Y llegó el día de la fiesta del Nilo. Abu recibió a la muchedumbre desde el más lejano Sur y Norte. En el ambiente se alzaron los himnos y se adornaron las casas con banderas, flores y ramos de olivo. Los sacerdotes y los gobernadores recibieron los primeros rayos de sol en dirección al palacio faraónico para unirse al grandioso séquito real que saldría de palacio a media mañana.
Mientras las autoridades estaban esperando en una de las salas a que bajara el rey, entró un ujier, los saludó en nombre del rey y dijo con voz estridente:
—Honorables señores: el faraón desea reunirse con vosotros en seguida. Pasad, por favor, al recibidor faraónico.
Todos recibieron el aviso del ujier con una sorpresa que no pudieron disimular, pues era costumbre que el rey recibiera a los hombres de su reino después de la celebración de la fiesta y no antes. La duda apareció en todos los rostros y empezaron a preguntarse cuál seria el grave asunto que había exigido esa reunión que rompía las tradiciones.
No obstante, acudieron a la cita obedientes. Fueron al majestuoso salón de recepciones. Los sacerdotes ocuparon los asientos de la derecha y los gobernadores se sentaron frente a ellos. En medio estaba el trono faraónico, entre dos filas de asientos reservados a los príncipes y a los visires.
No tardaron mucho en entrar los visires encabezados por Sufajatib, seguidos, al rato, por los príncipes de la casa reinante. Se sentaron a la derecha del trono y respondieron a los saludos de los hombres que se pusieron de pie para saludar.
El silencio reinó y la seriedad y la atención aparecieron en los rostros. Cada cual se sumió en sus pensamientos, preguntándose por los motivos de una reunión tan importante, cuando apareció el portasellos. Lo miraron con suma atención. El hombre anunció con voz estridente la llegada del rey:
—El faraón de Egipto, luz del sol y sombra de Ra sobre la tierra. Su Majestad Mernerá Segundo.
Todos se pusieron de pie y se inclinaron hasta casi tocar el suelo con la frente. El rey llegó majestuoso e imponente, seguido del comandante del ejército, Tahu, del portasellos, del ujier mayor del príncipe Karafanro y del gobernador de Nubia. Se sentó en el trono y dijo con voz imponente:
—Os saludo, sacerdotes y gobernadores, y os permito sentaros.
Los cuerpos inclinados comenzaron a enderezarse lentamente. Se sentaron en medio de un silencio absoluto que hacía de la respiración una tarea complicada. Las miradas se dirigieron al dueño del trono, deseando escucharlo cuanto antes. El rey se acomodó en su asiento y dijo mirando a todos, y sin que su mirada se fijara en nadie:
—Príncipes, ministros, sacerdotes y gobernadores del Alto y Bajo Egipto. Os he convocado para consultaros sobre un asunto de suma gravedad que atañe a la seguridad del reino y a la gloria de nuestros antepasados. Señores: ha llegado un mensajero del Sur, Hamana, el ujier mayor del príncipe Karafanro, con una importante misiva de su señor. Por ello he creído que mi deber era convocaros sin tardanza para informaros de ella y consultaros sobre el trascendente contenido.
El faraón se volvió hacia el mensajero, le hizo una seña con el cetro y el hombre avanzó hasta que estuvo al lado del trono. El faraón le dijo:
—Lee la misiva.
El hombre desplegó el papiro y leyó con voz alta y clara:
«Del príncipe Karafanro, gobernador de Nubia, a Su Majestad el faraón de Egipto, luz del sol reluciente y sombra del dios Ra, protector del Nilo, dueño de Nubia y Tur Sina y señor del desierto oriental y occidental.
»Señor: me da pena llevar a los oídos de vuestra sagrada persona malas noticias sobre los acontecimientos derivados de una descarada traición ocurrida en las posesiones de la corona sitas junto a la frontera sur de Nubia. A raíz del pacto de Egipto con las tribus de Masayo y sus logros, como son la tranquilidad y la seguridad, ordené la retirada de la mayoría de los destacamentos asignados a varios puntos del desierto y su vuelta a sus bases iniciales. Pero hoy me ha llegado un oficial de los destacamentos notificándome que los caudillos de las tribus se han rebelado, faltando a su juramento, y que se han abalanzado de noche sobre los cuarteles de los destacamentos y han asesinado salvajemente a los soldados. Estos han luchado desesperadamente contra unas fuerzas que les superaban cien veces o más, hasta que han caído todos valientemente. Las tribus han invadido todo el territorio y se han dirigido hacia el Norte, a Nubia. He considerado prudente no exponer al peligro las escasas fuerzas que poseo y dirigir toda mí atención a proteger las fortificaciones y las ciudadelas para contener al enemigo invasor. Mi carta no llegará hasta después de que nuestros soldados se hayan enzarzado con la vanguardia de los invasores. Espero órdenes de mi señor. Permaneceré a la cabeza de mi ejército luchando por mi señor el faraón y mi país, Egipto».
Cuando el mensajero terminó de leer la carta, su voz seguía resonando en muchos corazones. En cuanto a los gobernadores, sus ojos ardientes echaban chispas. Por las filas se propagó una violenta agitación. Los sacerdotes permanecieron con el ceño fruncido y la mirada helada, convirtiéndose en estatuas inmóviles en un templo silencioso.
El faraón se quedó callado hasta que el impacto alcanzó su máximo grado, luego dijo:
—Esta es la misiva por la que os he convocado a consulta.
El gobernador de Tebas estaba a la cabeza de los exaltados. Se puso de pie e inclinó la cabeza respetuoso:
—Señor, es una misiva muy grave, y la única respuesta es convocar a la movilización.
La intervención fue bien acogida por los gobernadores. El de Ambús se levantó y dijo:
—Buen parecer, señor. La respuesta unánime es la inmediata movilización. Por qué no, si detrás de las fronteras meridionales tenemos unos hermanos valientes a quienes el enemigo pone en aprietos. Están resistiendo. No debemos quedarnos rezagados ni tardar en socorrerlos.
Ana pensaba en las repercusiones que atañían a sus responsabilidades:
—Si esos salvajes atraviesan las tierras de Nubia, sin duda amenazarán las fronteras.
El gobernador de Tebas encabezaba a los exaltados. Reiteró una antigua opinión suya que siempre había deseado que se realizara:
—Mi opinión ha sido siempre, señor, que el reino tenga un gran ejército permanente que permita al faraón cumplir con sus obligaciones en la defensa de la patria y sus anexiones más allá de las fronteras.
El entusiasmo se propagó entre todos los gobernadores y la mayoría convocó a la movilización. Otros aclamaron al príncipe Karafanro y su destacamento en los territorios de Nubia. La impresión produjo impacto en algunos gobernadores, que dijeron al rey:
—Señor, no nos será apetecible celebrar la fiesta mientras nuestros valientes hermanos están amenazados por la muerte. Permitidnos ir a reclutar al ejército.
El faraón permaneció callado durante todo el tiempo para ver cuál era la reacción de los sacerdotes. Estos, a su vez, guardaban silencio esperando que se sosegaran los ánimos. Cuando los gobernadores se hubieron callado, se levantó el sacerdote mayor, Batah, y preguntó con una extraña calma:
—¿Me permitís, señor, que dirija al mensajero de Su Alteza el príncipe Karafanro una pregunta?
El rey contestó con extrañeza:
—Tienes permiso, sacerdote mayor.
El sacerdote Batah se dirigió al mensajero y le preguntó:
—¿Cuándo saliste de Nubia?
—Hace dos semanas —contestó el mensajero.
—¿Y cuándo llegaste a Abu?
—Anoche.
El sacerdote se dirigió al faraón y dijo:
—¡Oh!, rey adorado. El asunto es sumamente extraño. Ayer llegó este honorable mensajero del Sur con la noticia de que las tribus de Masayo se habían rebelado, y ayer mismo llegó una misión de los jefes de Masayo desde el extremo Sur manifestando su obediencia a su señor el faraón y elevando ante sus sagradas puertas manifestaciones de agradecimiento por la gracia y la paz que se les ha otorgado. ¡Cómo necesitamos a alguien que desvele estos asuntos oscuros!
2Esto era algo que nadie esperaba y produjo una gran sorpresa. Un inusitado movimiento se apoderó de las cabezas. Los gobernadores y los sacerdotes empezaron a intercambiar miradas interrogantes y sorprendidas. Los príncipes empezaron a susurrar entre sí, mientras que a Sufajatib le dio un vuelco el corazón, miró a su señor, asustado, y vio cómo este agarraba con fuerza el cetro y lo apretaba hasta que se le hincharon las venas del antebrazo y le cambió de color. El hombre temió que el rey montara en cólera y preguntó al sacerdote:
—¿Y quién os ha dado esa noticia, Excelencia?
—Los he visto con mis propios ojos, visir. Ayer visité el templo de Sotis y su sacerdote me presentó a una delegación de negros que dijeron ser caudillos de las tribus de Masayo, y que habían llegado para testificar su obediencia al faraón. Han pasado la noche como invitados del visir.
—¿No se os ha ocurrido pensar que podían ser de Nubia? —Arguyó Sufajatib, a lo cual el hombre contestó con tranquilidad:
—Dijeron que eran de Masayo. De todos modos, he aquí a un hombre —el comandante Tahu— que se ha enzarzado con los Masayo en numerosas guerras. Conoce a todos sus caudillos. Si le parece bien a Su Majestad el rey, puede llamar a esos caudillos a su sagrada presencia. Quizá sus palabras despejen nuestras dudas.
El rey estaba tremendamente nervioso y enfadado. No obstante, no supo cómo rehusar lo que le proponía el sacerdote. Sintió que los rostros se dirigían hacia él con cierta expresión de ansia, deseo y ruego. Llamó a unos de los ujieres y le dijo:
—Ve al templo del dios Sotis y llama a los representantes de los negros.
El ujier se apresuró a acatar la orden. Todos se quedaron esperando, como zumbándoles los oídos. La sorpresa se reflejaba en la cara de todos. Se afanaban en guardar silencio, aunque a cada uno de ellos le gustaba preguntar al compañero y escucharlo. Sufajatib permaneció angustiado y pensativo. Le robaba a su señor miradas disimuladas, temiendo lo que le esperaba. Pasaron dolorosos y pesados minutos, como si se los arrancaran de su propia carne. El rey, desde el trono, contemplaba a los gobernadores angustiados y a los sacerdotes pensativos. Sus ojos no podían ocultar los sentimientos que bullían en él. Todo el mundo parecía escuchar un ruido que llevaba el viento desde lejos. Salieron de si mismos y aguzaron el oído. El ruido se acercaba a la plaza de palacio. He aquí que eran voces que aclamaban, y a medida que se acercaban, el ruido se hacía más fuerte, hasta que invadió todos los rincones. Era mezclado e indescifrable. Entre esas multitudes y los reunidos, mediaba el largo vestíbulo del palacio. El rey mandó a un ujier que fuera a ver lo que pasaba. El hombre se ausentó un rato, luego volvió y le dijo al faraón al oído:
—La multitud llena la plaza rodeando los carros que llevan a los caudillos de los negros.
—¿Y qué gritan?
—Aclaman en favor de los fieles amigos del Sur y del pacto de paz.
El hombre vaciló un poco; luego continuo:
—Aclaman, señor, al responsable del pacto de paz, Janum Hatab.
El rostro del rey palideció de cólera. Sintió rencor y derrota. Se preguntó a si mismo cómo convocar al pueblo que aclamaba a los caudillos de los Masayo y en favor de la paz, a la lucha contra los Masayo. Permaneció esperando colérico, triste y abatido.
Un oficial de la guardia anunció la llegada de los caudillos. Abrió la puerta de par en par. La delegación entró encabezada por su jefe. Eran diez personas robustas, sin otra ropa que una falda que les cubría de cintura para abajo. En la cabeza llevaban coronas hechas de hojas. Todos se prosternaron en el suelo y avanzaron reptando hasta el trono. Besaron el suelo ante el faraón, el cual les tendió el cetro y lo besaron con devoción. Les mandó levantarse y se pusieron de pie con respeto. Su jefe dijo en dialecto egipcio:
—Señor adorado, faraón de Egipto, dueño del valle y adorado de todas las tribus. Hemos llegado a vuestro reino para presentaros las más destacables manifestaciones de sumisión, humildad y agradecimiento por todo el bienestar que nos habéis otorgado, pues gracias a vuestra clemencia, hemos tenido buena comida y hemos bebido agua limpia.
El rey los bendijo levantando la mano. Las miradas se dirigieron hacia él, como rogándole que les preguntara acerca de lo que se decía de su país. El rey preguntó vencido:
—¿De qué tribus sois?
—Aureola adorada —contestó uno de ellos—. Somos los caudillos de las cabilas de Masayo que imploran gloria a Vuestra Majestad.
El rey se calló, pues no se atrevió a preguntarles nada acerca de sus seguidores. Estaba angustiado tanto por el lugar como por los que allí estaban.
—El faraón os lo agradece, oh fieles esclavos, y os bendice. Les ofreció el cetro, lo besaron de nuevo y se dieron la vuelta con la frente casi tocando el suelo.
La cólera abrasaba el corazón del faraón. Sintió interiormente que los sacerdotes le habían asestado un golpe mortal en una lucha implícita que sólo ellos conocían. La rabia se apoderó de él y se alteró por el enfado; no obstante, se rebeló contra su derrota y dijo con voz potente:
—Tengo una carta que no deja lugar a dudas. Tanto si las tribus siguen a sus caudillos como si no, lo que es incuestionable es que hay una rebeldía, que existen disidentes y que nuestros soldados ahora están cercados.
El entusiasmo volvió a los gobernadores; el de Tebas dijo:
—Señor: la sabiduría divina ha corrido por vuestra lengua.
Nuestros hermanos esperan socorro. No debemos, por tanto, perder el tiempo en discusiones. La verdad está muy clara.
El rey replicó con violencia:
—Oh, gobernadores, os dispenso hoy de participar en la fiesta del Nilo. Tenéis ante vosotros una responsabilidad mucho más importante. Volved a vuestras provincias y movilizad al ejército, pues cada minuto que pase lo pagaremos caro.
Cuando el rey hubo dicho eso, se puso de pie concluyendo la reunión. Todos se levantaron y se inclinaron ante Su Majestad.