la familia, Pam dijo:

—¿A que no sabéis quiénes eran los dueños de las salchichas?

Luego contó a todos lo amables que se habían mostrado Marsh y sus padres.

De repente, «Proye», que había estado descansando en brazos de Sharon, empezó a aullar y a estremecerse.

—¡Proyectil! ¡Proyectil! —gritaron los niños a coro.

Al momento toda la gente de la playa imitó los gritos de los niños y a la altura de Cabo Cañaveral el cielo se iluminó.

—¡Allí va «Thuzzy»! —exclamó Randy, dando saltos de entusiasmo.

—¡Es igual que un millón de fiestas del catorce de julio! —declaró Ricky.

El cohete se elevó en la noche, en medio de un gran penacho de humo y de llamaradas color naranja.

Todos los que se encontraba en la playa se pusieron en pie aplaudiendo, mientras el cohete ascendía arriba, arriba. Pero Pam seguía pensando en «Lady Rhesus». Incluso después de haber desaparecido el proyectil, la niña se volvió para mirar, esperanzada, hacia la cabaña del pescador. Se veía luz por las ventanas. ¿Estaría la pobre «Lady Rhesus» encerrada en la casucha de Alec Ferguson?

La noche seguía llena de gritos y palmoteos de los que observaban el lanzamiento del proyectil, cuando Pam quedó asombrada al ver salir una ranura de luz por la puerta de la cabaña, que acababa de abrirse tan sólo unos centímetros. Luego, algo pequeño y oscuro salió, y la puerta volvió a cerrarse.

El corazón de Pam latía con fuerza.

«No puede ser», pensó la niña, pareciéndole imposible tanta suerte. «¡Sí, sí, es “Lady Rhesus”!».

Tras separarse de su familia, sin que nadie lo advirtiera, mientras el proyectil desaparecía en el cielo oscuro como un terciopelo negro, la niña llamó:

—¡«Lady»! ¡«Lady»! ¡Ven con Pam!

Por fin, a menos de diez pasos de ella, la diminuta figura de la mona surgió de las sombras y se acercó, lentamente, a Pam.

—¡Eres tú, «Lady»! —exclamó Pam, inclinándose lentamente para no asustar al animalito—. ¡Ven, ven conmigo!

«Lady Rhesus» se mostró indecisa y dio un paso atrás. ¿Podría Pam alcanzarla?