Tahu acató la orden de su señor. Dio el saludo y se fue asustado y nervioso. Ambos hombres se quedaron de pie, silenciosos, hasta que Sufajatib salió de su mutismo y dijo:
—Os ruego encarecidamente, mi señor, que desistáis de ir hoy al templo.
No obstante, el faraón no atendió este consejo. Frunció el ceño de enfado y dijo:
—¿Escapar, al primer vítor?
—Mi señor, la gente está alterada y enfadada. Hay que ser cauto —dijo el visir.
—El corazón me dice que nuestro plan va camino del inevitable fracaso. Si retrocedo hoy, perderé mi respeto para siempre.
—¿Y la rebeldía del pueblo, mi señor?
—Se tranquilizará y se callará si ve que atravieso sus filas con mí carro como el alto obelisco. Enfrentarse al peligro es mejor que resignarse y entregarse.
El faraón iba y venía por el salón muy alterado. Sufajatib se calló reprimido. Miró a Tahu como implorándole socorro. No obstante, el comandante estaba sumido en sus preocupaciones, como se vislumbraba en el color de su rostro, en su dispersa mirada y en la pesadez de sus párpados. Un silencio profundo se cernió sobre ellos. Sólo se podían oír los pasos del rey. Un ujier rompió aquel silencio; estaba apresurado y nervioso, se inclinó ante el rey y le comunicó:
—Un jefe de policía pide autorización para presentarse ante Vuestra Majestad.
El rey se lo concedió y lanzó una mirada a los dos hombres para ver el impacto de las palabras del ujier en ellos. Los encontró nerviosos y alterados, y una sonrisa burlona se asomó a sus labios. Movió sus amplios hombros descuidadamente. El jefe de policía entró, jadeando por el esfuerzo. Su ropa arrugada y la tiara aplastada anunciaban algo malo. Dio el saludo y dijo antes de que se le concediera permiso para hablar:
—Mi señor: el pueblo está enzarzado con los hombres de la policía en un brutal combate. Ha habido muchos muertos en ambos bandos. La gente se precipitará sobre nosotros si no recibimos grandes refuerzos de la guardia faraónica.
Sufajatib y Tahu se asustaron. Miraron al faraón y vieron cómo sus labios temblaban de cólera. Gritó con voz ronca:
—Juro por todos los dioses que este pueblo no ha venido para celebrar la fiesta.
El policía añadió:
—Nuestros espías nos han informado de que los sacerdotes pronuncian discursos en las afueras de la ciudad, arguyendo que el faraón se escuda en una fingida guerra en el Sur para reunir un ejército con el cual pretende humillar al pueblo. La gente los cree y se encoleriza. Si no fuera porque la policía se ha enfrentado a ellos, habrían tomado los caminos hacia el sagrado palacio.
El faraón gritó como un trueno:
—La duda se ha resuelto con la certeza. Ya se ha descubierto la abominable traición. He aquí que esos manifiestan enemistad y nos sorprenden con el ataque.
Sus palabras cayeron en los oídos de una forma increíble.
Los rostros parecían interrogarse con asombro e incredulidad:
«¿De verdad este es el faraón y ese es el pueblo de Egipto?».
Tahu no pudo aguantar más y dijo a su señor:
—Mi señor, este es un día horrible. Es como sí el diablo se hubiera entrometido a escondidas en el círculo del tiempo cuyo inicio fuera el derramamiento de sangre y sólo los dioses saben cómo terminará. Permitidme que cumpla con mi obligación.
—¿Qué has de hacer? —preguntó el faraón.
—Repartiré los soldados en los lugares de defensa fortificados y conduciré el batallón de los carros para parar a los rebeldes antes de que venzan a la policía e irrumpan en la plaza del palacio.
El faraón sonrió enigmáticamente, se calló un momento y luego dijo:
—Lo conduciré yo mismo.
El corazón de Sufajatib casi se le salía por la boca. Gritó a pesar suyo:
—¡Mi señor!
El faraón se golpeó el pecho con fuerza y dijo:
—Este palacio es, desde hace miles de años, una fortificación y un templo, y yo no voy a permitir que en mi era sea un objetivo fácil para cualquier rebelde.
El rey se quitó la piel de tigre y la arrojó con desprecio. Se apresuró a sus aposentos para vestirse su atuendo militar. Sufajatib perdió la compostura. Temió lo peor. Se dirigió a Tahu y dijo en tono imperativo:
—Comandante: no tenemos tiempo que perder. Id y preparad la defensa del palacio, y esperad órdenes.
El comandante salió, seguido del policía, mientras el visir esperaba al rey.
No obstante, los acontecimientos no esperaban. El viento traía un fuerte tumulto que no cesaba de aumentar e intensificarse hasta que llenó el horizonte. Sufajatib corrió a la terraza que daba al patio del palacio y miró hacia la plaza. Vio a las multitudes corriendo desde lejos, enarbolando espadas, puñales y bastones. Parecían las olas de una devastadora inundación de la cual sólo se podían ver las cabezas desnudas y unas armas brillantes. El visir sintió miedo, miró hacia abajo y vio a los esclavos en frenético movimiento, poniendo las barricadas detrás del gran portón. Los miembros de la infantería corrieron como águilas subiendo a las torres construidas encima de la muralla que daba a los lados norte y sur. Una gran fuerza de ellos avanzó hacia el pasillo de las columnas que conducía al jardín, armados con lanzas y arcos. Los carros, en cambio, retrocedieron hacia fuera y se colocaron debajo de la terraza en dos largas filas preparadas para desplegarse en el patio cuando irrumpieran por la puerta exterior.
Sufajatib oyó pasos detrás de él. Se volvió y vio al faraón en el umbral de la terraza con el atuendo del máximo mando y en la cabeza la corona doble de Egipto. Sus ojos despedían chispas y la cólera en su rostro parecía una llama.
—Nos han cercado antes de movernos —dijo con rabia.
—El palacio es una fortaleza inaccesible, señor, que defienden temibles soldados. Los sacerdotes retrocederán abatidos.
El rey se quedó inmóvil en su sitio. El visir retrocedió. Empezaron a ver en triste silencio a la incontable multitud rugiendo como bestias: «¡La corona para Nitocris! ¡Que caiga el rey libertino!». La guardia lanzaba flechas por detrás de las torres y daba en el blanco. Los rebeldes contestaban con una lluvia de piedras, maderas y flechas. El faraón movió la cabeza y dijo:
—Bienvenido…, bienvenido, oh pueblo rebelde que has venido a derrocar al rey libertino. ¿Qué es esa cólera? ¿Qué es esa rebeldía? ¿Por qué amenazas con esas armas? ¿Quieres de verdad asestarlas en mi corazón? Bienvenido…, bienvenido. Es una escena digna de ser inmortalizada en las paredes de los templos. Bienvenido…, bienvenido seas, oh pueblo de Egipto.
La guardia luchaba con ahinco y lanzaba las flechas como si fueran lluvia. Cuando alguno de ellos caía, le sustituía otro, despreciando la muerte. Los capitanes cabalgaban cerca de las murallas dirigiendo la lucha.
Estaba contemplando este triste paisaje cuando oyó una voz que conocía muy bien:
—Mi señor…
Se dio la vuelta, sorprendido, y vio que quien le llamaba estaba a dos pasos. Exclamó con asombro:
—¡Nitocris!
—Si, mi señor —dijo la reina con voz triste—. Me zumban los oídos por unos horrorosos gritos que nunca había escuchado en este valle, y he venido a buscarte para manifestarte mi lealtad y compartir contigo el destino.
Tras decir eso, se puso de rodillas e inclinó la cabeza. Sufajatib se retiró. El rey se apresuró a cogerla por las muñecas para levantarla de su prosternación. La miró con ojos desconcertados. No la había vuelto a ver desde aquel día en que ella vino a su pabellón y la hizo volver de malas maneras. El dolor y el apuro del rey se intensificaron. No obstante, los chillidos de la gente y los gritos de los combatientes lo devolvieron a la realidad.
—Gracias, hermana —le dijo—. Ven, mira a mi pueblo. Me está saludando en este día de fiesta.
Ella bajó los ojos y dijo con profundo pesar:
—Aumentan las palabras que salen de sus bocas.
La ironía del rey se convirtió en cólera, indignación y desprecio. Dijo con un tono de repugnancia:
—Un país loco, un ambiente asfixiante, corazones alterados… ¡traición, traición, traición!
La reina tembló al oír la palabra traición. Sus ojos se congelaron por el susto y sintió que el aire que respiraba se le atragantaba. ¿Las aclamaciones de la gente le habrían dado que pensar? ¿Será recompensada por la acusación después de que haya cerrado su corazón, albergando dentro todas las dolencias, y haya venido voluntariamente a buscar al que la ha humillado y hecho sufrir?… Aquello le dolió y dijo:
—¡Qué lástima, mi señor! No puedo sino compartir contigo el destino. Pero me sorprenderá saber quién es el traidor y cómo fue la traición.
—El traidor es un mensajero a quien confié una misiva que él entregó a mi enemigo.
—No sé nada ni de la misiva ni del mensajero, y no creo que haya ahora suficiente tiempo para que me lo expliques. Yo sólo quería aparecer a tu lado para que el pueblo que me aclama sepa que te apoyo y que soy enemiga de quien te combate.
—Gracias, hermana. Ahora no puedo hacer nada, sólo tengo que prepararme para una muerte honrosa.
La cogió del brazo y se dirigió con ella hacia la sala de oración. Descorrió la cortina de la puerta y entraron juntos a la lujosa habitación. En el interior había una especie de hornacina esculpida en la pared con dos estatuas del rey y la reina precedentes. Los reyes se dirigieron a las estatuas de sus padres, se pusieron de pie delante de ellos, respetuosos y en silencio, mirando con ojos tristes y afligidos. El rey dijo con voz muy profunda, mirando las estatuas de sus padres:
—¿Qué opinarán de mí?
Se calló un momento, como esperando recibir una respuesta. Volvió a alterarse y se enfadó consigo mismo. Fijó los ojos en el rostro de su padre y dijo:
—Me has dejado un gran reino y una trascendental gloria, pero mira lo que he hecho de ellos. Apenas ha transcurrido un año desde mi entronización y ya estoy a punto de la ruina. Qué lástima haber dejado que pisoteen mi trono. He hecho que mi nombre esté machacado entre las lenguas y he adquirido un nuevo apodo que nunca se había aplicado a un faraón: «El rey libertino».
La cabeza del rey se agachó triste y apesadumbrada. Permaneció mirando al suelo con los ojos nublados; luego los levantó hacia la estatua de su padre y balbució:
—Quizá hayas encontrado en mi vida algo que te avergüence como padre, pero nunca te avergonzarás de mi muerte.
Se volvió súbitamente hacia la reina y le dijo:
—¿Me perdonarás que me haya portado tan mal contigo, Nitocris?
Ella se quedó extraordinariamente impresionada y sus ojos se nublaron de lágrimas.
—Ahora ya he olvidado mis preocupaciones —dijo.
—Siempre me he portado mal contigo. He pisado tu amor propio, he sido injusto contigo y mi locura ha hecho de tu biografía un triste mito correspondido con el rechazo a la extrañeza. ¿Cómo ocurrió? ¿Me hubiera sido posible cambiar el transcurso de mi vida? La vida me hundió y se apodero de mí una extraña locura. Ni siquiera ahora puedo manifestar mi arrepentimiento. ¡Qué lástima! La razón nos puede enseñar nuestra futilidad e inconsistencia, pero me parece que no puede evitarlas. ¿Hay algo peor que esta tragedia en la que me veo inmerso? A pesar de todo, la gente no puede sacar de ella sino un juego de palabras. La locura permanecerá mientras persista la vida humana. Es más, aunque pudiera rehacer mi vida, no podría evitar caer otra vez. ¡Oh, hermana! Todo me agobia y no hay nada que esperar. Lo mejor seria que anticipara el final.
En su rostro aparecieron la decisión y el desprecio. Ella le preguntó perpleja:
—¿Qué final, mi señor?
—No soy un canalla —replicó vivamente—. Puedo recordar lo que es mi obligación, aunque después de mucho tiempo de olvido. ¿Qué habrá que esperar de la resistencia? Mis fieles hombres caerán ante un incontable enemigo. Mi turno llegará seguramente después de que miles de mis soldados y de mi pueblo pierdan la vida. No soy ningún cobarde que se aferra a los coletazos de la vida cogido a un fútil hilo de esperanza. Pararé la sangre y me enfrentaré solo a la gente.
—Mi señor: ¿cargarás a tu gente con el tormento de conciencia de no haberte podido defender hasta el final? —dijo ella asustada.
—No, no quiero sacrificarlos en balde. Me enfrentaré solo a mí enemigo para saldar nuestra cuenta juntos.
Ella experimentó un gran disgusto, pues sabía que era terco. Desesperó de convencerlo y le dijo con tranquilidad y firmeza:
—Estaré a tu lado.
—Eso es espantoso.
La cogió del brazo y le rogó:
—Nitocris, el pueblo te quiere y no se ha equivocado en quererte. Tú eres más digna de dirigirlo, quédate para él. Y ojo con aparecer a mi lado, porque la gente dirá que el rey toma por escudo a su esposa ante el pueblo enfadado.
—¿Cómo podré dejarte?
—Hazlo por mí. No realices un acto que me haga perder el honor para siempre.
La mujer se sintió alterada, confusa y muy agobiada. Gritó desesperada:
—¡Terrible hora!
—Esa es mi voluntad —dijo el rey—. Hazlo por mí. No luches, te lo pido por nuestros padres. Cada minuto que pasa caen valiosos soldados. ¡Adiós, buena hermana! Me voy seguro de que no me mancharás con el deshonor en mi último momento. Quien ha disfrutado del poder completo nunca se contentará con encarcelarse en un palacio. ¡Adiós a la vida! ¡Adiós deleites y sinsabores! ¡Adiós engañosa gloria y vanas apariencias! Superaré en gloria a todos los hechos. ¡Adiós, adiós!
Se inclinó y la besó en la cabeza. Miró las estatuas de sus padres y se inclinó hacia ellos, luego se fue.
Encontró a Sufajatib esperando en el pasillo exterior, inmóvil como una estatua. Cuando vio a su señor, recobró la vida y lo siguió en silencio. Explicó su salida como mejor le pareció:
—La aparición de mi señor infundirá ánimo en sus valientes corazones.
El rey no le respondió. Bajaron las escaleras juntos hacia el largo pasillo de las columnas que va del jardín al patio. Mandó llamar a Tahu y se quedó silencioso. En aquel instante, su alma tendió a la zona sudeste, a Biya. Suspiró desde lo más profundo. Se había despedido de todos menos de lo que más amaba. ¿Acabaría antes de echar una última mirada al rostro de Rhadopis y escuchar su voz por última vez? Su corazón sintió un doloroso deseo y una gran tristeza. Salió de su ensimismamiento con la voz de Tahu que lo saludaba. Le preguntó con una indómita fuerza sobre el camino hacia Biya.
—¿Es seguro el Nilo?
El comandante le contestó, muy pálido:
—No, mi señor. Han intentado atacarnos por detrás con barcas armadas, pero nuestra pequeña flota los ha replegado sin esfuerzo. Por allí es imposible acceder al palacio.
No era precisamente el palacio lo que le interesaba al rey. Agachó la cabeza y su mirada se oscureció. Morirá antes de lanzar una mirada de despedida al rostro por el cual había vendido toda la gloria de la vida. ¿Qué estaría haciendo Rhadopis en esa desgraciada hora? ¿Se habría enterado del fracaso de sus aspiraciones o seguiría nadando en la felicidad, esperando impacientemente su vuelta?
El tiempo no le permitía entregarse a sus tristezas. Replegó sus penas en el corazón y ordenó a Tahu:
Manda a tus soldados que despejen las murallas, que dejen de luchar y se replieguen a sus cuarteles.
Tahu se asombró. Sufajatib no dio crédito a sus oídos:
—Pero el pueblo irrumpirá por la puerta dentro de poco.
Tahu seguía inmóvil. El rey atronó con una voz que resonó temible en el pasillo de las columnas:
—Haz lo que se te ha mandado.
Tahu se fue aturdido a cumplir la orden de su señor. El faraón avanzó con paso firme hacia el patio del palacio y se encontró al final del pasillo con el destacamento de carros alineados en fila. Los oficiales y los soldados lo vieron, desenvainaron las espadas y dieron el saludo. El rey llamó al capitán del destacamento y le dijo:
—Repliégate con tu compañía a los cuarteles y no salgas de allí hasta nueva orden.
El capitán dio el saludo y corrió hacia su compañía. Dio una orden a los soldados y los carros empezaron a moverse deprisa y con disciplina hacia sus cuarteles en el pabellón sur del palacio. A Sufajatib le temblaban las extremidades. Sus débiles piernas ya no podían sostenerlo. Comprendió lo que pretendía su señor, mas no pudo decir nada.
Los soldados fueron a sus posiciones inexpugnables, conforme a la temerosa orden, bajando de las torres y murallas, y se replegaron en orden hacia sus banderas. Luego corrieron hacia los cuarteles precedidos de sus oficiales. Las murallas se vaciaron en seguida. Hasta el patio y los pasillos se desalojaron incluso de la guardia sencilla, encargada de la vigilancia en tiempos de paz.
El rey permaneció parado a la entrada con Sufajatib a la derecha. Tahu volvió jadeando y se colocó a su izquierda con el rostro como un fantasma espantoso. Ambos hombres quisieron rogarle al rey un deseo vehemente, pero su rostro inmutable, duro y firme disipó su valentía y se quedaron callados. El rey se volvió hacia ellos y dijo con tranquilidad:
—¿Por qué esperáis conmigo?
Los dos hombres se asustaron. Tahu sólo pudo pronunciar una palabra suplicante:
—¡Mi señor!
En cuanto a Sufajatib, dijo con inusitada tranquilidad:
—Si mi señor me manda que lo deje, acataré la orden; pero me quitaré la vida inmediatamente.
Tahu suspiró como si hubiera encontrado una solución largamente buscada.
—Has dicho bien, visir.
El faraón se calló. Mientras tanto, unos duros golpes sonaron en la puerta. Nadie se atrevió a saltar las murallas, como temiendo algo por la retirada repentina de la guardia faraónica. Pensaron que les estaban tendiendo alguna trampa mortal y dirigieron todas sus fuerzas a la puerta. Esta no aguantó mucho tiempo, se resquebrajaron los marcos, se agrietó su construcción y cayó con una violenta fuerza que sacudió la tierra. Las multitudes irrumpieron gritando y se propagaron por la plaza como una tempestad polvorienta de verano. Se empujaban con violencia, como luchando entre si. La vanguardia tanteaba, como temiendo un peligro imperceptible. Siguieron avanzando hasta que estuvieron cerca del palacio faraónico. Vieron al que estaba de pie a la entrada del pasillo con la corona doble de Egipto y lo reconocieron. No obstante, se quedaron sorprendidos al verlo parado ante ellos. Los pies de los que estaban en la vanguardia se clavaron en el suelo y extendieron los brazos para detener la devastadora corriente que los seguía. Gritaron a la multitud:
—¡Despacio!… ¡Despacio!
Una vana esperanza se albergó en el corazón de Sufajatib cuando vio que la sorpresa se apoderaba de los cabecillas de los rebeldes, paralizándolos y cegándolos. Su corazón abatido suponía un milagro que sustituía a su fatal presagio. Pero entre los rebeldes había expertos que temían lo que estaba deseando Sufajatib. Temieron que su éxito se convirtiera en una derrota y su causa se echara a perder para siempre. Una mano cogió su propio arco, colocó la flecha, apuntó al pecho del faraón y disparó. La flecha partió de entre las multitudes y se clavó en la parte superior del pecho del rey, sin que ni fuerza ni ruego la pararan. Sufajatib gritó como si fuera él el alcanzado. Extendió los brazos para sujetar al rey y se rozó con las manos frías de Tahu. El rey apretó los labios sin dejar salir ningún gemido. Intentó con las fuerzas que aún le quedaban mantenerse firme, aunque su frente se frunció en una mueca de dolor. Pronto sintió debilidad, sus ojos se nublaron y se dejó a merced de los brazos de sus dos fieles hombres.
Una quietud profunda se apoderó de las primeras líneas. Un pesado silencio trabó las lenguas. Los ojos se quedaron estupefactos. Unas miradas perdidas se dirigieron al gran hombre que se sostenía en pie y cuyas manos palpaban el sitio de su pecho donde había caído la flecha y se manchaban de la sangre caliente que corría abundantemente. Era como si no dieran crédito a sus ojos, o como si hubieran asaltado el palacio con otro objetivo.
Una voz, desde las últimas filas, rompió el silencio:
—¿Qué sucede?
—El rey ha muerto —contestó otra, débil.
La noticia corrió con una velocidad vertiginosa. La gente la pregonó mientras intercambiaba miradas aturdidas.
Tahu llamó a un esclavo y le mandó que llevara un palanquín. El hombre corrió hacia el interior del palacio y volvió llevándolo, con la ayuda de un grupo de esclavos. Lo dejaron en el suelo, cogieron entre todos al faraón y lo recostaron en él cuidadosamente. La noticia corrió dentro de palacio. El médico del rey acudió en seguida, seguido de la reina que iba apresurada y agitada. Cuando su vista cayó sobre el palanquín y sobre lo que llevaba, corrió hacia él asustada. Se puso de rodillas junto al médico y exclamó con voz tonca:
—¡Qué horror! Te han alcanzado, mi señor, según tu voluntad.
La gente vio a la reina y alguien gritó:
—Su Majestad la reina.
Se inclinaron en silencio, como si estuvieran en una oración colectiva. El rey empezó a despertarse, tras el primer impacto. Abrió los ojos y comenzó a mirar a los que estaban a su alrededor, débil y tranquilamente. Sufajatib se lo quedó mirando fijamente, atónito y en silencio. El médico examinaba la herida, tras retirar la cota de malla. En cuanto a la reina, su rostro se cubrió de espanto y dolor. Le suplicó al médico:
—¿No está bien? ¡Por favor, dime que está a salvo!
El rey comprendió lo que decía y le contestó con tranquilidad:
—No, Nitocris. Es una flecha mortal.
El médico quiso quitársela, pero el rey le dijo:
—Déjala, ese sufrimiento no vale la pena.
Sufajatib se quedó enormemente impresionado y le dijo a Tahu con un tono marcadamente agitado, pues su voz había cambiado completamente:
—Llamad a los soldados y vengaos por vuestro señor.
El rey pareció molesto. Levantó la mano con dificultad y ordenó:
—No te muevas, Tahu. ¿Acaso no acatas mis órdenes, estando yo aún presente, Sufajatib? Ya no habrá más muertes. Decid a los sacerdotes que han conseguido lo que querían, que Mernerá Segundo está en el lecho de muerte y que se vayan en paz.
Un temblor se apoderó del cuerpo de la reina. Se inclinó hacia el oído del rey y susurro:
—Mi señor: no quiero llorar delante de tus asesinos, pero no te preocupes. Te juro por nuestros padres y por la sangre derramada que me vengaré de tus enemigos de tal forma que se hablará de ello generación tras generación.
El rey sonrió ligeramente, como expresándole su agradecimiento y cariño. El médico lavó la herida, le dio a beber un trago de un calmante y aplicó algunas hierbas alrededor de la flecha. El rey se entregó a las manos del médico, aunque estaba convencido de que se acercaba su hora. No olvidó en su lecho el adorado rostro del cual le hubiera gustado despedirse antes del inevitable final. Una mirada nostálgica se asomó a sus ojos y dijo inconscientemente, con voz débil y sin tener en cuenta a quienes le rodeaban.
—Rhadopis… Rhadopis.
El rostro de la reina estaba cerca del suyo y lo oyó. Fue como si le asestasen una puñalada que le atravesara los pliegues del corazón. Levantó la cabeza muy mareada. El rey no prestó ninguna atención a los sentimientos ajenos, hizo señas a Tahu y le rogó:
—Rhadopis…
—¿La traigo, mi señor? —preguntó el comandante.
—No. Llévame hacia ella. En mi corazón aún palpita un poco de vida que quisiera que se perdiera en Biya —contestó el rey con voz débil.
Tahu dirigió la mirada muy confuso hacia la reina. Esta se levantó y dijo con tranquilidad:
—Acata la orden de tu señor.
—Hermana, tú siempre has perdonado mis pecados. Perdóname este también. Es mi última voluntad. —La reina sonrió tristemente, se inclinó y lo besó en la frente, luego dejó paso a los esclavos.