TAHU DELIRA

La espera era amarga desde el principio. Algo dentro de ella le susurraba con angustia: «¡Ojalá el rey no hubiera desvelado el contenido del mensaje a nadie!». Lo deseaba con un ardor y una congoja que ni siquiera mitigaba la desmedida confianza demostrada por el rey en sus dos hombres más cercanos. No obstante, sus preocupaciones no eran manifiestas, aunque su inquietud la indujo a preguntarse: ¿qué ocurrirá si alguien revela el contenido del mensaje a los sacerdotes? ¿Dudarán en defenderse contra el inminente mal que los acecha?… ¡Dios mío!… El haber desvelado el contenido del mensaje es algo muy peligroso. Ningún espíritu patriótico puede concebir la esencia de ese peligro. Sintió un temblor propagarse por su sensible cuerpo. Sacudió la cabeza con fuerza, como para despejar su imaginación de figuraciones y preocupaciones, y susurró a su conciencia para calmarla: «Todo se desarrolla según el plan previsto. No hay motivo alguno, pues, para despertar esas preocupaciones y esas figuraciones espantosas que sólo emanan de un corazón intranquilo».

No obstante, apenas se tranquilizaba cuando volvía su imaginación a planear sobre esos temores. Se imaginaba el rostro de Tahu rabioso y contraído de dolor, y escuchaba su voz ronca de timbre herido, dolorido. Sufría mucho por esas preocupaciones que no podía explicar ni despejar el enigma que las rodeaba.

¿Tendría razón en temer a Tahu y desconfiar de él? Todos los indicios apuntaban a que él había olvidado, pero ¿podría tomarse la revancha? Él no podía llamar a su puerta después de estarle vedado, y no le quedaba más remedio que aguantar y resignarse. Pero eso no significaba que lo hubiera olvidado.

¿Le quedaría algo del pasado colgado en el corazón? Tahu era terco y desafiante. Puede que el amor que albergaba se hubiera convertido en latente odio y aprovechara cualquier ocasión para vengarse. No obstante, aún sumergida en sus tristezas, no se olvidó de ser justa con Tahu y pensar en su lealtad y su abnegación a su señor. Era un hombre responsable a quien nada podía desviar de su camino.

Todo, menos sus preocupaciones, invitaba a la tranquilidad. Si el mensajero acababa de salir de su palacio, ¿cómo podría esperar un mes o más? El miedo se apoderó de ella y se le ocurrió algo extraño: llamar a Tahu. Era algo que no había pensado antes y que en ese momento necesitaba. Lo que le impulsaba a ello era esa sensación que le impulsa a uno a ceñir un peligro seguro e inevitable. Lo pensó agitadamente y al final se dijo a sí misma: voy a llamarle para ver lo que esconde. Quizá así pueda evitar su daño —si hay algún daño que evitar—, salvarlo de sí mismo y salvar a mi señor del mal. Su deseo no tardó en convertirse en una voluntad irreprimible. Se aferró a ella con ahínco y preocupación. Llamó enseguida a Shiz y la mandó dirigirse al palacio del comandante Tahu y llamarle. Shiz se marchó mientras ella se quedó esperando angustiada en el recibidor. No dudaba de que él acudiría a la cita. Se dio cuenta de su nerviosismo y lo comparó con sus días de antaño, cuando era fuerte y fría. Supo que desde el día en que el amor irrumpió en su corazón, se había convertido en una mujer débil y angustiada que se desvelaba por una vana ilusión y una engañosa preocupación.

Tahu llegó como lo había previsto. Iba vestido con el uniforme oficial. Eso la tranquilizó: era como sí le estuviera diciendo que se había olvidado de Rhadopis, la bella del palacio blanco, y ahora estaba reunido con la amiga de su señor el faraón.

El comandante se inclinó en señal de respeto y dijo sin inmutarse:

—Que los dioses hagan felices vuestros días, honorable señora.

—Y los vuestros, honorable comandante. Os agradezco que hayáis aceptado mi invitación —dijo mientras lo escudriñaba con la mirada.

—Vos mandáis, señora —respondió él bajando la cabeza.

Lo veía fuerte, como era, macizo y con la piel muy irrigada de sangre. No obstante, no le pasó desapercibido cierto cambio repentino que sólo sus ojos examinadores podían ver: en su rostro se percibía cierta palidez que hacía que sus ojos hubieran perdido su acostumbrado brillo y se apagara toda la vida que relucía en el rostro del hombre. Temía que se debiera a lo que había sucedido aquella extraña noche que los separó, hacía aproximadamente un año. ¡Qué lástima! Tahu era como un viento devastador que se había convertido en un viento inmóvil.

—Os he llamado, comandante, para felicitaros por la gran confianza que os profesa el rey.

El comandante respondió extrañado:

—Gracias, señora. Ese es un antiguo don que los dioses me otorgaron.

Ella esbozó una fingida sonrisa y dijo astutamente:

—Os agradezco que hayáis apoyado tan gentilmente mi idea.

El hombre se quedó pensativo un momento, luego se acordó:

—Quizá os refiráis, señora, a la brillante idea que os inspiró vuestra privilegiada mente.

Rhadopis asintió con la cabeza y él añadió:

—Es una idea extraordinaria, digna de vuestra brillante inteligencia.

—Su puesta en práctica garantizará la fuerza y la autoridad a nuestro señor y la paz y la tranquilidad para la patria —dijo ella sin expresar demasiado entusiasmo.

—Esa es una gran verdad —reconoció el comandante—. Por eso acogimos la idea con júbilo.

Ella lo miró profundamente y dijo:

—Pronto llegará el día en que mi idea necesitará vuestra fuerza para realizarse con éxito.

El hombre inclinó la cabeza y respondió:

—Gracias por vuestra apreciable confianza.

La mujer se calló un momento. Tahu estaba distante, comedido y serio, muy al contrario de como lo conocía, aunque no esperaba otra cosa de él. Experimentó cierta tranquilidad y confianza. Una necesidad acuciante la empujaba a reabrir un antiguo tema y a pedirle perdón y olvido. No obstante, no supo cómo expresarse; la venció la indecisión, temió arriesgarse y abandonó su propósito. En el último momento, consideró oportuno aclarar sus sentimientos de otra forma. Le tendió la mano y dijo sonriendo:

—Os tiendo la mano con consideración y amistad, comandante.

El hombre posó su tosca mano en la mullida y fina mano de ella. Pareció impactado y no pudo replicar nada. Así terminó la breve y determinante cita.

***

De vuelta a la embarcación, se preguntó a sí mismo con cierta precaución: «¿Por qué me habrá llamado esta mujer?». Dio rienda suelta a los sentimientos que había reprimido en su presencia y se tambaleó, se le mudó el color, se agitaron sus extremidades y fue perdiendo la razón y el sentido rápidamente.

Los remos golpeaban el agua mientras él se tambaleaba como borracho, como sí volviera de una derrota que le hubiera arrebatado el honor y la autoestima. Se imaginó que las palmeras que bordeaban la orilla bailaban vertiginosamente y que el aire era asfixiante por el polvo que llevaba. La sangre irrumpía en sus venas caliente, violenta, loca y venenosa. Encontró una jarra de vino sobre la mesa de la cámara privada y lo vertió en su garganta hasta que lo vació alocadamente y se tendió en el diván en una desesperación mortal.

En realidad no la había olvidado sino que estaba escondida en los pliegues de su alma, en un pasadizo oculto que no cesaba de allanar con paciencia y fuerte compromiso con sus responsabilidades. Pero cuando la vio, después de un año, el depósito de su alma estalló y las llamas subieron hasta que abrasaron toda su alma. Sintió suplicio, abatimiento, desesperación y el orgullo asesinado. Experimentó la derrota y el suplicio dos veces en una sola batalla finalizada. Sintió que se mareaba y empezó a hablarse a sí mismo muy enfadado. Sabía muy bien por qué lo había llamado. Lo había convocado para asegurarse de su fidelidad, para estar tranquila por su dueño y querido señor. Por eso había fingido amistad y acercamiento. Qué curioso que Rhadopis, que había sido libertina y dura, se hubiera vuelto seria y estuviera aprendiendo lo que era el amor y la naturaleza de sus miedos y dolores. Temía la traición de Tahu que hasta hace poco se adhería al calzado de ella como el polvo; luego lo había sacudido con asco y aburrimiento. ¡Malditos sean el cielo y la tierra! ¡Maldito sea todo el mundo! Él sentía una desesperación mortal, una cólera asesina y un odio asfixiante que trituraba su alma titánica. Solía enfadarse de una manera loca y devastadora, y su sangre se encendía como una hoguera. Se tapaba los oídos y casi no oía nada, y se emborrachaba para ver la vida como una llama roja.

Apenas la embarcación atracó junto a las escaleras del palacio faraónico, salió apresuradamente. Anduvo tambaleándose por el jardín, sin prestar atención a los saludos de los soldados, y se dirigió a la sala del comandante de guardia de los cuarteles. Mientras caminaba lo paró el visir, Sufajatib, el cual volvía del pabellón real. El visir lo recibió con una sonrisa pero Tahu se quedó inmóvil frente a él como si no lo conociera. Sufajatib se asombró por su inmutabilidad y le preguntó:

—¿Cómo estáis, comandante Tahu?

—¿Yo?… Como un león caído en una trampa… o como una tortuga reposando encima de un horno encendido —replicó Tahu con una extraña rapidez.

Sufajatib pareció no entender y preguntó:

—¿Qué estáis diciendo? ¿Qué relación hay entre el león y la tortuga, la trampa y el horno?

Tahu respondió sin dejar su estupor:

—La tortuga vive durante largo tiempo, se mueve lentamente y lleva una pesada carga. En cuanto al león, se contrae, ruge, salta violentamente y acaba con su presa.

El hombre lo miró fijamente a la cara y le preguntó:

—¿Estáis enfadado?… No es así como solía veros.

—Estoy enfadado. ¿Cómo negarlo, gran hombre? Yo soy Tahu, hijo de la guerra y de la lucha… ¡Ay! Cómo aguanta el mundo esa paz pesada. Los dioses de la muerte están sedientos y un día he de satisfacer su sed.

Sufajatib asintió con la cabeza, como si hubiera entendido, luego dijo:

—¡Ah! Ahora entiendo, comandante. Es el vino añejo de Maryut.

—No, no y no —replicó Tahu serio—. La verdad es que tomé una copa de sangre. Luego me di cuenta de que era sangre de un ser maligno. Mi sangre se adulteró. Las cosas se complicaron aún más cuando encontré de camino aquí al dios del bien durmiendo en la pradera. Le hinqué la espada en el corazón… ¡A la lucha!…, la sangre es bebida de valientes.

Sufajatib agregó asombrado:

—Es el vino, sin duda, y tenéis que volver en seguida a vuestro palacio.

Pero Tahu se encogió de hombros y dijo:

—Cuidado, cuidado, visir. Ojo con la sangre adulterada, pues es el propio veneno. Ya se ha agotado la paciencia de la tortuga y saltará el león.

Cuando hubo dicho eso, se marchó desesperado, dejando a Sufajatib sumido en el desconcierto y la extrañeza.