EN BUSCA DE UNA MONA

La desaparición de «Lady Rhesus» impresionó mucho a todos.

—¡Pobrecita mona! —se compadeció Pam—. ¿Cree usted que la habrán robado?

—Estaba jugando en casa —explicó la señorita Mott—. La persiana estaba un poco subida y «Lady» puede haberse marchado por ahí.

—¿No se habrá escondido por el jardín? —apuntó Pete—. ¿Hay árboles en su jardín, señorita Mott?

—Hay cerca un naranjal.

—A lo mejor «Lady Rhesus» se ha subido a un árbol —dijo Sharon, esperanzada.

—¡Mamita! —exclamó Sue con expresión de susto—. ¿No se habrán llevado otra vez a la pobrecita «Lady Rhesus» en un «cuhete»?

—No lo creo —contestó su madre, queriendo tranquilizarla.

Pero no consiguió gran cosa, pues la chiquitina siguió murmurando:

—¡Pobrecita «Lady Rhesus», tan preciosa! ¡No quiero que te hayan llevado a la luna!

Todos los niños se ofrecieron para ayudar a la señorita Mott, al día siguiente, en la búsqueda de la mona. La dueña del animal les dio las gracias y se despidió, diciendo que debía volver a casa antes de que se hiciera más de noche.

Cuando ya se había marchado, Pete dijo:

—Creo que lo mejor será telefonear al señor Jeep. Él conoce a mucha gente que puede ayudar a encontrar la pista de «Lady Rhesus».

Marcó el número y, por suerte, encontró al ex policía en su casa.

—Con mucho gusto os ayudaré a buscar a la mona —dijo el hombre—. Mañana, mientras pasee por la playa, iré preguntando por ella a todo el mundo.

Al día siguiente, después del desayuno, tía Carol llevó a su hermana y a los niños a ver a la señorita Mott, que tenía una casa de campo al otro lado de la ciudad. «Proye», que con frecuencia acompañaba a los niños Davis, salió de la furgoneta en su compañía.

La señorita Mott saludó a los visitantes y les hizo pasar a una coquetona salita.

—¿Tiene usted noticias de la mona? —preguntó, en seguida, Pam.

—Por desgracia, no. Y no podéis imaginar lo triste que me siento. Sólo consigo distraerme con la pintura —dijo la artista.

En un rincón de la sala había varios caballetes con lienzos en los que había escenas marinas a medio acabar.

—Son muy bonitos —observó Sharon.

—Me gusta pintar el agua —respondió la señorita Mott—. Su colorido es hermoso y cambia continuamente.

Después de mirar también las pinturas, los chicos salieron al verde prado que se extendía a orillas del río Banana.

—Este río pasa por Cabo Cañaveral —informó Randy, señalando al norte—. Estamos muy cerca de donde se disparan los proyectiles.

—¡Eh! ¿Dónde está «Proye»? —preguntó Ricky, mirando a su alrededor—. A lo mejor ella nos dice si va a lanzarse pronto otro proyectil.

El perrito longaniza no estaba a la vista, pero en cuanto Randy le llamó con un silbido, el animal llegó inmediatamente desde una esquina de la casa.

—¿Qué te parece, «Proye»? —preguntó Randy—. ¿Habrá hoy lanzamiento?

«Proye» miró hacia el Cabo Cañaveral y movió la cola.

—Eso quiere decir que no —explicó Randy—. Lo siento.

—Bueno. Pues busquemos a «Lady Rhesus» —dijo Pete.

Volvieron a la casa para pedir a la señorita Mott que les indicara dónde estaba el naranjal. La señorita había pedido permiso a los dueños del naranjal para que los niños entrasen a buscar a la mona.

—¡Qué suerte! —exclamó Holly—. ¿Podremos comer naranjas, señorita Mott?

—Sólo las que encontréis caídas en el suelo —contestó, sonriendo, la artista.

Las mujeres se quedaron en casa, mientras los niños, acompañados por «Proye», buscaban a la monita.

Todos corrieron entre los árboles, que formaban hileras perfectas. Todos estaban cargados de fruta y algunas ramas se encontraban muy dobladas, a causa del peso de las naranjas.

—«Lady Rhesus», ¿dónde estás? —llamó Sharon, mirando entre las ramas cargadas de hojas, de los naranjos.

—¡Vuelve, por favor! —rogó Holly, a gritos.

Los niños buscaron mucho rato entre los árboles, pero no encontraron el menor rastro del animalito. Sue se detuvo bajo un árbol donde encontró una naranja madura que peló y se comió glotonamente.

—¡Humm! Es «eliciosa» —declaró la pequeña al acabar, apresurándose a coger otra fruta.

—No comas demasiadas —le advirtió Pam.

—Pero si están llenas de vitaminas, tonta. Mami lo ha dicho —declaró Sue.

Buscaron durante más de una hora hasta quedar cansados.

—Ya hemos recorrido todo el naranjal y «Lady Rhesus» no está por ninguna parte —dijo Pete.

De regreso a casa de la señorita Mott, Sue iba extrañamente silenciosa. Marchaba detrás de Pam con la cabeza inclinada y una expresión tristona.

—No hemos tenido suerte —explicó Pete—. «Lady Rhesus» no aparece por ninguna parte.

—Pero seguiremos buscando —declaró Holly—. Y encontraremos a «Lady». No se preocupe, señorita Mott.

—Gracias por vuestro interés. ¡Ojalá la hallemos pronto! —dijo la señorita Mott.

Luego, al darse cuenta de que la pequeña Sue permanecía a un lado, quieta y triste, le preguntó:

—¿Qué te ha pasado, querida?

Sue intentó sonreír, pero sólo consiguió torcer la boquita.

—¿No te encuentras bien? —preguntó tía Carol.

La niñita movió negativamente la cabeza, sacudiendo los negros rizos, mientras declaraba:

—Estoy buenísima. Pero he quedado llena de vitaminas.

Holly puso en claro las cosas, diciendo:

—Lo que pasa es que ha comido muchas naranjas.

—¡Cielo santo! ¿Cuántas han sido? —preguntó la madre.

Antes de que Sue pudiera hablar, Holly anunció:

—Yo llevo la cuenta, mamá. Han sido seis.

—No me extraña que tengas aspecto de enferma, hijita —dijo la señora Hollister, asiendo a la pequeña por una mano—. Entra y túmbate un poco, hasta que te sientas mejor.

—Llévela a mi habitación —ofreció en seguida la señorita Mott, entrando en la casa con la señora Hollister.

Al cabo de un rato la artista preguntó a los niños si tenían apetito. Cuando le dijeron que sí, ella anunció:

—Os tengo comida preparada, de modo que entrad todos.

Después de lavarse las manos, las tres señoras y todos los niños, menos Sue, se sentaron a la mesa donde ya habían sido colocados platos con bocadillos y vasos de leche.

—¡Zambomba! ¡Qué apetitoso parece todo, señorita Mott! —exclamó Pete.

Mientras comían, la artista les explicó cosas sobre los alrededores de Cabo Cañaveral.

—Éste es el condado de Brevard —dijo—. Tiene una historia muy interesante.

—¿Y por qué a Cocoa le dieron ese nombre? —preguntó Pam—. ¿Es que había cocoteros por aquí?

—No. No es eso —repuso la señorita Mott—. La historia de eso es algo muy cómico.

La dueña de la casa contó a los niños que las primeras casas de Cocoa se habían construido en 1881. Por entonces el lugar se llamaba Ciudad del río Indio.

—Ese nombre me gusta —declaró Ricky.

—Pero era demasiado largo para imprimirlo en los sellos de correos. Por lo tanto, los jefes de correos decidieron que la ciudad cambiase de nombre. Por entonces llegó aquí un cargamento de botes de cacao. Alguien, al ver en uno de los cajones la palabra Cocoa, el nombre inglés del cacao, propuso: «¿Por qué no llamamos “Cocoa” a la ciudad?». Y eso fue lo que hicieron.

Los Hollister rieron mucho y Pete preguntó:

—¿Y cómo se dio el nombre que lleva a Cabo Cañaveral?

Cañaveral, explicó la señorita Mott, era una palabra española con que se denominan los campos de caña de azúcar.

—Al cabo, le dio este nombre Méndez, el primer gobernador español de Florida.

—Entonces, debe de haber mucha caña de azúcar por aquí —dijo Pam.

—Hubo mucha caña de azúcar, querida. En el poblado de Ays los indios cultivaban la caña de azúcar. Ellos fueron los primeros habitantes del cabo.

En aquel momento sonó una vocecilla desde la puerta del dormitorio de la señorita Mott. Era Sue que anunciaba:

—Mamita, el dolor de las vitaminas ya se ha ido. ¿Puedo comerme un bocadillo?

Todos se echaron a reír y Sue se apresuró a ocupar un lugar en la mesa.

—Y hay algo que podréis contar a vuestros maestros cuando volváis a Shoreham —prosiguió la señorita Mott—. Ya se menciona el Cabo Cañaveral en mapas que datan del 1574. Y Ponce de León ya conoció esta tierra. La utilizaba como puerto de refugio en las épocas de tormenta.

Acababa Sue de beber la leche cuando llamaron a la puerta. La señorita Mott fue a abrir.

—¿Preguntas por los Hollister? —le oyeron contestar—. Sí. Están aquí. ¿Quieres entrar?

La puerta se abrió de par en par y por ella entró Marshall Holt.

—¡Marsh! —exclamó Randy, levantándose. Después de presentar al chico a su madre y su tía, el niño preguntó—: ¿Cómo has sabido que estábamos aquí?

—Encontré al señor Jeep en la playa —repuso Marsh—. Él me dijo que estabais buscando una mona, de modo que fui en seguida a veros a casa de los Davis.

Tía Carol sonrió, al decir:

—Y allí has visto la nota que dejé en la puerta para que mi marido supiera que estábamos en casa de la señorita Mott.

—Sí. Y si sus niños están buscando un mono, sé que no está aquí.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la señorita Mott—. ¿Es que tú sabes dónde está?

—Claro que lo sé.

—¿Dónde está? —preguntaron todos a coro.

—En el gran roble cubierto de enredaderas que está detrás de la casa de los Davis.

—¡Vamos ahora mismo a verlo! —exclamó Sharon, muy nerviosa.

Después de dar las gracias a Marsh por su descubrimiento, y a la señorita Mott por la apetitosa comida, los niños corrieron a la furgoneta y en compañía de tía Carol y la señora Hollister regresaron a casa.

—La telefonearemos si encontramos a «Lady», señorita Mott —prometió Pam.

Diez minutos más tarde todos los niños llegaban al pie del viejo árbol, y miraban las altas ramas, cubiertas de musgo.

—¡«Lady Rhesus», si estás ahí, baja en seguida! —ordenó Pam.

Pero no se oyó nada, ni se vio la menor huella del animalito.

—Yo treparé para buscarla —se ofreció Holly.

Tía Carol miró inmediatamente a su hermana, pero la señora Hollister sonrió, diciendo:

—No hay que preocuparse, Carol. Holly trepa a los árboles igual que un mono.

—Y como es pequeña puede meterse entre las ramas más espesas —añadió Pam, viendo que Pete y Ricky también se ofrecían a trepar.

Pete alzó en vilo a su hermanita para que ella alcanzase una de las ramas bajas y Holly principió a ascender. A los pocos instantes se encontraba en las ramas más altas.

—¿No ves a «Lady Rhesus»? —preguntó Sharon.

—Todavía no —contestó Holly, que un momento después gritaba—: ¡Esperad! ¡Ya veo algo! ¡Creo que es «Lady Rhesus»!

Todos los que estaban abajo levantaron hasta lo increíble las cabezas, deseosos de traspasar con la vista el espeso ramaje que ocultaba a la niña.

—La monita saltará sobre tu hombro si tú la llamas —dijo tía Carol.

Y en aquel momento la vocecita de Holly exclamó:

—¡Ooh! ¡Qué broma más tonta!

—¿Qué pasa? —quiso saber Ricky.

—¡Ese malote de «Marshalmeja»! —contestó Holly—. Ha dejado aquí un trozo de piel para reírse de nosotros.

Entonces cayó algo al suelo. Era un viejo y apolillado cuello, hecho de piel de ardilla.

—Seguramente la madre de Marsh lo tiró a la basura —reflexionó Pam con disgusto—. ¿Por qué se empeñará Marsh en meterse tanto con nosotros? No será por lo del remojón en el agua.

—¡Ya bajo! —anunció Holly.

Todos la oyeron descender lenta y cuidadosamente, de rama en rama. De repente, la niña exclamó:

—¡Ay! ¡Me he enredado!

—¿Qué ocurre, hijita? —preguntó la señora Hollister.

—¡Mamá, he quedado atrapada con esta enredadera de una rama y no puedo soltarme!