LA DESPEDIDA

La barca se deslizó pausadamente en dirección a la isla de Biya con un palanquín llevando su preciada carga a bordo. El médico estaba a la cabecera del rey y Tahu y Sufajatib a los pies. Esta fue la primera vez que la tristeza reinaba sobre la embarcación, pues llevaba a su dueño yacente y rendido, con el rostro sombrío por la muerte. Ambos hombres guardaban silencio, mientras que sus tristes ojos no se apartaban del pálido rostro del rey, el cual, de vez en cuando, levantaba los pesados párpados y les echaba una mirada marchita; luego volvía a cerrarlos con letargo. La barca se fue acercando poco a poco a la isla hasta que atracó junto a la escalinata del jardín del palacio dorado.

Tahu susurró a Sufajatib al oído:

—Será mejor que uno de nosotros se adelante al palanquín para que la mujer no se sorprenda.

Pero Sufajatib en aquel momento no se percataba de sentimiento ajeno alguno, y le contestó someramente:

—Haced lo que mejor os parezca.

No obstante, Tahu no se movió, se quedó vacilante y comentó:

—¡Vaya una noticia que nadie sabe cómo comunicarla!

Sufajatib terció agudamente:

—¿Qué es lo que teméis, comandante? A quien le ocurre lo que a nosotros, no repara en ninguna prohibición.

Tras decir eso, Sufajatib salió de la barca y subió rápidamente las escaleras del jardín. Atravesó el sendero hasta que llegó a la alberca. Shiz se interpuso en el camino muy asombrada de verlo, pues lo conocía de antaño. Abrió la boca para hablar, pero la cortó diciendo:

—¿Dónde está tu señora?

—Pobrecilla, señor. Hoy no tiene asiento fijo, pues aún sigue dando vueltas por las habitaciones y paseando por el jardín hasta…

—¿Dónde está tu señora? —reiteró el hombre impaciente.

—En el salón de verano, señor —dijo de mala gana.

El hombre se precipitó hacia el salón y entró carraspeando. Rhadopis estaba sentada en una silla con la cabeza apoyada en las manos. Cuando sintió que alguien entraba, se dio la vuelta. En seguida lo reconoció y se levantó de un salto.

—Visir Sufajatib, ¿dónde está tu señor? —preguntó con sumo interés y preocupación.

—Vendrá enseguida —contestó el hombre sumido en su tristeza.

Ella se llevó las manos al pecho de alegría y exclamó vivamente:

—¡Cuántas veces me han torturado los temores! Me llegaron las tristes noticias de la rebeldía, luego me quedé incomunicada y entregada a las preocupaciones. ¿Cuándo vendrá mi señor?

En seguida recordó que el rey no tenía por costumbre mandar a nadie, y se inquietó. Antes de que Sufajatib terminara de hablar, preguntó:

—Pero ¿por qué os ha mandado?

—Paciencia, señora —dijo el visir con firmeza—. Nadie me ha mandado, pues la triste realidad es que mi señor ha sido alcanzado.

Esa última palabra le cayó en los oídos extraña, sangrienta. Abrió los ojos muy asustada, miró fijamente al visir y emitió un suspiro profundo, caluroso y titubeante. Sufajatib, a quien la tristeza hizo perder la sensibilidad, recomendó:

—Paciencia, paciencia. Mi señor llegará transportado en un palanquín, según sus deseos. Ha sido alcanzado por una flecha en este maldito día que empezó en fiesta y ha terminado en espantoso funeral.

No pudo permanecer en su habitación. Corrió hacia el jardín como un polluelo medio degollado, pero apenas traspasó el umbral cuando se quedó con los pies clavados en el suelo. Les cedió el paso con las manos en la cabeza, agitada por la gravedad de la escena, y luego los siguió. Dejaron el palanquín muy cuidadosamente en medio de la habitación y salieron. En seguida Sufajatib salió también, dejándolos solos a ella y a él. Rhadopis se apresuró a ponerse de rodillas a su lado. Cruzó los dedos, apretándolos nerviosamente, y miró sus ojos vagos y marchitos con el aliento contenido. Su mirada perdida recorrió el pecho agitado de él y vio las manchas de sangre y la flecha hundida. La carne se le puso de gallina con un dolor terrible y gritó en tono entrecortado por el dolor y el miedo:

—¡Os han alcanzado!… ¡Qué horror!

Estaba tendido, débil y quieto, pues el trayecto había agotado las pocas fuerzas que le quedaban. No obstante, cuando escuchó su voz y vio su rostro adorado, sintió un soplo de vida propagarse por su cuerpo. En sus ojos sombríos asomó una ligera sonrisa.

Ella estaba acostumbrada a verlo agitado y lleno de vida, como una tempestad. Casi se volvió loca al verlo envejecido y marchito. Echó una mirada ígnea a la flecha que había hecho aquello y preguntó con dolor:

—¿Por qué la han dejado en vuestro pecho? ¿Llamo al médico?

El rey reunió sus disminuidas fuerzas y dijo débilmente:

—Será en vano.

Una mirada de loca se asomó a los ojos de Rhadopis y dijo en tono de reproche:

—¿Qué será en vano, amor mío? ¿Por qué decís eso? ¿Es así como despreciáis nuestra vida?

El rey tendió la mano débilmente hasta que tocó la mano fría de Rhadopis y susurro:

—Esta es la realidad, Rhadopis. He venido a morir en tus brazos en el lugar que he amado más que ningún otro. No llores nuestra suerte y ofréceme sinceridad.

—Mi señor, ¿me estáis anunciando vuestra propia muerte? ¡Vaya un atardecer! Lo estaba esperando, amor mio, con el alma agotada por el deseo y engañada por la esperanza. Estaba esperando que vinierais con noticias de victoria y he aquí que venís con esta flecha… ¿cómo puedo estar alegre?

El rey tragó saliva con dificultad y rogó con una voz que parecía un gemido:

—Rhadopis: olvidate de este dolor y acércate a mi, que quiero contemplar tus ojos puros.

Quería ver el hermoso rostro lleno de alegría y felicidad para terminar con esa sugestiva imagen su vida. No obstante, ella estaba conteniendo unos dolores que nadie había experimentado jamás. En esos momentos, le hubiera gustado aliviar su corazón abrasado gritando y aullando, o buscar el remedio en la fuerte locura y abrazar los fuegos infernales. ¿Cómo podía estar alegre y tranquila y mirarlo con la cara que él amaba y adoraba, a excepción de todo el mundo? Seguía mirando con ansia y él dijo con tristeza:

—Estos ojos no son tuyos, Rhadopis.

—Son míos, señor, pero lo que les daba vida y luz se ha secado —dijo ella con pesar.

—¡Ay, Rhadopis! ¿Quieres olvidar tus dolores ahora? ¡Por piedad! Quiero ver el rostro de Rhadopis, mi amor, y escuchar su arrulladora voz.

Su petición la impactó, y le dolió escatimarle algo en ese negro momento. Se endureció consigo misma, alegró la cara, sus labios temblorosos esbozaron una sonrisa y se inclinó sobre él en silencio y calina, como solía hacer mientras él dormitaba enamorado. Su rostro pálido y marchito pareció satisfecho y sus labios aturdidos se abrieron en una sonrisa.

Si ella se hubiera entregado a sus sentimientos, estaría delirando como una loca, pero quiso cumplir su preciosa voluntad. Llenó sus ojos con el rostro de él, sin pensar que dentro de breves momentos ese rostro la dejaría para siempre y no lo volvería a ver más en esta vida por mucho que sufriera, gimiera o llorara de tristeza, y que su imagen, su vida y su amor serian recuerdos de un extraño pasado. Será imposible que su dolido corazón crea que él fue un día su presente y su futuro. Todo eso porque una flecha loca se incrustó en ese lugar de su pecho. ¿Cómo esa fútil flecha era capaz de acabar con una esperanza que no cabía en el mundo entero? La mujer emitió un profundo suspiro que levantó los fragmentos de su corazón. Mientras tanto el rey descargaba los restos de una vida inquieta que aún permanecían dentro de su corazón y se agitaban en su aliento. Sus fuerzas se desmoronaron y sus extremidades se debilitaron, sus sentidos murieron y sus ojos se ensombrecieron, no quedando de él más que un pecho que se agitaba violentamente y donde la vida y la muerte se debatían entre victoria y desesperación. Su rostro se contrajo súbitamente de dolor. Abrió la boca como queriendo gritar e implorar socorro y cogió la mano que se tendió hacia él con un temor indescriptible.

—Rhadopis… sujétame la cabeza, sujétame la cabeza —gritó.

Le rodeó la cabeza con manos temblorosas y quiso sentarlo, pero él emitió un fuerte estertor, dejó caer su mano a un lado y así terminó la lucha entre la vida y la muerte. Rhadopis le puso la cabeza en su posición inicial rápidamente y soltó un grito desgarrador pero breve. Su voz enmudeció, como si sus vías respiratorias se hubieran desgarrado, su lengua se endureció y sus mandíbulas se pegaron fuertemente. Escudriñó con ojos mudos el rostro del hombre y se quedó inmóvil.

Su grito propagó la noticia. Los tres hombres se apresuraron a la habitación, sin que ella se diera cuenta, y se pusieron junto al palanquín. Tahu echó una mirada sorprendida al rostro del rey. Una palidez mortal le tiñó el suyo y no dijo palabra. Sufajatib se acercó al cadáver, se inclinó sobre él con gran veneración, aunque las lagrimas que corrían por sus mejillas y caían al suelo se lo tapaban. Dijo con una voz ronca cuyo timbre desgarró el silencio reinante:

—Mi señor y dueño, hijo de mi señor y dueño. Os confiamos a los dioses que han querido que hoy sea el inicio de vuestro viaje hacia el mundo de la eternidad. Me hubiera gustado ofrecer mi vejez perecedera a cambio de vuestra juventud, pero es la voluntad incuestionable de los dioses. Adiós, mi querido señor.

Sufajatib extendió su flaca mano al cobertor y tapó el cadáver con cuidado. Se inclinó nuevamente y volvió a su sitio con pasos lentos. Rhadopis permaneció arrodillada, ajena, sin reaccionar ni apartar los ojos del cadáver, inmóvil, como si estuviera muerta. No se movió ni lloró ni gritó. Los hombres, a su vez, siguieron de pie y con la cabeza agachada hasta que entró uno de los esclavos que portaban un palanquín y anuncio:

—Su Majestad la reina.

Los hombres se dieron la vuelta hacia la puerta y vieron a la reina entrando muy triste. Se inclinaron a su paso y ella respondió al saludo mediante una señal con la cabeza. Echó un vistazo al cadáver, luego miró a Sufajatib.

—Se acabó, honorable señora —dijo este tristemente.

La mujer se calló un momento, como enajenada, luego dijo:

—Entonces habrá que llevar el honorable cadáver al palacio faraónico. Esta es la voluntad de Su Majestad la reina, visir.

Su Majestad se dirigió a la puerta, hizo señas a los esclavos y estos corrieron hacia ella apresurados. Les mandó levantar el palanquín. Los esclavos se dirigieron hacia él y se inclinaron para levantarlo. Rhadopis volvió en si asustada, pues no sentía nada de lo que ocurría a su alrededor.

—¿Adónde?… ¿Adónde? —Preguntó con una voz ronca y extraña.

Se abalanzó sobre el palanquín. Sufajatib se acercó y dijo:

—El palacio quiere cumplir con sus obligaciones hacia el sagrado cadáver.

—No me lo quitéis… esperad… quiero morir sobre su pecho —dijo la mujer ensimismada.

La reina miró por encima a Rhadopis, y cuando oyó lo que dijo contestó ásperamente:

—El pecho del rey no fue creado para ser ataúd de nadie.

Sufajatib se inclinó sobre la mujer y la cogió por la muñeca delicada y amablemente. Los esclavos se llevaron el palanquín. Rhadopis se soltó y volvió la cabeza violentamente. Parecía como sí no conociera a ninguno de los presentes. Gritó con voz entrecortada, como un resuello:

—¿Por qué os lo lleváis?… Este es su palacio… estos son sus aposentos. ¿Cómo os atrevéis a torturarme delante de él? Mi señor no estaría conforme con quien me maltrata. ¡Despiadados! ¡Crueles!

La reina no le hizo caso; se abrió paso hacia el jardín y los esclavos la siguieron. Los hombres salieron de la habitación respetuosa y silenciosamente. Rhadopis estaba a punto de enloquecer. Se quedó inmóvil en su sitio durante un rato y cuando iba a echar a correr en pos de ellos, una mano recia la retuvo. Quiso soltarse pero no pudo. Se dio la vuelta con violencia y rabia y se encontró cara a cara con Tahu.