Sufajatib no era el único al que pesaban las preocupaciones. La reina también estaba recogida en sus aposentos, albergando una recóndita tristeza, un profundo dolor y una silenciosa desesperación. Repasaba el drama de su vida con el corazón roto y contemplaba lo que ocurría en el valle con ojos tristes. No era más que una mujer que había perdido el corazón o una reina cuyo trono se tambaleaba. Su relación con el rey había llegado al punto de que no había que esperar una reconciliación mientras el rey siguiera sumido en su pasión y ella continuara guardando un orgulloso silencio.
Le dolió saber que el rey renunciaba a ocuparse de sus altas responsabilidades. El amor le había hecho olvidarse de todo, hasta que las riendas del poder fueron a parar a manos de Sufajatib. No dudaba de la fidelidad del visir al trono, pero le encolerizaba el libertinaje del rey y su ensimismamiento. Se prometió a sí misma actuar fueran cuales fueran las consecuencias. No se apartaba de su objetivo. Un día convocó a Sufajatib y le pidió que le consultara sobre todos los asuntos que dependieran de la opinión del rey. Así mitigó un poco su enfado y satisfizo, sin saberlo, al visir, que respiró aliviado, sintiendo que le quitaba un peso de encima.
A raíz de su contacto con el visir, conoció las peticiones que los sacerdotes le habían enviado desde todos los lugares del valle. Las leyó con paciencia y entereza y se enteró del acuerdo al que habían llegado las élites de todo el reino. Percibió el peligro implícito en aquellas líneas medidas pero firmes y se preguntó, perpleja y triste, cuál sería la situación si los sacerdotes supieran que el faraón no hacía caso de sus peticiones, pues constituían una fuerza enorme que dominaba la mente y el corazón del pueblo que los escuchaba en los templos, en las escuelas y en las universidades, se apoyaban en su moral y en su doctrina del mismo modo que en sus altos valores. ¿Cómo se desarrollarían los acontecimientos si los sacerdotes dejaran de estar al lado del faraón y desistieran de solucionar los asuntos que veían que no iban por los mismos caminos que en las gloriosas épocas de antaño?
No había duda de que las cosas se complicaban peligrosamente y que el abismo de la discordia amenazaba con la escisión entre el rey, soñoliento y soñador en la isla de Biya, y su fiel pueblo. Sufajatib permanecía indeciso, sin que su fidelidad y sabiduría le sirvieran de nada.
La reina sentía que tenía que hacer algo, pues dejar que los acontecimientos llegaran a su fin auguraba dificultades. Debía apartar del tranquilo y bello rostro de Egipto la consternación que lo invadía y devolverle su hermosura y tranquilidad. ¿Qué hacer? El día anterior intentó convencer a su esposo de la realidad, pero ahora ha perdido la esperanza. Aún no ha olvidado la puñalada que le asestó a su orgullo. Desistió de conseguir nada de él, desesperada y triste, y buscó otro medio de conseguir su objetivo. Pero ¿qué objetivo? Lo pensó mucho, luego se dijo a sí misma: «Mi máxima aspiración es que el faraón devuelva a los sacerdotes las tierras que les ha confiscado». Pero ¿cómo? El rey es colérico y muy orgulloso. No retrocede ante nadie. Ordenó confiscar las tierras en un peligroso estado de ira; pero no hay duda de que, aparte de la ira, otros motivos lo indujeron a ello. Quien conozca el palacio de Biya y el oro que el rey despilfarra en él, lo entenderá. Por ello lo llaman acertadamente el palacio dorado de Biya, pues abundan las obras de arte y los muebles de oro puro. Si se cerrara ese orificio que se traga las riquezas del rey, tal vez pensaría en devolver las tierras de los templos a los sacerdotes. No deseaba apartar al rey de la beldad de Biya, ni siquiera lo había pensado, sino que deseaba poner límite a su despilfarro. Suspiró y dijo para si: ahora tengo claro mi propósito. Tenemos que encontrar alguna forma de convencer al rey para que se contenga de tanto despilfarro; luego le convenceremos de que devuelva las tierras a sus dueños. Pero ¿cómo convencer al rey? Ya había renunciado a ello, pero ahora lo consideraba más necesario que nunca. Había fracasado en convencerlo y no tuvieron mejor suerte Sufajatib y Tahu. El rey se regía por la pasión y no había forma de acceder a él. Se preguntó: «¿Quién podrá convencer al rey?». Y por su cuerpo se propagó un doloroso temblor. Rápidamente surgió la respuesta, pero era terrible. No la ignoraba, sin embargo era una de las realidades que avivaban su dolor cada vez que irrumpían en su memoria, pues el destino había dispuesto que fuera ese hombre el que gobernara el reino y que fuera su rival la bailarina de Biya, la cual la había condenado a la soledad eterna. Esa era la dolorosa realidad que detestaba acatar como un hecho consumado, como lo son la muerte, la vejez y la enfermedad crónica.
La reina era una mujer triste, pero era una gran reina, de amplios horizontes. Intentaba olvidar que era una mujer, aunque no lo conseguía: su corazón seguía revoloteando en torno a su esposo el rey y a la mujer que se lo había arrebatado. No obstante, jamás olvidaba que ella era la reina y no dejaba ni un momento de cumplir con sus obligaciones. Se había prometido a sí misma salvar el trono y ponerlo a su altura, por encima de las murmuraciones y el descontento. ¿Había llegado a tal determinación inducida sólo por su deber o había otros móviles? Pues nuestros pensamientos están siempre dispuestos a rodear a aquellos a quienes amamos y a quienes odiamos; nos sentimos atraídos hacia ellos como la mariposa hacia la luz de una lámpara. Había sentido desde el principio el deseo de ver a Rhadopis, de la cual le llegaban noticias; pero ¿que sentido tenía eso? ¿Iría a verla para hablarle de los asuntos de Egipto? ¿Ella, la reina Nitocris, iría a ver a una bailarina que se exhibía en el mercado del amor para rogarle, en nombre de su pretendido amor por el rey, que le disuadiera del despilfarro y que le hiciera volver a su deber? ¡Qué imagen tan horrible!
La reina estaba angustiada en su soledad. Sus sentimientos recónditos y su manifiesta responsabilidad la presionaron para que saliera de su mutismo y de su larga prisión. Ya no podía aguantar más. Se convenció a sí misma de que su deber le obligaba a hacer algo, a intentarlo de nuevo. Se preguntó: «¿Voy a ver a esa mujer para pedirle que salve al rey del abismo en el que ha caído?». Este pensamiento la mantuvo preocupada durante un buen rato, sumiéndola en una triste indecisión que provocó su aturdimiento y desvarío. No obstante, no dio marcha atrás, sino que aumentó su firmeza. Era como un torrente que irrumpía por una pendiente y no podía desviarse. Un torrente agitado, espumoso, devastador… Al final del combate abierto dijo: «Iré…».
***
A la mañana siguiente estuvo esperando el regreso del rey. Recibió al sol en una embarcación real en la que navegó hacia el palacio blanco y dorado de Biya. Estaba sumida en un estado de triste estupor y no llevaba puesta la indumentaria real, por lo que sintió enojo y disgusto. La embarcación atracó junto a la escalinata del palacio. Se bajó y la recibió un esclavo al que le comunicó que era una visitante que deseaba ver a la dueña del palacio. El esclavo la condujo a la sala de recepción. Hacía frío, el viento invernal soplaba por entre las ramas desnudas, las cuales parecían brazos momificados. Se sentó a esperar en el recibidor, sola, sintiendo extrañeza y angustia; pero se consoló pensando que era una reina que había dejado un poco de su orgullo para cumplir con su alto deber. No obstante, sintió que la espera se alargaba y se preguntó, inquieta, si la tendría esperando mucho rato, como hacía con los hombres. Le invadió un doloroso miedo y se arrepintió de haberse presentado en el palacio de su rival.
Pasaron algunos minutos antes de que se oyera rumor de ropa. Levantó la cabeza pesada y vio por primera vez el rostro de Rhadopis. Era Rhadopis, sin duda. Sintió una picadura de dolor y desesperación. Olvidó durante un momento sus preocupaciones y el motivo de su visita, ante la belleza destructora. Rhadopis a su vez se quedó atónita ante la belleza grave de la reina y su majestuosidad sublime.
Se dieron la mano y Rhadopis se sentó junto a la noble y desconocida visitante. Al notar que permanecía en silencio, Le dijo con su melodiosa voz:
—Estás en tu palacio.
La visitante respondió con nobleza y concisión:
—Gracias.
La bella sonrió y preguntó:
—¿Puede nuestra noble huésped decirnos quién es?
La pregunta era natural, pero la reina no la esperaba y se sintió algo molesta.
—Soy la reina —dijo con tranquilidad.
Miró a la mujer para observar el efecto de sus palabras y vio una sonrisa provocadora, unos ojos brillantes de asombro y un pecho que se inflamaba y se endurecía como una víbora agredida. La reina tampoco estaba tan tranquila como aparentaba. Su corazón se había alterado al ver a su rival. Sintió que le hervía la sangre y se le abrasaban las venas, y experimentó cierto odio y repugnancia. Se situaron frente a frente, como dos rivales en pie de guerra. Se apoderó de la reina un estado de amargura lleno de rabia y rencor. Se olvidó de todo, menos de que estaba frente a la mujer que le había robado su felicidad. Rhadopis también se olvidó de todo menos de que estaba ante la mujer que compartía el nombre y el trono con su amado.
Al principio la conversación entre ellas se desarrolló en ese ambiente lleno de enfado y rabia; por ello tomó derroteros tristemente violentos. La reina estaba disgustada por el escaso interés que le mostraba su rival. Le preguntó enojada:
—¿Acaso no sabes cómo se saluda a una reina?
Rhadopis se quedó inmóvil. Le invadió cierto temor, causado por una gran alteración y estuvo a punto de estallar para alejar de su pecho la tristeza; pero se contuvo: conocía otra forma de vengarse. Esbozó una sonrisa y, sentada, inclinó la cabeza, apoyándola perezosamente en el asiento, como quitándole importancia al asunto, y dijo en un tono no carente de ironía:
—Hoy es un gran día, Alteza, un día que para mi palacio pasará a la historia.
La reina se enfadó y replicó algo alterada:
—No has dicho sino la verdad. Esta vez se hablará bien de tu palacio, no como acostumbra a hablar la gente.
Rhadopis la miró con ironía, disimulando la rabia, y exclamó:
—¡Maldita sea la gente! ¡Hablar mal de un palacio que su señor utiliza como pasto para su corazón y su pasión!
La reina recibió esta puñalada con entereza. Miró a la bella de forma significativa y contestó:
—Las reinas no ocupan sus corazones con amor, como el resto de las mujeres.
—¿De verdad, Señora? Creía que la reina, por encima de todo, era una mujer.
La reina replicó encolerizada:
—Eso es porque tú nunca has sido reina.
El pecho de la mujer se hinchó y se endureció:
—Perdonadme, Señora, pero yo soy una verdadera reina.
La reina la miró con extrañeza y dijo con ironía:
—¡Qué curioso! ¿Y de qué reino?
—Del más grande de todos: el corazón del faraón —contestó llena de orgullo.
La reina sintió fatiga, dolor y vergüenza. Notó que estaba bajando al nivel de lucha mortal con la bailarina, que se estaba despojando de la majestuosidad y del respeto y aparecía desnuda, como una mujer celosa que luchaba para reconquistar a su hombre, que se agarraba al cuello de su rival astutamente. Observó su posición y la de su rival la cual, sentada con altanería, le devolvía las flechas a la garganta, enorgulleciéndose del amor y del dominio de su esposo. Sintió extrañeza y confusión y deseó estar soñando.
Mató todos sus sentimientos, los enterró en lo más profundo de su alma y recobró en seguida su naturaleza hermética. Le empezó a correr por las venas, en lugar de rabia y rencor, una sangre azul compuesta sólo de orgullo. Declaró el motivo de su visita y prometió enmendar su actitud.
Miró a la mujer con semblante tranquilo y le dijo:
—Señora: no has recibido a la reina como es debido. Tal vez has interpretado mal mi visita y te has enfadado; pero has de saber que no he venido a tu palacio por ningún asunto personal.
Rhadopis se quedó callada, mirándola con desconfianza. Aún no la habían abandonado el rencor y la rabia.
—He venido, señora, por asuntos aún más graves que atañen al glorioso trono y a la paz que debe prevalecer en las relaciones entre el dueño del trono y sus súbditos —dijo la reina tranquilamente.
Rhadopis respondió con excitación e ironía:
—¡Asuntos graves! ¿Y qué puedo hacer yo, señora? No soy más que una mujer de la que el amor se deleita en hacer su principal ocupación.
La reina suspiró y dijo cambiando de tono:
—Tú miras hacia abajo mientras que yo miro hacia arriba. Creía que te importaban la gloria y la felicidad de tu señor. Si es así, debes guiarlo por el buen camino. Se gasta en tu palacio montones de oro y arrebata las tierras a sus mejores hombres. Gritan de dolor, y han manifestado sus quejas diciendo que nuestro señor nos despoja de una riqueza que despilfarra sin medida con una mujer de la que está enamorado. Tu obligación, si de verdad te importa su gloria, es clara como el sol en un día despejado. Tienes que impedirle el despilfarro y convencerlo de que devuelva los bienes a sus dueños.
Pero el enfado no le permitió a Rhadopis entender perfectamente lo que decía la reina. Sus sentimientos oscilaban entre la rebeldía y el fuerte rencor. Dijo con dureza:
—Lo que de verdad os entristece es ver cómo el oro se traslada, con el cariño del faraón, a mi palacio.
A la reina le recorrió un temblor y gritó:
—¡Qué horror!
Rhadopis dijo con rabia y arrogancia:
—Nada puede separarme de mi señor.
El silencio se apoderó de la reina. Sintió una gran desesperación y una profunda herida en su orgullo. Pensó que nada podía conseguir esperando. Se puso de pie, dio la espalda a la mujer y emprendió su camino dolorida, triste y encolerizada. Casi no veía el camino de enfadada que iba.
Rhadopis respiraba con agitación. Apoyó la cabeza caliente en la mano y se sumió en sus pensamientos, preocupada y triste.