UNA CHISPA DE LUZ

Rhadopis suspiró con el corazón herido. Se dijo a sí misma: «¡Qué pena que yo me olvide de todo el mundo y los demás no quieran olvidarse de mí, sobre todo después de haberme librado del pasado y sus coletazos…! ¡Dios mío! ¿Será verdad que los sacerdotes acusan a palacio de devorar sus bienes confiscados? ¿Será verdad que están quemando su amor con lenguas de fuego?» Ella se había recluido, gustosa, en su palacio y había cortado las relaciones con todo el mundo. Hasta había perdido de vista la cara de la vida. Nunca había pensado que su nombre corriera con indignación en boca de una gente tan poderosa y que la utilizarían como un recurso para descalificar a su amado adorado. No creía que la reina hubiera exagerado, aunque abundaban los motivos que la habían impulsado a hablar, pues desde hacía mucho tiempo le llegaban noticias de que los sacerdotes temían que el faraón no les devolviera sus tierras. Ella misma había escuchado en la fiesta del Nilo a un grupo de esa gente aclamar a Janum Hatab. No hay duda de que detrás del mundo tranquilo y bello en el que vive, hay otro agitado, bullendo de tristezas e intrigas. Su alma se agitó después de una dicha que duró largos meses y nunca antes había experimentado. Sintió cómo su pecho ceñía a su amado derramando amor y ternura. Sumida en el letargo de la súbita tristeza, recordó que Ana había dicho un día que la guardia faraónica era la única fuerza de que disponía el rey. Se preguntó aterrada: ¿por qué no recluta a todo el ejército? ¿Por qué su adorado no disponía un gran ejército?

Se pasó todo el día recluida tristemente en su alcoba. No fue, como de costumbre, a sentarse junto al escultor Benamón en el salón de verano porque no soportaba estar con nadie, ni siquiera sentarse, inmóvil, ante los ávidos ojos del joven. Permaneció sola hasta el atardecer. No se sintió tranquila hasta que vio a su adorado amante entrando en sus aposentos. Iba con amplios ropajes. Ella lanzó un suspiro desde lo más profundo del corazón, le abrió los brazos y él la apretó contra su ancho pecho, como solía hacer cada tarde, y le estampó en la mejilla el beso de feliz encuentro; luego se sentó junto a ella en el mullido diván. Su alma emanaba maravillosos recuerdos despertados por la vista del Nilo que había llevado su embarcación hacía poco.

—¿Dónde está el hermoso verano? ¿Dónde están sus noches en vela, cuando la embarcación que nos llevaba surcaba su oscura frente, cuando nos entregábamos en la cámara a la brisa y al amor, escuchando el tañido de la música y mirando con ojos soñadores los movimientos de los bailarines?

Ella no podía compartir sus recuerdos, a pesar de que no le gustaba que se encontrara solo en algún sentimiento o pensamiento.

—Un momento, amor mio —le dijo—. La belleza no está en el verano ni en el invierno, sino en nuestro amor. El invierno encontrará una cariñosa tibieza mientras permanezca su llama.

Él soltó su acostumbrada risotada que hacía agitarse su cara y su cuerpo, y dijo:

—¡Qué hermosas son tus palabras! Son más apetitosas para mi corazón que toda la gloria de la vida… pero ¿qué opinas de la caza y de la pesca? Mañana iremos a la ladera de la montaña y correremos detrás de las gacelas. Jugaremos hasta que se sacien nuestras sedientas almas.

—Como tú quieras, amor mío —dijo ella absorta en sus pensamientos.

Él la escudriñó con la mirada y se dio cuenta de que le hablaba instintivamente, mientras que su corazón vagaba lejos de allí.

—Rhadopis… te juro por el águila que unió nuestros corazones que algún pensamiento me arrebata hoy tu mente.

Ella lo miró con ojos tristes, sin poder decir nada, y él prosiguió con interés:

—Mi instinto ha acertado, pues tus ojos no me desmienten, pero ¿qué es lo que me escondes?

Ella suspiró profundamente mientras sus dedos jugueteaban inconscientemente con el manto del rey; luego comentó en voz baja:

—¡Qué curiosa es nuestra vida! A menudo nos olvidamos de lo que nos rodea, como sí viviéramos en mundos desiertos.

—Es lo mejor que podemos hacer, cariño. ¿Qué es lo que sacamos del mundo sino el vano ruido y la engañosa gloria? Permanecíamos perdidos hasta que nos encaminó el amor. ¿Por qué te quejas?

Ella suspiró de nuevo y dijo con tristeza:

—¿Qué sacamos con el sueño, si todo lo que nos rodea está despierto, sin pegar ojo?

Él frunció el ceño y sus ojos brillaron con un relámpago de luz. Captó con su corazón sus temores y le preguntó preocupado:

—¿Qué es lo que te entristece, Rhadopis? Aclárense tus pensamientos. Ya basta de perder el tiempo en hablar de algo que no sea amor.

—Hoy no estoy como ayer. Algunos de mis esclavos que andan por los mercados me han traído rumores de gente disgustada a quienes ha molestado que su señor les haya despojado de sus tierras. Y les enfada aún más que su señor gaste los bienes confiscados en mi palacio.

La cólera surgió en el rostro del faraón. Se le apareció el fantasma de Janum Hatab asomándose a su paraíso tranquilo, enturbiando su ambiente y alterando su seguridad. Su cólera se acentuó y tiñó su rostro del color del Nilo cuando se inunda. Luego dijo con voz ronca:

—¿Eso es lo que te entristece, Rhadopis? ¡Malditos sean esos rebeldes que no se contienen de su extravío; pero no enturbies nuestra alegría ni hagas caso a sus lágrimas de cocodrilo. Déjalos en paz y dedícate por completo a mí!

Ella le cogió la mano y se la apretó con cariño. Lo miró con ojos suplicantes y dijo:

—Estoy triste y preocupada… y me duele ser la causa de que algunos se quejen de vos. Es como si sintiera un miedo oculto que no puedo describir. El enamorado, señor, suele tener muchos miedos.

—¿Cómo puedes tener miedo, estando entre mis brazos? —Exclamó disgustado y colérico.

—Señor, ellos ven nuestro amor con envidia, y codician este palacio, el amor, la tranquilidad y la dicha. Me he dicho a mí misma mientras estaba triste e inquieta: ¿de qué le sirve al amor ese oro que mi señor derrama sobre mí? La verdad es que aborrezco el oro que pone a la gente en contra nuestra. ¿No veis que este palacio seguiría siendo nuestro paraíso aunque se arrancara su suelo y se destiñeran sus paredes? Si el brillo del oro, señor, es lo que les ofusca, llenad con él sus manos para que se cieguen y callen sus bocas —dijo suplicante.

—¡Qué lástima, Rhadopis! Me estás recordando un tema que aborrezco escuchar.

—Señor, es una nube en el cielo de nuestra felicidad. Despejadla con una palabra —dijo con el mismo tono suplicante.

—¿Y cuál es esa palabra?

—Que les devolváis sus tierras —respondió alegre, pensando que él se estaba ablandando y resignando.

El rey movió la cabeza violentamente y dijo en tono serio:

—Tú no sabes nada del asunto, Rhadopis. Di mi orden y esta no se ha respetado. Se cumplió con disgusto y no paran de protestar. Aún no se han cansado de desafiarme. Rendirme ante ellos es una derrota que nunca aceptaré; antes preferiría morir. Tú no sabes lo que significa una derrota para mí, es la muerte. Si hubieran conseguido su objetivo, me encontrarías extraño, triste, roto, sin fuerza para vivir ni para amar.

Sus palabras la penetraron hasta el corazón. Le apretó la mano con fuerza y sintió cómo un temblor se propagaba por sus extremidades. Podía aceptarlo todo menos verlo incapaz de vivir y de amar. Olvidó su petición y se arrepintió de sus súplicas. Gritó con voz ronca:

—Nunca os rebajaréis. Nunca os rebajaréis.

Él sonrió cariñosamente y dijo:

—Sí, no cometeré un desliz, y no será el destino quien me sumirá en la bajeza.

—No os rebajaréis. No os derrotarán —dijo ella jadeando, con los párpados temblorosos sobre una cálida lágrima.

Apoyó la cabeza en su pecho y se adormeció escuchando los latidos de su corazón. Sintió, en su sopor, los dedos de él jugando con su pelo y sus mejillas. Pero no permaneció tranquila mucho tiempo, pues le perturbó una idea de las que le amargaron el día. Levantó la cabeza y lo miró con ojos inquietos.

—¿Qué te ocurre? —Le preguntó.

Tras una breve vacilación contestó:

—Dicen que son un grupo fuerte que tiene poder sobre los corazones y las mentes.

—Pero yo soy el más fuerte —dijo sonriendo.

Ella dudó un momento, luego preguntó:

—¿Por qué no armáis un gran ejército que os obedezca?

El rey sonrió y dijo:

—Veo que las preocupaciones vuelven a apoderarse de ti.

Ella suspiró y respondió con rabia:

—¿Acaso no han llegado hasta mis oídos las murmuraciones de que el faraón confisca los bienes de los dioses y los gasta con una bailarina? El susurro de la gente, cuando se junta, se convierte en grito. Es como la chispa que se convierte en incendio.

—¡Vaya supersticiosa pesimista!

Ella insistió:

—¿Por qué no convocáis al ejército?

La miró largamente. Parecía que empezaba a preocuparse. Argumentó:

—El ejército no se convoca sin motivo.

Su rostro revelaba enfado. Añadió:

—Están ofuscando las mentes, y ya saben que estoy enfadado con ellos. Si mando armar al ejército se asustarán, y quizá empuñen las armas para autodefenderse.

Se quedó pensativa durante largo rato, luego dijo con voz soñadora, como hablando consigo misma:

—Pues cread los motivos y convocad al ejército.

—Los motivos no se crean así como así.

Sintió desesperación y bajó su triste cabeza. Cerró los ojos sin otras esperanzas; no obstante, brotó por entre las tinieblas oscuras una feliz idea. Se quedó sorprendida, con los ojos abiertos, y se puso alegre. El rey se asombró, pero ella no le hizo caso y dijo sin poder dominar sus sentimientos:

—He encontrado un motivo.

Él la miro interrogante.

—Las tribus de Masayo.

Comprendió a lo que se refería y movió la cabeza desesperado mientras balbucía:

—Su jefe ha firmado con nosotros un pacto de paz.

Pero ella no desistió:

—¿Quién sabe lo que estará ocurriendo detrás de las fronteras? Allí tenemos a un príncipe de los nuestros gobernando. Mandémosle un mensaje secreto con un fiel mensajero notificándole que hay una sublevación y una guerra. Él os pedirá refuerzos, se correrá la voz, vos convocaréis a los soldados que vendrán del Norte y del Sur. Cuando se reúnan con vos, os apoyarán en ello y los enarbolaréis como espada para ensalzar vuestra palabra e imponer obediencia.

El faraón la escuchó asombrado. Se quedó maravillado porque la idea nunca se le había pasado por la mente. No había pensado en formar un ejército fuerte si no lo exigía un estado de emergencia. Creía —y sigue creyendo— que el descontento de los sacerdotes no puede llegar a una magnitud tal que exija todo un ejército para sofocarla. Pero ahora está convencido de que la falta de ese ejército es lo que impulsa a esa gente a tener ambiciones y a presentar solicitudes y quejas. La sencilla idea de Rhadopis le pareció una buena propuesta que aceptó de corazón. Cuando aceptaba algo que le obsesionaba y le preocupaba, lo perseguía con un deseo demoniaco, sin preocuparse de nada más. Por eso miró a Rhadopis a los ojos con satisfacción y alegría, y exclamó:

—¡Estupenda idea, Rhadopis! ¡Estupenda idea!

Ella contestó con una extraña alegría:

—Eso es lo que me dice mi corazón… además, es tan fácil de realizar como este beso en vuestra querida boca. No tenemos más que callarlo.

—Sí, amor mio. ¿No crees que tu mente es un tesoro tan valioso como tu corazón? Es verdad, no tenemos más que callarnos y elegir a un fiel mensajero. Pero deja eso de mi parte.

—¿Quién será vuestro mensajero al príncipe Karafanro? —preguntó.

—Elegiré a uno de los hombres más fieles —dijo sencillamente.

Ella desconfiaba de su gran palacio sin ningún motivo aparente, quizá porque su corazón rehuía del lugar donde residía la reina; sin embargo, no pudo expresar su temor, y dudaba en quién sería el mensajero si no era alguien de palacio. Le angustió aún más el comprender que la divulgación del secreto era sumamente peligrosa. En un momento de desesperación pensó dejar un proyecto tan arriesgado, pero recordó en seguida al joven de ojos límpidos que trabajaba en el salón de verano. Al recordarlo, sintió una extraña tranquilidad. Él es la pureza, la ingenuidad y la rectitud. Su corazón es un templo donde se ofician para ella actos sacramentales mañana y tarde. Él sería su mensajero. Es fiel. No lo dudó mucho.

—Dejadme elegir el mensajero —dijo con seguridad.

El rey contestó riéndose:

—¡Qué cobarde estás hoy! No estoy acostumbrado a verte así. ¿Y a quién vas a elegir?

Ella contestó con sumisión:

—Señor, el enamorado es muy temeroso. Mi mensajero es un artista que decora mi salón de verano. Es joven, tiene alma de niño y corazón de virgen. Me es absolutamente fiel. Además tiene la ventaja de que no despertará sospechas y de que no sabe nada. Es mejor para nosotros que lleve el mensaje alguien que desconozca la trascendencia de sus repercusiones, pues cuando ignoramos el peligro es cuando nos arriesgamos confiados.

El rey movió la cabeza asintiendo. Odiaba decirle que no. Rhadopis creyó que la nube se había despejado aunque no de la forma que había creído. Se alegró mucho. Dio por seguro que dentro de poco podría prescindir del mundo en su palacio del amor, dejando la tarea de vigilancia a un poderoso e invencible ejército.

Su cabeza se inclinó de sueño. El rey admiró la belleza de su pelo tan querido. Jugueteó con él, metiendo los dedos en su espesura, y este se esparció sobre los hombros. Lo cogió entre las manos y se cubrió con él por completo la cabeza y el rostro.