El faraón se dirigió a su pabellón particular y llamó a sus hombres fieles, Sufajatib y Tahu. Ambos acudieron inmediatamente. Estaban muy afectados y sabían que la situación era crítica. Encontraron al rey como suponían, alterado y colérico. Recorría la sala de un lado para otro y rugía con una bestialidad endemoniada. Cuando advirtió su presencia, les echó una mirada perdida y dijo, mientras los ojos le echaban chispas:
—Traición… Huele a sucia traición en este ambiente asfixiante.
Tahu intervino:
—Señor, sin dejar de ser pesimista y de pensar mal, mi intuición no llega a esa grave suposición.
El rey dio una patada en el suelo y respondió irritado y furioso:
—¿Por qué ha venido esa maldita delegación? ¿Por qué ha llegado hoy, precisamente hoy?
Sufajatib repuso, pensativo y apenado:
—Puede ser una triste y extraña coincidencia.
—¿Coincidencia? —replicó el rey asombrado—. En absoluto. Es una vil traición. Vislumbro un rostro enmascarado con el silencio y la astucia. No, visir, esa gente no ha llegado por casualidad sino que se la ha hecho venir hasta aquí a propósito para que diga paz cuando nosotros digamos guerra. De ese modo mi enemigo me ha asestado un golpe bajo mientras está ante mi manifestando obediencia.
Tahu se ruborizó y se puso triste. Sufajatib, por su parte, no insistió, permaneció desesperado y como hablando consigo mismo:
—Si ha sido una traición, ¿quién es el traidor? El rey preguntó, señalando con el puño:
—Sí… ¿quién es el traidor? ¿Hay algún problema que no tenga solución? No. Yo no me traiciono a mí mismo, y Sufajatib y Tahu tampoco me traicionan, ni Rhadopis. Entonces no puede ser más que ese miserable mensajero. ¡Qué lástima que Rhadopis se haya engañado!
Los ojos de Tahu brillaron. Dijo:
—Lo traeré aquí y le arrancaré la verdad.
El rey movió la cabeza y replicó:
—Aguarda, Tahu, aguarda. El criminal no espera que vayas a cogerlo. Ahora seguramente estará disfrutando del precio de su traición en algún lugar seguro que sólo conocen los sacerdotes. ¿Cómo se urdió la trampa? No sé cómo, pero juro por el dios Sotis que supieron lo del mensaje antes de la partida del mensajero y, sin tardanza, mandaron a otro mensajero por su parte. Cuando mi mensajero llegó con la misiva, el suyo llegó con la delegación. Traición… bajeza. Estoy viviendo entre mi pueblo como un preso. Maldita sea la vida y toda la gente.
Ambos hombres guardaron silencio por tristeza y temor. Tahu miraba a hurtadillas a su señor con tristeza. Intentó devolver la esperanza a aquel ambiente oscurecido y dijo:
—Que sea nuestro consuelo asestar el golpe de gracia.
El rey se irguió y preguntó:
—¿Cómo podremos dar tal golpe?
—Los gobernadores están de camino para reunir al ejército.
—Pero, ¿crees que los sacerdotes se van a quedar con los brazos cruzados respecto al ejército que saben que se está reclutando para aplastarlos?
Sufajatib sucumbía ante un gran peso, pues creía en lo que decía el rey; no obstante, quiso aliviar el peso que recaía sobre él y dijo, como deseándolo:
—Quizá nuestros temores sean meras fantasías, y lo que creemos que es traición no sea más que pura coincidencia y se despeje esta nube gris con los más sencillos métodos.
Pero el faraón se rebeló contra ese consuelo diciendo:
—No dejo de recordar la imagen de aquellos sacerdotes cabizbajos. Sin duda guardaban un peligroso secreto. Cuando su jefe tomó la palabra, sobrepasó el entusiasmo de los gobernadores. Pronunció su discurso con una desmesurada confianza. Ahora es como sí estuviera hablando con diez bocas. ¡Ay! Maldita sea la traición. Mernerá Segundo no vivirá bajo la clemencia de los sacerdotes.
Tahu se disgustó por la tristeza de su señor y dijo:
—Señor: tenéis a vuestras órdenes una guardia fuerte de la cual un solo hombre vale por mil hombres de los suyos. Dará voluntariamente la vida por su señor.
El faraón dejó de escucharle y se echó en el mullido asiento, entregado a sus calientes pensamientos. ¿Será posible que consiga lo que quiere, a pesar de esas tristezas, o fracasará para siempre? ¡Vaya hora tan crucial en su vida! Es la línea divisoria entre la gloria y la bajeza, la fuerza y la ruina, el amor y la desgracia. Antes había rehusado ceder las tierras por astucia. ¿Estará ahora obligado a hacerlo para salvar el trono? Ese día no llegará, y si llega, él no aceptará jamás esa bajeza. Suspiró, a pesar suyo, y se dijo a si mismo con lástima: ¡Ay, si no hubiera tropezado mi suerte con la traición! La voz de Sufajatib le interrumpió los pensamientos diciendo:
—Señor, se acerca la hora de la fiesta.
Lo miró como si se despertara de un profundo sueño y balbució: «Es verdad»; luego se levantó y se dirigió a la terraza que daba al amplio patio del palacio donde el ejército de los carros estaba alineado esperándolo. A lo lejos se veía la plaza llena de olas de gente. Echó una mirada marchita a ese mundo festivo y volvió a su sitio. Luego entró en sus aposentos, se ausentó un momento y salió vestido con una piel de tigre y adornado con la medalla de los sacerdotes y la doble corona. Se prepararon todos para salir, pero antes entró un ujier que, tras saludar a su señor, dijo:
—Tam, jefe de la policía de Abu, pide permiso para presentarse ante su Señor.
El rey y sus dos consejeros se lo dieron al notar lo alterado que estaba. El policía mayor saludó a su señor y le dijo, apresurado y nervioso:
—Señor: he venido para rogar a vuestra sagrada persona que se abstenga de ir al templo del Nilo.
El corazón de ambos hombres latió y el rey preguntó incomodo:
—¿Por qué dices eso?
El hombre respondió jadeando:
—Acabo de atrapar a muchos que insultaban vilmente a una persona noble que mi señor honra. Temo que esos gritos se repitan al paso del cortejo.
El corazón del rey latió de prisa y la sangre empezó a bullirle en las venas.
—¿Qué es lo que decían? —preguntó con voz ronca.
El hombre tragó saliva y dijo alterado:
—Decían: «¡Que caiga la puta!». «¡Que caiga la que arruina los templos!».
La cólera del rey se intensificó aún más y gritó con voz atronadora:
—¡Maldita sea! Tengo que dar un golpe que alivie mí corazón o voy a estallar.
El hombre añadió asustado:
—Los criminales se han enfrentado a mis hombres y han tenido lugar combates entre ellos y nosotros. La agitación y el tumulto se han apoderado de la situación un rato, durante el cual se han producido gritos aún peores.
El rey preguntó apretando los dientes de enfado y rabia:
—¿Y qué más han dicho?
El hombre inclinó la cabeza y dijo en voz baja:
—La arrogancia de los criminales llegó hasta alguien aún más alto.
—¿Yo? —preguntó el rey aturdido.
El hombre se calló ruborizándose. Sufajatib no pudo contenerse:
—¿Cómo puedo dar crédito a mis oídos?
—Es una increíble locura —gritó Tahu enfadado.
El faraón soltó una risa histérica y preguntó con amarga ironía:
—¿Qué es lo que ha dicho mi pueblo de mí, Tam? Habla, es una orden.
—Los maleantes han dicho: «Nuestro rey se divierte, queremos un rey serio» —dijo el jefe de policía.
El rey soltó otra risa como la primera y dijo burlándose:
—¡Qué lástima! Mernerá ya no sirve para el trono de los sacerdotes. ¿Y qué más dijeron, Tam?
El hombre contestó con una voz tan baja que casi no se oía:
—Gritaron, señor, largamente: «¡Viva Su Majestad la reina Nitocris!».
Un brillo pasajero asomó a los ojos del rey. Repitió el nombre de Nitocris entre dientes como recordando algo olvidado desde hacia tiempo. Los dos consejeros se intercambiaron una mirada de asombro que el faraón advirtió. El jefe de policía se movió, pero el rey no quiso convertir el tema de la reina en una charla amarga, aunque se preguntó a si mismo cuál seria la reacción de la reina ante esos vítores. Se angustió aún más y sintió una violenta ola de cólera, rebeldía y locura. Se dirigió a Sufajatib diciendo con rudeza:
—¿Ha llegado el momento de ir?
—¿No puede mi señor dejarlo? —preguntó Tahu con asombro.
—¿No me has oído, visir? —dijo el rey violentamente.
Sufajatib se alteró y dijo con sumisión:
—Dentro de un breve momento, señor. Creía que mí señor dejaría de ir.
—Iré al templo del Nilo, entre la multitud enfadada, y ya veremos lo que pasa. Ve a tu puesto, Tam —dijo el rey con calma, como anticipándose a la tempestad.