EL PERIODO DE ESPERA

El palacio faraónico, el palacio de Biya y la Gasa del Gobierno esperaban la vuelta del mensajero con impaciencia pero con tranquilidad y confianza en el porvenir. Cada día que pasaba los acercaba más al éxito y los reconfortaba con el calor de la esperanza. Ese sentimiento hermoso y bueno no se habría interrumpido si no fuera porque el visir recibió una peligrosa carta de los sacerdotes. Antes, Sufajatib ignoraba ese tipo de cartas o las transmitía, contrariado, a la reina. Pero en esa encontró un significado inusitado, y no quería cargar con la responsabilidad de ocultárselo a su señor. Se lo comunicaría aunque el faraón se enfadara con él. Se entrevistó con él y le leyó la carta que era una arriesgada petición formulada por todos los sacerdotes, encabezados por los de Ra, Amón, Bitah y Apis. Rogaban a su señor que devolviera las tierras de los templos a sus dueños, los dioses adorados que cuidaban de ellas. Aseguraban que no se habrían atrevido a solicitarlo si hubieran encontrado un solo motivo que justificara la confiscación. El tono de la carta era fuerte y firme. El rey se encolerizó, la rompió en pedazos y la tiró al suelo gritando:

—Ya les contestaré luego.

—Ahora se dirigen a vos en grupo, mientras que antes lo hacían individualmente —dijo Sufajatib, a lo cual contestó el rey encolerizado:

—Mandaré azotarlos a todos, y que protesten tanto como les permita su ignorancia. Si los acontecimientos superan los límites, mandaré al gobernador de Tebas que vaya a ver al visir y le diga que Janum Hatab ha visitado su circunscripción y que le han brindado un caluroso recibimiento popular en el que han participado los sacerdotes y las sacerdotisas de Amón y una gran multitud de autóctonos. Que le han aclamado y que la muchedumbre ha vociferado en pro de los derechos de los dioses que es preciso conservar y hacerlos rentables. Que algunos incluso se han pasado de la raya y han gritado llorando: «¡Qué lástima que los bienes de Amón se despilfarren con una bailarina!».

El visir se quedó silencioso y triste, pero su lealtad superó también esta vez su vacilación. Dio a conocer con tacto las noticias a su señor. El rey se encolerizó, como de costumbre, y dijo apenado:

—El gobernador de Tebas escucha y ve sin hacer nada.

—Señor, no dispone más que de las fuerzas policiales que por si solas no pueden contener a la multitud —dijo Sufajatib con tristeza.

—No tengo más que esperar pacientemente. Juro por los dioses que he tirado mi orgullo por los suelos —dijo el rey encolerizado.

Una nube de tristeza acampó sobre la gloriosa Abu recubriendo los soberbios palacios y las Casas del Gobierno. La reina Nitocris estaba recogida en su pabellón, rehén del aislamiento y la soledad. Soportaba los dolores de su corazón roto y de su orgullo herido. Contemplaba los acontecimientos con ojos tristes y apagados. Sufajatib, a su vez, recibía las noticias con tristeza y decía con pena a Tahu que estaba silencioso y abatido:

—¿Acaso Egipto ha presenciado antes un motín como este? ¡Qué lástima!

La felicidad del rey se convirtió en enfado y cólera. Sólo podía descansar cuando se entregaba a los brazos de la mujer a la que había rendido su alma. Ella sabía lo que le pasaba y lo distraía, le mostraba ternura y le susurraba al oído:

—Paciencia.

Él suspiraba y exclamaba con rabia:

—Sí. Hasta que me haga con las riendas del poder.

No obstante, las dificultades aumentaron. Janum Hatab multiplicó sus visitas a las regiones y fue recibido con manifestaciones de apoyo en todas partes y aclamado en todas las provincias. Muchos gobernadores se incomodaron por ello y le dieron un significado del cual su lealtad al faraón recelaba. Los gobernadores de Ambús, Fermuntas, Latulis y Tebas se reunieron, intercambiaron opiniones y decidieron reunirse con el rey. Se dirigieron a Abu y solicitaron una entrevista con el rey. El faraón les concedió una entrevista oficial a la que asistió Sufajatib. El gobernador de Tebas avanzó ante Su Majestad y le saludó con servidumbre y fidelidad; a continuación dijo:

—Señor, la auténtica fidelidad no ha de limitarse sólo a un sentimiento cordial, tiene que acompañarse con el consejo, la buena obra y hasta el sacrificio, si hiciera falta. Estamos ante un asunto en que la verdad nos puede conducir a un verdadero problema. Pero el remordimiento de conciencia no nos deja en paz, por ello tenemos que decir la verdad.

El faraón se calló un momento, luego dijo al gobernador:

—Habla, gobernador, te estoy escuchando.

El hombre respondió con valentía:

—Señor, los sacerdotes están enfadados y se lo han contagiado al pueblo que los escucha mañana y tarde. Por ello han acordado que se devuelvan las tierras a sus dueños.

La cólera apareció en el rostro del faraón y dijo con rabia:

—¿Acaso el faraón ha de someterse a la voluntad de la gente?

El hombre replicó con sinceridad y osadía:

—Señor, la felicidad del pueblo es una responsabilidad que los dioses otorgaron al faraón. No habrá sumisión sino inclinación hacía los súbditos digna de mi señor.

El rey golpeó el suelo con el cetro y dijo:

—No considero la rectificación más que como sumisión.

—Que los dioses me libren de aconsejar a mi señor el sometimiento. No obstante, la política es un mar agitado, y el gobernador es como el capitán que tiene que evitar los vientos tempestuosos y aprovechar la buena ocasión —añadió el hombre.

Pero al rey no le gustaron sus palabras y movió la cabeza en señal de desafío y desprecio. Sufajatib pidió la palabra y preguntó al gobernador de Tebas:

—¿Tenéis pruebas de que el pueblo comparte los sentimientos de los sacerdotes?

A lo que el gobernador respondió con firmeza y seguridad:

—Sí, Excelencia. He repartido espías por todas las provincias, los cuales han visto de cerca el enfado del pueblo y han escuchado cómo se mete en lo que no debe.

—Eso mismo he hecho yo, y me han llegado noticias alarmantes —dijo el gobernador de Fermuntas.

Cada gobernador expuso su parecer, y sus palabras indicaron la gravedad del asunto. Así terminó esta primera reunión de su género que nunca habían tenido lugar en los palacios de los faraones.

El rey se reunió en seguida con su visir y con el comandante de su guardia en su pabellón particular. Estaba enfadado, alterado y amenazante. Dijo a ambos hombres:

—Esos gobernadores son fieles y sinceros, pero son cobardes. Si hubiera seguido sus consejos, habría expuesto mi trono a la humillación.

De pronto, Tahu le dio la razón a su señor:

—Dar marcha atrás es una derrota, señor.

Sufajatib pensaba en otras posibilidades:

—Hemos de tener en cuenta la fiesta del Nilo. No faltan más que unos días. La verdad es que mi corazón no está tranquilo con el hecho de que se reúnan miles de personas enfadadas en Abu.

—Dominamos Abu —replicó Tahu.

—De eso no hay duda, pero no hay que olvidar que durante la fiesta anterior se produjeron algunas aclamaciones traidoras, y nuestro rey aún no había realizado sus deseos. Tenemos que prevenir otros gritos aún más resonantes.

—Esperemos que el mensajero vuelva antes de la fiesta —dijo el rey.

No obstante, Sufajatib no cesaba de sopesar los asuntos desde su particular punto de vista. Dijo, íntimamente convencido de la propuesta de los gobernadores:

—El mensajero volverá pronto y leerá su misiva en público.

No hay duda de que los sacerdotes, poseedores del afecto de su señor y disfrutando de lo que están convencidos que les pertenece por derecho, estarán más tranquilos respecto a la movilización y más entusiastas. Cuando mi señor tome las riendas del poder, podrá dictar su voluntad sin que nadie le contraríe.

El rey se incomodó sobremanera por la opinión de Sufajatib y se sintió solo en su pabellón particular. Se apresuró hacia el palacio de Biya, donde nunca le perseguía la soledad. Rhadopis ignoraba lo que había ocurrido en la última reunión. Estaba más propicia que él a la tranquilidad, pero no le costó mucho leer en su rostro transparente y percibir la cólera que bullía en su corazón. Sintió cierta preocupación y lo miró interrogante, con la pregunta a flor de los labios.

—¿A que no sabes, Rhadopis? Los gobernadores y los visires me aconsejan que devuelva las tierras a los sacerdotes y que acepte la derrota —confesó contrariado.

—¿Y qué es lo que los ha impulsado a dar tal consejo?

El rey le contó lo que le habían dicho los gobernadores y lo que le habían aconsejado. Ella se iba sintiendo cada vez más incómoda y más triste, hasta que ya no pudo contenerse y exclamó:

—El panorama se está poniendo grisáceo y oscuro. Los gobernadores no habrían expresado su opinión si no fuera por algún motivo de graves consecuencias.

—Mi pueblo está enfadado —dijo el rey con cierto desprecio.

—Señor, la gente es como un navío a la deriva sin viajeros, a merced del viento.

—Pararé ese viento —aseguró amenazante.

La volvieron a invadir los temores y las dudas. Su paciencia la traicionó en aquellos instantes y dijo:

—Tenemos que aconsejar prudencia. Hemos de retroceder voluntariamente durante un breve período; el día de la victoria está cercano.

El rey la miró extrañado y le preguntó:

—¿Me estás aconsejando sumisión, Rhadopis?

Ella lo estrechó contra su pecho, pues le había dolido el tono; luego dijo mientras sus ojos desgranaban unas lágrimas calientes:

—Es mejor para quien se está preparando para el gran ataque replegarse un poco. La victoria siempre viene al final.

El rey suspiró y exclamó:

—¡Ay! Rhadopís. Si hasta tú ignoras mi alma, ¿quién podrá conocerla? Yo soy quien se siente contrariado, marchito de tristeza como una rosa secada por el viento.

El efecto de sus palabras se reflejó en los negros ojos de Rhadopis, la cual dijo con profunda tristeza:

—Yo daré la vida por ti, amor mío. Nunca te marchitarás si mi corazón te riega con amor puro.

—Viviré triunfante cada momento de mi vida. No dejaré que Janum Hatab diga jamás que me ha humillado.

Ella le sonrió con tristeza y le preguntó:

—¿Acaso queréis gobernar un pueblo sin emplear la astucia de vez en cuando?

—La resignación es la única astucia del débil. Yo permaneceré siempre erguido como una espada contra cuyo filo se aniquilan los traidores.

Ella suspiró triste y apenada sin querer volver al asunto. Admitió la derrota ante su cólera y su orgullo. Desde aquel momento empezó a preguntarse, preocupada, por la vuelta del mensajero. ¿Cuándo volvería? ¿Cuándo volvería el mensajero?

¡Qué dura es la espera!… Si los aspirantes a algo conocieran el tormento de la espera, rehusarían a la vida. ¡Cuántas veces ha contado los minutos y las horas, y ha esperado la salida y la puesta del sol! Sus ojos se consumen de tanto mirar el recorrido del Nilo por el Sur. ¡Cuántas veces habrá contado el paso del tiempo con sus propios suspiros y los latidos de su corazón! ¡Cuántas veces habrá gritado angustiada: ¿Dónde estás, Benamón?! Hasta el propio amor lo disfruta en un estado de duermevela. Ni paz, ni tranquilidad hasta que vuelva el mensajero con la misiva.

Los días pasaban arrastrándose lentamente, basta que cierto día, cuando estaba sentada, absorta en sus pensamientos, entró Shiz corriendo. Levantó la cabeza y le preguntó:

—¿Qué te pasa, Shiz?

La esclava contestó, conteniendo la respiración:

—Señora, ha llegado Benamón.

La alegría la inundó. Se levantó súbitamente, como un pájaro asustado, gritando:

—¡Benamón!

—Sí, señora —dijo la esclava—. Está esperando en el recibidor. Me ha pedido que os avisara de su llegada. ¡Cómo lo ha cambiado el viaje!

Rhadopis bajó corriendo las escaleras hacia el recibidor. Lo encontró esperando su llegada, con el ansia brillándole en los ojos. Ella apareció como una llama, repleta de alegría y esperanza. Benamón pensó que era por él, lo inundó una felicidad divina y se arrojó a sus pies como para rendirle culto. La rodeó los pies con cariño y empezó a besárselos.

—Adorada mía —exclamó—. He soñado mil veces que besaba estos pies, y he aquí que estoy realizando mis sueños.

Ella jugueteó con su pelo y dijo dulcemente:

—Querido Benamón… Benamón. ¿De verdad has vuelto a mí?

Los ojos de él brillaron con la luz de la vida. Introdujo la mano en su pecho y sacó una pequeña caja de marfil. La abrió y era tierra lo que contenía; luego dijo:

—Esta tierra es de la que pisabas en el jardín. La recogí con mis propias manos y la conservé en esta caja para llevarla conmigo en el viaje. La besaba cada noche antes de entregarme al sueño, luego la guardaba en mi corazón.

Lo escuchaba algo inquieta, sus sentimientos estaban muy lejos de la charla. Se agotó su paciencia y le preguntó dulcemente, disimulando su preocupación:

—¿No traes nada?

Él metió la mano en el pecho otra vez y sacó un papiro enrollado que le tendió. Ella lo cogió con mano temblorosa mientras la invadía una sensación de felicidad. Sintió que cierto adormecimiento se propagaba por sus miembros y le debilitaba las fuerzas. Miró detenidamente el papiro y lo apretó con la mano. Casi se había olvidado de la existencia de Benamón, a no ser porque su mirada cayó en él. Recordó algo importante y le preguntó:

—¿No ha venido contigo un mensajero de parte del príncipe Karafanro?

—Si, señora —respondió el joven—. Él ha sido quien ha traído el papiro. Ahora está esperando en el salón de verano.

No pudo permanecer quieta mucho tiempo porque la alegría que invadía sus sentimientos es enemiga de la quietud.

—Te dejo en manos de los dioses durante unos momentos. El salón de verano te está esperando. Ya tendremos más tiempo.

Se llevó el papiro corriendo. Su corazón, desde las profundidades, llamaba a su amado y señor. Si no fuera por el pudor, habría volado hasta su palacio, como hizo el águila, para comunicarle la buena nueva.