EL MENSAJERO

Despuntó el día siguiente. El clima estaba frío y el cielo cubierto con mantos de nubes que se tornaban blancas y florecientes encima del sol, como un rostro inocente cuya apariencia testimoniara su profundidad. Los lejanos horizontes se oscurecían como si fueran colas que el sol hubiera olvidado tras de sí al marcharse.

La esperaba un gran trabajo que no la convencía mucho ni lo aplacaría su purificación en el templo. Conjuró para que desapareciera el pasado con sus desgracias. Tenía que engañar a Benamón y jugar con sus sentimientos para que sirviese a su amor y realizara su objetivo. No vaciló ni un momento porque tenía que adelantarse a los acontecimientos. Cuidaba mucho su amor y no le importaba sufrir por ello. Salió de sus aposentos y se dirigió al salón de verano muy segura de sí misma, porque engañar a Benamón era tan sencillo que no requería mucha astucia.

Caminó de puntillas y encontró al joven contemplando su imagen. Canturreaba una canción que ella había entonado antaño y que empezaba así:

Si tu belleza hace milagros,

¿por qué curarme no puede?

Le fascinó cómo la cantaba y aprovechó la ocasión para terminarla:

¿Acaso juego con lo que desconozco?

El horizonte está oculto tras las nubes

y quizá seas el tesoro escondido para mi corazón.

El joven se dio la vuelta asustado y encantado. Ella lo recibió con una agradable risa y le dijo:

—Tienes buena voz. ¿Por qué me lo has ocultado durante todos estos días?

La sangre se le subió a las mejillas y le temblaron los labios. Su gentileza le asombró.

La mujer captó lo que pasaba y le dijo, incitándolo a hablar:

—Veo que te entretienes en cantar y dejas el trabajo.

Él quiso negarlo. Señaló hacia su busto esculpido y balbució:

—Mirad.

La imagen era un hermoso rostro no carente de vida. Exclamó admirada:

—Tienes mucho talento, Benamón.

El joven sonrió de satisfacción y le dijo agradecido:

—Gracias, señora.

Ella respondió, desviando la conversación hacia su objetivo:

—Pero has sido muy duro conmigo, Benamón.

—¿Yo? ¿Cómo, señora?

—Has creado una imagen orgullosa, y yo deseaba ser como una paloma.

Se quedó silencioso, sin decir palabra. Ella interpretó el silencio a su favor:

—Mira cómo eres muy duro conmigo. ¿Cómo me ves, Benamón, orgullosa, dura y bella como esa imagen? ¡Vaya imagen! Me maravilla cómo puede hablar la piedra, aunque sé que crees que mi corazón no siente, como esa piedra. ¿No es así? No intentes negarlo porque eso es lo que piensas, pero ¿por qué, Benamón?

Él no supo qué contestar. Le vencía el silencio, mientras ella le contaba sus impresiones. ¿Se las creería y se dejaría seducir por ellas, poniéndose nervioso? La mujer continuo:

—¿Por qué piensas que soy dura? Tú sólo crees en las apariencias porque, por tu naturaleza, no puedes esconder lo que se agita en tu corazón. Ya he leído tu rostro, como si fuera una página de un libro abierto. Nosotros tenemos otra naturaleza; la sinceridad nos hace perder el goce del éxito y desaprovechar lo mejor que los dioses han creado para nosotros.

El joven se preguntó a sí mismo: ¿a qué se refería exactamente? ¿Sus palabras significaban lo que daban a entender, o es que se sentaba frente a él con el corazón y los ojos errantes, sin percibir el fuego que ardía dentro de él? ¿Qué era lo que la había hecho cambiar? ¿Por qué le hablaba tan cariñosamente? ¿Por qué penetraba en los dulces secretos que abrasaban su corazón? ¿Se refería exactamente a lo que decía? ¿Decía exactamente lo que él entendía?

La mujer dio otro paso diciendo:

—¡Ay, Benamón! Tú también eres duro conmigo, y prueba de ello es el silencio con que respondes a mis palabras.

Él le dedicó una mirada enamorada, casi llorando de alegría, pues se había convencido de lo que creía. Confesó con voz trémula:

—El mundo no podría dar cabida a mis palabras.

Ella suspiró aliviada por haberle soltado la lengua y dijo con voz soñadora:

—¿Y para qué necesitas hablar, si no vas a decir nada que yo ignore? ¡Oh, salón que nos has visto durante meses y hemos dejado en ti una huella eterna de nuestros corazones!… Sí, aquí conocí un terrible secreto.

Lo escudriñó un momento, luego dijo:

—¿No sabes, Benamón, cómo descubrí el secreto de mi corazón? Hace tiempo que tengo un mensaje particular que quiero mandar a una persona que está en un lugar lejano. Quiero mandarlo con un mensajero que me inspire confianza. Estaba sentada sola, repasando un gran número de hombres y mujeres, libres y esclavos, pero sentía repulsa y angustia. Luego, sin darme cuenta, con la imaginación penetré en este salón y empecé a pensar en ti, Benamón. Mi corazón se sosegó y mi alma se tranquilizó. Incluso sentí algo aún más profundo. Así descubrí el secreto de mi corazón.

El rostro del joven se cubrió de alegría. Su felicidad llegó hasta el grado del estupor. Se prosternó ante ella y gritó desde lo más profundo de su alma:

—¡Señora mía!

Ella le pasó la mano por la cabeza y le dijo con ternura:

—Así descubrí el secreto de mi corazón, y me extraña no haberlo conocido hace mucho tiempo.

Benamón respondió aturdido:

—Señora, os juro que he pasado la noche sumido en tormentos, y he aquí que la mañana me recibe con una brisa de dulce felicidad. Una palabra que habéis pronunciado, me ha sacado de la oscuridad a la luz, me ha conducido de las tinieblas de la desesperación a la magia de la felicidad. Ahora me estimo a mí mismo, después de haber estado a punto de extinguirme. Vos sois mi felicidad, mi sueño y mi esperanza.

Ella lo escuchaba en triste silencio, sintiendo que le rezaba una profunda oración y vagaba por ingenuos sueños sagrados. Se quedó pensativa después de haberla invadido de nuevo cierto dolor y arrepentimiento. No obstante, apenas si se había dejado llevar por sus sentimientos cuando le dijo astutamente:

—Me extraña que desconociera mi corazón desde hace mucho tiempo, y me extraña aún más por las circunstancias que me lo hacen descubrir precisamente en este momento en que quiero encargarte una misión lejana. Es como si te presentaran a mi y me privaran de ti al mismo tiempo.

El joven dijo en tono devoto:

—Haré cuanto queráis, con el alma y el corazón.

Tras cierta vacilación, ella le preguntó:

—¿Y silo que deseo fuera un viaje penoso a un país lejano?

—Sólo lamentaré no poder veros cada mañana.

—Será una ausencia momentánea. Te daré un mensaje que guardarás en tu pecho. Irás a ver al gobernador de la isla Muna con un recado de mi parte. El te indicará el camino a seguir y te allanará todo cuanto te resulte complicado. Viajarás en una caravana. Nadie tiene que saber lo que llevas hasta que llegues donde está el gobernador de Nubia. Se la entregarás en mano y volverás.

Benamón sintió una nueva felicidad, entrelazada con satisfacción y orgullo. Precipitó la boca a la mano de ella, que estaba cerca, y se la besó con pasión. Rhadopis vio cómo temblaba cuando sus labios le tocaron la mano.

De vuelta, sintió otra vez tristeza. Se dijo a sí misma: Hubiera sido más clemente por mi parte dejar a mi señor que eligiera su mensajero, en lugar de jugar con los sentimientos de este joven. Pero él se sentía feliz, era feliz con palabras embusteras. Aún más, su felicidad era verdaderamente envidiable. No tenía por qué sentirlo, puesto que él no conocía la realidad.