—¡Espera a que yo te ayude a bajar! —dijo Pete.
—Yo te ayudaré —se ofreció Sharon a su primo.
Los dos primos subieron a la rama más baja del roble.
—Desde aquí ya veo a Holly —anunció Pete a los que esperaban abajo.
Pronto estuvo en la rama inmediata a la de Holly. Era fácil comprender lo que había ocurrido. Una enorme enredadera había caído sobre la cabeza de la niña, quien, en su deseo de desprenderse de aquello a toda prisa, lo había sacudido con ambos brazos, los cuales le quedaron trabados por el largo tallo. Pete indicó a Sharon cómo debía trepar a un lado de Holly, mientras él iba a situarse al otro costado.
—Tú quita la enredadera, mientras yo sujeto a Holly —siguió diciendo Pete a Sharon.
—Muchas gracias —dijo Holly, no sabiendo si decidirse por llorar o reír.
En seguida bajó del árbol, seguida por sus salvadores. Ya en el suelo, la niña dejó escapar un suspiro de alivio.
—¡Ay, cuando vuelva a ver a ese «Marshalmeja»! —exclamó, apretando los labios.
—Yo creo que debéis manteneros apartados de él —aconsejó tía Carol que en seguida propuso—: Entrad en casa. Seguramente un vaso de refresco os sentará bien.
Poco después de que los niños acabasen la bebida llegó tío Walt en el «Insecto». Sharon le contó en seguida todas las aventuras de aquel día y luego preguntó:
—¿Tienes alguna buena noticia de «Thuzzy»?
El tío Walt movió negativamente la cabeza. Todavía no se tenía el menor indicio de las causas de la explosión.
—Se ha intensificado la búsqueda de los restos —añadió—. Casi no hay una persona en el Condado de Brevard que no ande buscando residuos del proyectil.
—Pues nosotros tampoco nos hemos dado por vencidos —declaró resueltamente Pete.
—¡Tengo una idea! —exclamó Randy—. Mañana podemos salir a hacer una doble caza. Buscaremos pistas de la mona y del proyectil y nos servirá de juego.
El morenito Randy opinó que Pete, Ricky y Holly podían volver a buscar en la playa, con sus equipos de buceadores, mientras Sharon, Pam, Sue y él seguían buscando a «Lady Rhesus».
—Nosotros ganaremos —aseguró Sue.
—¡Nada de eso! Ganaremos nosotros —repuso Ricky, sonriendo.
Después de la cena sonó el teléfono. Era el señor Jeep que llamaba a Pete.
—Buenas noches —saludó el chico—. ¿Hay noticias de la mona?
—Muy buenas noticias —fue la respuesta.
Ya continuación el señor Jeep informó de que en la playa de Cocoa había sido vista una mona, cerca del lugar en donde él había encontrado a los muchachos.
—No puedo saber con seguridad si será o no la mona de la señorita Mott, pero puede que convenga buscar en la playa por esa zona.
Pete dio las gracias al señor Jeep y colgó.
—Va a ser divertidísimo, Randy —dijo, muy nervioso—. Todos iremos mañana a la playa y haremos la doble búsqueda allí. La mitad de nosotros para buscar los restos del proyectil, y la otra mitad a la mona.
Provistos de tres equipos de buceador, a la mañana siguiente, los niños subieron a la furgoneta y tía Carol les llevó a la playa de Cocoa, prometiendo ir a buscarles más tarde.
—Ricky, Holly, yo quisiera seguir buscando en el agua —dijo Pete—, mientras los otros buscan a «Lady Rhesus».
—Y a la mona, ¿cómo la hallaremos? —preguntó Randy.
—Buscando huellas de pies —repuso Pam.
Los hermanos Hollister habían jugado a los «detectives» ya muchas veces. Buscar huellas de pisadas era una de las primeras cosas que un buen detective hacía cuando intentaba localizar a un animal o una persona.
—Tengo otra idea —dijo Randy.
—¿Qué idea? —preguntó Pete.
Los ojos traviesos de Randy brillaron mientras el niño contestaba:
—Os lo diré luego, cuando vuelva.
—¿Adónde vas? —preguntó su hermana.
Randy señaló un gran motel y restaurante situado a varios centenares de metros de donde ellos se encontraban.
—Esperad aquí y veréis —repuso el pequeño, echando a correr para desaparecer detrás de una duna.
Mientras tanto, los jóvenes buceadores se pusieron su equipo y avanzaron hasta la orilla del agua. Muy poco después, Pete, Ricky y Holly respiraban a través de los tubos de goma, mientras buscaban con interés en el fondo arenoso.
Pam, Sharon y Sue aguardaron el regreso de Randy. Cinco minutos después vieron aparecer sobre la duna la cabecita del niño que corría hacia ellas, con una bolsa de papel oscuro en la mano.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó Sharon a su hermano, que llegaba sin aliento.
Cuando su primo abrió la bolsa, Sue exclamó:
—¡Plátanos! ¿Vamos a comérnoslos?
—¡Nada de eso! —replicó gravemente Randy—. ¿Cómo va a encontrar un detective a un mono si no lleva plátanos con que atraerle?
—Muy buena idea, Randy —aplaudió Sharon—. Vamos. Hay que empezar a buscar huellas de pies de mono.
Los cuatro anduvieron lentamente hasta que Sue gritó:
—¡Mirad! ¡Mirad!
Una larga hilera de huellas diminutas les llevó hasta un grupo de fúlicas que avanzaban entre la espuma dejada por las olas.
—¡Tonta! Eso no son monos —dijo Randy.
Sue rió, divertida, y se volvió a contemplar a tres pelícanos de aspecto tristón que se posaban en las crestas de las olas.
—¿Están haciendo un juego? —preguntó la pequeñita.
—No. Buscan peces —respondió Sharon.
En aquel momento uno de los pelícanos desapareció entre las olas, para quedar a la vista un momento más tarde, con un pececillo plateado retorciéndose en su pico. Al instante el pez fue a parar al gaznate del pelícano.
—¡Pobre pececín! —se compadeció Sue, mientras proseguían la búsqueda de la mona.
Los niños caminaron de un lado a otro de la amplia extensión arenosa, con la vista fija en el suelo.
—No creo que a ningún mono le guste estar cerca de la orilla —opinó Sharon—. Vamos a mirar allí, por aquella cabaña que hay entre los árboles.
—Hay que ir con cuidado —dijo Randy—. Allí es donde vive Alec Ferguson. A ese hombre no le gustan los niños.
—No nos acercaremos a la casa —repuso Pam—. Sólo miraremos entre esas palmeras.
—Supongo que así quedaremos bastante lejos —murmuró Randy, preocupado—. Ni quiero que ese pescador de cangrejos nos pesque a nosotros.
Los niños se aproximaron para mirar hacia las ramas más altas de las palmeras.
—¡Escuchad! ¿Qué es eso? —preguntó Pam.
—Es sólo el viento que sopla entre las hojas —repuso Sharon.
Y Randy añadió:
—Si «Lady Rhesus» estuviera allí, bajaría a buscar los plátanos, ¿no os parece?
El niño levantó a la altura de su cabeza la bolsa de los plátanos, bien abierta, mientras decía:
—¡«Lady Rhesus», ven que aquí tienes comida!
Pero la mona no dio muestras de vida y Randy suspiró.
—Vámonos —dijo, malhumorado.
Al volverse rápidamente, el chico tropezó con un madero que había estado oculto por la arena.
—¡Ayyy!
Randy fue a parar al suelo y cayó sobre la bolsa de plátanos.
¡PLASSS!
Randy se puso en pie y, con aire tristón, abrió la bolsa de papel. Los plátanos se habían despanchurrado y formaban una masa de aspecto lamentable.
—Ya no me parece una comida muy apetitosa para «Lady» —declaró su hermana.
—Tienes razón. ¿Y qué haremos ahora con esto?
Pam propuso enterrar la bolsa en la arena, para no ensuciar la playa.
Randy se inclinó y empezó a cavar un hoyo. De repente se detuvo, señalando algo.
—¡Mirad! ¡Mirad!
A muy poca distancia de él se veían dos huellas de pies muy pequeños.
—¡Oooh! ¡Qué descubrimiento has hecho, Randy! —exclamó Pam.
Todos se echaron al suelo, apoyándose en manos y rodillas, para examinar las minúsculas pisadas. El viento las había cubierto de arena, hasta casi hacerlas desaparecer.
—¡Estamos sobre la pista! —declaró Sharon, con aires de detective—. Hay que buscar más pisadas.
Todavía a cuatro pies, Sharon, Pam y Sue continuaron buscando, mientras Randy enterraba los plátanos. En cuanto acabó, fue a unirse a las niñas.
Sharon hizo, entonces, otro descubrimiento. Un nuevo par de pisadas. Pam estudió la distancia que separaba los dos pares de pisadas.
—La mona iba corriendo —calculó la niña—, y se dirigía a la cabaña.
Llena de admiración hacia su prima, Sharon declaró:
—Eres muy buena detective, Pam. Vamos a ver hasta dónde llegan las pisadas.
—Estamos demasiado cerca de la cabaña —advirtió, inquieto, Randy, mirando hacia la puerta de la vieja cabaña.
Pero el malhumorado pescador no se veía por parte alguna.
—No puedo encontrar más pisadas —declaró Sharon.
—Ni yo —añadió Pam, muy extrañada.
—¿Adónde se habrá ido «Lady»? —preguntó Sue.
Sharon declaró:
—La mona no puede haber desaparecido.
Antes de que los niños tuvieran tiempo de hacer más reflexiones, oyeron retumbar en el interior de la cabaña una extraña voz.
—¡Huy, huy! —exclamó Sue—. ¡Vámonos corriendo!
La niñita emprendió la carrera y los otros se vieron forzados a seguirla. Sue corría hacia la playa y no se detuvo hasta hallarse a mucha distancia de la casucha.
—¡Qué lástima! ¡Con lo que me habría gustado seguir esa pista!… —se quejó Pam—. ¡Era una pista tan buena!…
—¿Por qué no se lo decimos a Pete? —propuso Sharon—. A lo mejor, si vamos todos…
—Por allí viene Pete —anunció Randy, mirando a la orilla del agua.
Cuando Pete, seguido de Ricky y Holly, estuvo más cerca, Pam pudo oírle cómo decía a gritos:
—¡Mirad! ¡Mirad lo que he encontrado!
—¿Qué es?
—Un tesoro —aseguró Holly.
Pete llevaba en la mano una pieza de metal plateado.
—¡Yo creo que es una pieza del proyectil que se quemó! —declaró el chico, sin poder contener su entusiasmo.