LA ESPERANZA Y EL VENENO

Aquella mañana, Rhadopis estaba sentada en el mullido diván soñando. Era un día que se pavoneaba ante los demás porque palpitaba de emotivas fiestas y grandes triunfos. ¡Qué felicidad y qué alegría! Su corazón, aquel día, era como una alberca de agua perfumada en cuya ribera nacían flores y en cuyo ambiente cantaban los ruiseñores alegremente ebrios. ¡Qué vida de alegrías! ¿Cuándo recibiría la noticia del éxito? Al atardecer, cuando el sol emprenda su viaje hacia el otro mundo y su corazón emprenda el suyo hacia el mundo de la felicidad y reciba al amante. ¡Qué hora la del atardecer! La hora del atardecer es la hora del amado, cuando llega con su hermosa estatura y su tierna juventud para rodear su esbelta cintura con sus musculosos brazos. Implora su dulce nombre y le promete el éxito diciendo que se han acabado los sufrimientos, que los gobernadores se han dispersado para reunir al ejército y «¡que viva nuestro amor!». ¡Ay! Qué hermoso es el atardecer…

Pero, ¿cómo creer que este día se acaba? Había esperado la vuelta del mensajero durante un mes que había transcurrido pesado y agobiante, pero esas horas eran aún más pesadas y más insoportables. Sin embargo, era una angustia llena de tranquilidad y un temor repleto de felicidad. Dirigió sus pensamientos aquí y allá como para olvidarse de la espera y engañar al tiempo, hasta que tropezó en su vagar con el amante prosternado en su templo, en el salón de verano: Benamón ben Bassar. ¡Qué delicado y agradable! Ya se había planteado una vez la pregunta de cómo tendría que pagarle el digno favor que le hizo, pues había volado como una paloma hasta el extremo Sur y había vuelto aún más aprisa que cuando se marchó, llevado por el deseo que le hacía recorrer el camino. Incluso había pensado alguna vez en cómo deshacerse de él. Pero la enseñó con su humildad que hay amores extraordinarios que no conocen el egoísmo, la posesión ni el deseo, contentándose con los sueños y las fantasías. ¡Vaya un joven soñador, ajeno a los ajetreos de la vida! Si hubiera deseado, por ejemplo, un beso, ella no sabría cómo evitarlo y no acercarle la boca. Pero él no deseaba nada. Era como si temiera que al tocarla se quemaría con un fuego desconocido; o quizá no creía que ella fuera algo que se pudiera tocar o besar. Él no la veía con ojos humanos, así que no podía verla como un mortal. Se contentaba con vivir de su belleza como viven las plantas de la tierra con el sol que flota en el cielo.

Suspiró y dijo: «El amor es verdaderamente un mundo extraño». El suyo propio fluye de la esencia de la misma vida. La fuerza que la atrae hacia su señor es la fuerza de la vida, completa y terrible. Pero el amor de Benamón es absorbente, casi lo aísla de todo y permanece en lejanos horizontes que sólo se hacen perceptibles en su diestra mano, y algunas veces en su lengua trabada y cálida. Qué amor tan delicado por una parte, hasta convertirse en un sueño, y por otra tan fuerte que propaga vida en la muda roca. ¿Cómo piensa deshacerse de él, si él no la obliga a nada? Que lo deje tranquilo en su oratorio, esculpiendo en sus paredes silenciosas las más bellas imágenes que ciñen el hermoso rostro de ella.

Volvió a gritar desde lo más profundo de sí misma: «¿Cuándo llegará el atardecer?». ¡Maldita sea Shiz! Si se hubiera quedado a su lado, al menos la habría divertido con su palabrería y picardía. Pero ella había insistido en ir a Abu para asistir a la fiesta del Nilo.

¡Qué hermosos son los recuerdos! Recordó la fiesta anterior, cando se subió a su lujoso palanquín, abriéndose paso entre la gran multitud para ver al joven faraón. Apenas si su mirada cayó en él, cuando le latió el corazón sin saberlo. Le pareció extraño el hormigueo del amor porque estaba acostumbrada al desdén. Pensó que era una preocupación angustiosa, algún encanto mágico. Aquel día eterno, cuando el águila le arrebató la sandalia. Apenas empezó el día siguiente a aquello, cuando la visitó el faraón. Desde entonces, el amor irrumpió en su corazón y toda la vida cambió.

Pero este segundo año se ha quedado en su palacio, mientras que fuera la vida está de fiesta, pero no puede asomarse si no es de una forma calculada, pues ya no es Rhadopis, la hermosa bailarina, sino que desde hace un año y para siempre ella es el corazón palpitante del faraón. Sus pensamientos se perdían por aquí y allá, pero no tardaba en volver al punto central de su preocupación. Se preguntó qué habría ocurrido en la importante reunión que su señor dijo que convocaría para leer el mensaje. ¿Se habrían reunido? ¿Habrían acudido a la cita y se habrían acercado a su dorada esperanza?… ¡Ay! ¡Cuándo llegaría el atardecer!

Se aburrió de estar sentada y se puso a caminar. Se acercó a la ventana que daba al jardín y miró hacia el lejano horizonte. Se quedó allí, no se sabe cuánto tiempo, hasta que oyó una mano agitada tocando a la puerta. Se dio la vuelta algo nerviosa e intranquila. Vio a su esclava Shiz irrumpiendo por la puerta, jadeante, con la mirada perdida y con el pecho subiendo y bajando. Su rostro estaba pálido, como si acabara de salir del lecho después de una larga enfermedad. El corazón de Rhadopis se contrajo y presagió algo malo. Le preguntó asustada:

—¿Qué te pasa, Shiz?

La esclava quiso hablar pero fue vencida por el llanto. Se puso de rodillas ante su señora, cruzó las manos sobre el pecho y rompió a llorar muy nerviosa. La alteración se apoderó de Rhadopis y gritó:

—¿Qué te pasa, Shiz? Habla, por los dioses, y no te dejes llevar por la angustia. Tengo esperanzas por las que temo. Por favor…

La mujer suspiró profundamente, gimió y dijo con voz llorosa:

—Señora… señora… están agitados, rebeldes.

—¿Quiénes están agitados y rebeldes?

—La gente, señora. Están gritando con una endemoniada cólera. Que los dioses les desgarren la lengua.

El corazón de Rhadopis latió del susto, y a Shiz le preguntó con voz ronca:

—¿Qué es lo que dicen, Shiz?

—¡Ay, señora! Son gente endemoniada, cuyas lenguas envenenadas desvarían de forma temerosa.

Rhadopis casi enloqueció de miedo, y gritó agudamente:

—No me martirices, Shiz. Dime la verdad sobre todo lo que han dicho. ¡Por los dioses!

—Señora, os están nombrando de mala manera. ¿Qué ha hecho mi señora para ser objeto de su cólera?

Rhadopis se llevó la mano al pecho. Sus ojos se abrieron del susto y dijo con voz entrecortada:

—¿A mí?… ¿La gente se enfada conmigo? ¿No han encontrado en este día sagrado otro tema de que ocuparse? ¡Por los dioses! ¿Qué es lo que dicen, Shiz? Dime la verdad, te lo suplico.

La mujer dijo llorando amargamente:

—Los locos gritan que estáis despilfarrando los bienes de los dioses.

Rhadopis soltó un suspiro desde su corazón entristecido y balbució con pena:

—¡Ay! Mi corazón se está desgarrando, y temo Lo peor. Lo que más temo es que se pierda el éxito esperado entre los gritos y las voces de enfado. ¿Acaso no hubiera sido mejor para ellos evitarme por respeto a su señor?

La esclava se dio un golpe en el pecho y gritó con voz llorosa:

—Ni siquiera nuestro señor se ha salvado de la maldad de sus lenguas.

Un grito de miedo se escapó de la boca de la mujer asustada. Sintió que un temblor le sacudía todo el cuerpo y preguntó:

—¿Qué dices? ¿Se han atrevido con el faraón?

—Si, señora, desgraciadamente. Han dicho: «El faraón es libertino, queremos un rey serio» —explicó la esclava llorando.

Rhadopis se llevó las manos a la cabeza como implorando socorro. Su cuerpo se retorcía de dolor, y se echó desesperada en el diván exclamando:

—¡Por los dioses! ¡Qué desgracia! ¿Cómo no tiembla la tierra y se abaten las montañas? ¿Cómo no derrama el sol sus fuegos sobre la tierra?

—La tierra está temblando fuertemente, señora —dijo la esclava—. El pueblo está enzarzado en una violenta lucha con la policía. La sangre se derrama y corre. Han estado a punto de aplastarme, y me he escapado sin mirar hacia atrás. He bajado en una barca hasta la isla. Mi susto ha sido aún mayor cuando he visto el Nilo repleto de embarcaciones y a la gente a bordo gritando como los demás, como si todo el mundo se hubiera puesto de acuerdo.

A Rhadopis la invadió el abatimiento y la inundó una ola de asfixiante desesperación que ahogaba sin piedad sus hasta entonces manifiestas esperanzas. Empezó a preguntarse tristemente: ¿Qué fue lo que ocurrió en Abu? ¿Cómo ocurrieron esos tristes acontecimientos? ¿Qué fue lo que alteró al pueblo y lo sacó de quicio? ¿Sería el destino del mensaje el fracaso que condenaría a muerte su esperanza? El ambiente es polvoriento y oscuro y por él revolotean chispas de un mal inminente. Su corazón no saborea la tranquilidad. El miedo asesino lo acecha como un frío intenso.

—¡Socorro, oh dioses! ¿Acaso mi señor dará la cara ante ese pueblo agitado? —dijo con una voz que parecía más bien un llanto.

—No, señora. No debe salir de su palacio antes de castigar a esos rebeldes —aconsejó Shiz.

—¡Por los dioses! Tú no sabes cómo es él, Shiz. Mi señor es muy enfadadizo, y nunca retrocede. Mi corazón tiene mucho miedo. Tengo que verlo ahora mismo, Shiz.

La esclava sintió un escalofrío de miedo. Dijo:

—Eso es imposible. Las embarcaciones están llenas de rebeldes que cubren el agua, y la guardia de la isla está reunida en la ribera.

Rhadopis se llevó las manos a la cabeza y gritó:

—¿Qué le pasa al mundo que se está estrechando ante mí, y se me cierran las puertas? Estoy dando vueltas alrededor de un pozo estrecho de angustia. ¡Ay, mi amor! ¿Cómo estarás ahora y cuál será el camino hacia ti?

Shiz dijo, como para aliviarla un poco:

—Paciencia, señora. Pronto desaparecerá esa nube gris.

—Mi corazón se desgarra al pensar que él ahora estará sufriendo. ¡Ay, mi señor y mi amor! Quizá sepa lo que está pasando ahora en Abu.

La tristeza la dominó, se derritieron los dolores de su corazón y se derramaron calientes lágrimas. Shiz se asombró por tan extraño panorama, pues vio cómo Rhadopis, dueña del amor, del lujo y del bienestar, estaba ahora llorando y retorciéndose de dolor y de desesperación. Pensó durante el letargo de la tristeza que la invadió en cómo sus esperanzas estaban hasta entonces relucientes. Su corazón experimentó la frialdad de la desesperación y se preguntó a sí misma, asustada, si podrían someter a su señor, privarlo de su felicidad y orgullo y hacer del palacio de ella el objetivo de su enfado y desprecio. La vida sería imposible si se realizaba alguna de esas preocupaciones. Mejor sería para ella despedirse de la vida si esta se vaciaba de gloria y felicidad. Que viva Rhadopis aliada con el amor y la gloria o que se muera. Pensó mucho en sus problemas hasta que la memoria de sus tristezas le trajo algo ya muy olvidado. De pronto le vino una idea. Se levantó en seguida y se lavó la cara con agua fría para borrar las huellas de las lágrimas de sus ojos. Dijo a Shiz que iba a hablar con Benamón de algo. El joven estaba sumido en su obra, como siempre, ajeno a los graves acontecimientos que estaban acechando. Cuando la sintió, la recibió alegre, pero no tardó en ponerse serio y dijo:

—Juro por vuestra belleza divina que estáis triste hoy.

—No, sólo estoy cansada, un poco enferma —dijo ella bajando los ojos.

—El ambiente es muy caluroso. ¿Por qué no os sentáis un poco junto a la alberca?

—Te he venido a buscar con un ruego, Benamón —dijo ella someramente.

Él se cruzó de brazos, como diciendo que estaba a la orden de sus deseos.

—¿Te acuerdas, Benamón, que me hablaste un día de los extraños venenos que compuso tu padre?

—Si, lo recuerdo muy bien —contestó el joven extrañado.

—Benamón, quiero un frasco de ese extraño veneno que tu padre denominó «el veneno feliz».

El joven se extrañó aún más y balbució:

—¿Para qué?

Ella contestó lo más tranquila que pudo:

—He hablado de ello a un médico y parecía muy interesado. Me ha pedido que le facilitara un frasco, con la esperanza de salvar la vida a uno de sus pacientes. Se lo prometí, Benamón. ¿Me prometes tú, por tu parte, traerlo lo más pronto posible?

El joven respondió con alegría, pues le hacia feliz que ella le pidiese lo que fuera:

—Lo tendréis dentro de unas horas.

—¿Cómo? ¿No tendrás que ir a Ambús para traerlo?

—No, tengo un frasco en mi alojamiento en Abu.

Su confesión suscitó el interés de ella, a pesar de estar triste. Lo miró extrañada, él bajó la vista y se ruborizó.

—Me lo traje en aquellos días dolorosos, cuando casi desesperaba de mi amor. De no ser por el cariño que me demostrasteis después, ahora estaría en el reino de Osiris.

Mientras Benamón se fue para traer el frasco, ella se encogió de hombros con desprecio y dijo, preparándose para marcharse:

—Puedo salvarme con él de algo peor.