EL FINAL

Nada más salir Tahu del palacio, atracó la embarcación que llevaba a Benamón ben Bassar junto a la escalinata del jardín. El joven estaba agotado, pálido y con la ropa polvorienta. Tenía los nervios destrozados por todo lo que había visto: la agitación de la ciudad, la sublevación de la gente y la excitación de las almas. Había llegado a su casa con grandes dificultades, pero de vuelta había encontrado algo que le compensaba de las vicisitudes de la ida. Respiró profundamente cuando iba andando por la vereda del jardín del palacio blanco de Biya, estando el salón de verano a una distancia razonable. Su recorrido acabó delante del salón. Atravesó el umbral pensando que estaba vacío; no obstante, pronto descubrió su error. Vio a Rhadopis sentada relajadamente en un diván, debajo de su hermoso busto. Shiz estaba a sus pies extrañamente quieta. Vaciló un poco. Shiz sintió su llegada y Rhadopis se dio la vuelta. La esclava se inclinó ante él y se retiró. El joven se acercó a la mujer muy alegre. Cuando se fijó en su rostro de cerca, se le paró la respiración y se sintió triste y agobiado. No dudó de que las tristes noticias de fuera habían llegado a los oídos de su adorada y que las dolorosas noticias que destrozan a la gente se reflejaban en su hermoso rostro, cubriéndolo con ese espeso manto de melancolía. Se puso de rodillas delante de ella, luego se inclinó sobre el borde de su vestido y se lo besó con cariño. La miró con piedad, como diciendo: «Te rescataré con mi vida». Percibió la satisfacción del rostro de ella al verlo. El corazón de Benamón latió de felicidad y su rostro enrojeció.

—Has tardado mucho, Benamón —le dijo en voz baja.

—Me he tenido que abrir camino en medio de un mar de gente sublevada, pues Abu hoy habla y hace saltar chispas incendiarias que llenan el ambiente de fuego.

El joven se metió la mano en el bolsillo y sacó un pequeño frasco. Le cogió la mano y se lo puso en la palma. Ella sintió su frescura propagarse por todo su cuerpo, terminando en el corazón.

—Veo que soportáis más de lo que podéis —dijo el joven.

—Las tristezas se contagian —respondió ella.

—Debéis cuidaros. No debéis resignaros a la tristeza. Ojalá quisierais viajar a Ambús durante algún tiempo, hasta que se tranquilice este lugar.

Ella lo escuchaba con suma atención mirándolo con extrañeza, como si fuera el último mortal que viera en su vida. La idea de la muerte se apoderó de ella hasta tal punto que creía que era extraña a este mundo. Sus sentimientos se asfixiaron, pues no sintió ninguna piedad hacia el joven que estaba prosternado ante ella, sumido en el mundo de las esperanzas con los ojos cerrados ante el destino que lo estaba acechando. Pensó que ella le estaba dando vueltas a su proposición y la esperanza se apoderó de su corazón. Dijo con entusiasmo:

—Ambús, señora, es la tierra de la tranquilidad y de la belleza. Los ojos no ven allí más que un cielo límpido, pájaros trinando, patos nadando y un verdor dominante. Su atmósfera resplandeciente y feliz os quitará los sufrimientos que en vuestra delicada alma produjo la rebelde y triste Abu.

No obstante, Rhadopis se cansó pronto del discurso del joven y centró toda su atención en el extraño frasco. Experimentó un deseo al final. Sus ojos buscaron el lugar que había ocupado el palanquín hacía un rato. Su corazón le gritó que allí mismo debía poner fin a su vida. Decidió deshacerse de Benamón y le dijo:

—Lo que me propones es muy bonito, Benamón. Déjame pensarlo sola un momento.

El rostro del joven brilló de alegría y esperanza. Preguntó:

—¿Será larga mi espera?

—No será larga tu espera, Benamón.

El joven besó la mano de Rhadopis, se puso de pie y salió de la habitación. Shiz entró en seguida. Rhadopis iba a levantarse pero al ver a la esclava se apresuró a decirle, para deshacerse de ella:

—Tráeme una jarra de cerveza.

La esclava se marchó al palacio. Benamón se había dirigido a la alberca y se había sentado en un banco, a la orilla. Se sentía feliz y alegre. La esperanza le hacía asequible el llevar a su amada a Ambús, lejos de la desgracia que se cernía sobre Abu. Sería suya y él se sentirá a gusto con ella. Rogó a los dioses que acudieran junto a ella en su soledad y le inspiraran esta buena idea y feliz solución.

No pudo permanecer sentado mucho tiempo. Se levantó y empezó a caminar despacio alrededor de la alberca. Cuando terminó de dar vueltas, vio a Shiz con una jarra dirigiéndose deprisa hacia el salón. La siguió con la vista hasta que desapareció por la puerta. Quiso volver a sentarse, pero apenas lo hubo hecho, oyó un grito desgarrador procedente de la sala. Se puso de pie con el corazón casi saliéndosele del pecho y corrió hacia el lugar de donde procedía el grito. En medio de la sala vio a Rhadopis tirada en el suelo y a la esclava de rodillas junto a ella llamándola y tocándole las mejillas y las manos. Benamón se apresuró hacia ella con las piernas temblorosas y los ojos muy abiertos, como espantados. Se prosternó junto a Shiz y cogió la mano de Rhadopis entre las suyas. Sintió su frialdad. Estaba como dormida, pero con el rostro pálido y algo azulado. Sus labios descoloridos se habían entreabierto y los mechones de su negro pelo estaban esparcidos sobre su pecho y sus hombros. Algunas trenzas se deslizaron sobre la alfombra. El joven sintió que su garganta estaba seca y se le cortaba la respiración. Preguntó a la esclava con voz ronca:

—¿Qué le pasa, Shiz? ¿Por qué no responde?

—No sé, señor —dijo la mujer como gimiendo—. La encontré así al entrar en la sala. La llamé pero no me contestó, la zarandeé pero no reaccionó ni se despertó. ¡Ay, señor! ¿Qué os pasa? ¿Qué os ha cambiado al estado que veo?

Benamón no dijo palabra. Empezó a mirar largamente a la mujer que estaba tirada en el suelo, extrañamente inmóvil. Sus ojos giraban en tomo a ella cuando percibió el maldito frasco, destapado bajo el codo derecho. Emitió un violento estertor y lo recogió con dedos temblorosos. No encontró más que una huella en la parte inferior. Miró el frasco y el rostro de la mujer y comprendió la realidad. Por su delgado cuerpo se propagó un temblor que le desgarraba las entrañas. Emitió un doloroso gemido que atrajo la atención de la esclava y exclamó con voz asustada:

—¡Qué horror! ¡Qué desgracia!

La esclava lo miró y preguntó con ansia:

—¿Qué os espanta? ¡Hablad, que me estoy volviendo loca!

Pero él no le hizo caso. Dijo, dirigiéndose a Rhadopis, como si ella lo estuviera mirando y escuchando:

—¿Por qué os habéis suicidado? ¿Por qué os habéis suicidado, señora?

Shiz se puso a gritar y a golpearse el pecho.

—¿Qué decís? ¿Cómo sabéis que se ha suicidado?

Benamón arrojó con violencia el frasco que chocó contra la pared y se hizo añicos; luego preguntó con estupor:

—¿Por qué os habéis quitado la vida con ese veneno? ¿Acaso no me habíais prometido que pensaríais seriamente en acompañarme a Ambús, lejos de las tristezas del sur? ¿Es que me estabais engañando hasta que os quitarais la vida?

La esclava echó una mirada al frasco roto y preguntó con asombro:

—¿De dónde ha sacado mi señora este veneno?

Benamón movió los hombros, desesperado, y respondió:

—Se lo he traído yo.

—¿Cómo que se lo has traído tú, desgraciado? —Replicó Shiz con rabia.

—No sabía que lo quería para quitarse la vida. Me engañó como acaba de hacer ahora mismo.

Shiz se dio la vuelta, desesperada, y rompió a llorar. Se arrodilló a los pies de su señora besándolos y lavándolos con sus lágrimas. El joven se quedó estupefacto y estalló en llanto. Sus ojos se clavaron en el rostro de Rhadopis, inmóvil para siempre. Se asombraba de cómo una belleza incomparable como esta fuera mortal, de cómo se inmovilizaba la vitalidad exuberante y se recubría con esa majestuosidad pálida y marchita concebida por los elementos destructores. Deseaba verla, aunque fuera durante un breve momento, después de que recobrara un soplo de vida, sonriera, mostrando sus menudos dientes, en su majestuoso rostro floreciera la sonrisa de la felicidad y sus ojos emitieran una mirada de amor y encanto. Después él moriría, pues ese habría sido su último vínculo con la vida.

Le molestaban los llantos de Shiz y la recriminó:

—¡Basta ya!

Señaló hacia su corazón y dijo:

—Aquí hay una tristeza mayor que el llanto y las lágrimas.

En el alma de la esclava quedaba aún un latido de esperanza. Miró al joven a través de sus lágrimas y dijo:

—¿Hay alguna esperanza, señor? A lo mejor sólo se encuentra en estado de coma.

Pero él respondió con voz triste:

—No hay ni deseos ni esperanzas. Rhadopis ha muerto, el amor ha muerto, las esperanzas se han desvanecido. ¡Cuántas veces nos han engañado los sueños y las fantasías! Ahora todo ha terminado. La terrible muerte me ha despertado de mi sopor.

Se quebraron los últimos rayos de sol. Su superficie roja se sumergió en una especie de fuente turbia y la oscuridad empezó a invadir el universo con traje de luto. Shiz, a pesar de su tristeza, no se olvidó de su obligación para con el cadáver de su señora. Sabía que no podía otorgarle todo lo que se merecía en Biya, rodeada de enemigos que acechaban para vengarse de ella. Confesó sus temores al triste joven, cuya alma se abrasaba junto a ella, y le pidió que llevara el cadáver a Ambús y allí lo confiara a los momificadores y la enterraran en el cementerio de la familia Bassar. Benamón consintió tanto con la lengua como con el corazón. Shiz llamó a unas esclavas; estas llevaron un palanquín y colocaron en él el cadáver y a su prisionero. Los esclavos llevaron el palanquín hacia la embarcación verde que se deslizó hacia el Norte.

El joven se sentó a la cabecera del cadáver, junto a Shiz. En el camarote reinaba un profundo silencio aquella triste noche, mientras la embarcación se deslizaba por las ruidosas aguas hacia el Norte. Benamón vagaba muy lejos, en un mar de ensoñaciones. Su vida pasó ante sus ojos en imágenes sucesivas que le presentaban sus esperanzas y sus sueños, así como el dolor y el anhelo que lo atormentaban y todo lo que un día creyó que era la felicidad, la tranquilidad y la buena vida. Suspiró desde lo más profundo de su triste corazón y fijó la vista en el cadáver tendido, contra el cual fueron a estrellarse sus esperanzas y sus sueños, esparciéndose por todas partes, como sí fueran ensoñaciones diseminadas por el despertar.