El faraón experimentó una sensación de tranquilidad en la nueva época. Su cólera se acalló. Dejó los asuntos en manos del hombre en el que confiaba para dedicarse plenamente a la mujer que le había arrebatado el corazón y la razón. A su lado disfrutaba de los placeres de la vida y de los deleites del espíritu.
Sufajatib, en cambio, soportaba toda la carga que le había caído encima. Sabía perfectamente que Egipto había recibido su elección con precaución, recelo y una silenciosa repulsa. Experimentó una sensación de soledad desde el primer momento en que pisó la Gasa del Gobierno, pues el rey encontraba en el amor su única satisfacción, dejando a su súbdito todos los problemas y las obligaciones, pues los gobernadores de las provincias sólo estaban de acuerdo con él en apariencia; sin embargo, su corazón seguía a los sacerdotes en todos los lugares. El visir dio vueltas a su alrededor y no encontró a ningún ayudante ni consejero, salvo el comandante Tahu. Ambos hombres eran diferentes en muchos aspectos, pero les unía su amor y su fidelidad al faraón. El comandante contestó a su llamada, le tendió la mano y compartió con él su soledad y todas sus preocupaciones. Ambos luchaban para salvar un navío sacudido por violentas olas y rodeado de nubes y tempestades. No obstante, a Sufajatib le faltaba la experiencia del avezado comandante. Era fiel y su corazón rezumaba fidelidad y responsabilidad. Era un sabio que llegaba al meollo de los problemas, pero carecía de valor y determinación. Se había dado cuenta del error desde el principio, pero no había intentado remediarlo sino que trataba de restarle importancia por temor a encolerizar a su señor o a hacerle daño. Así transcurrieron los acontecimientos por el camino que había abierto la cólera.
Los espías de Tahu trajeron una importante noticia: Janum Hatab había viajado a Manaf, la capital religiosa. La noticia asombró al visir y al comandante. Se preguntaron con perplejidad cuál sería el motivo por el que ese hombre había soportado las dificultades de trasladarse del Sur al Norte. Sufajatib vaticinó un gran problema. No dudó de que Janum Hatab se pondría en contacto con los grandes sacerdotes, los cuales estaban resentidos por lo que les había ocurrido y ademas por saber que los bienes que se les habían incautado se estaban despilfarrando sin cuenta en una bailarina de Biya, pues ahora nadie ignoraba esa realidad y quien la ignorara, sin duda llegaría a conocerla. El sacerdote encontraría, pues, en ellos el terreno abonado para propagar sus ideas y repetir sus quejas.
Aparecieron los primeros síntomas del descontento sacerdotal. Los mensajeros que habían propagado por todas partes la noticia de la elección de Sufajatib como visir, volvieron con felicitaciones oficiales de todas las provincias. No obstante, los sacerdotes se replegaron en un temible mutismo que hizo exclamar a Tahu: «Ellos han iniciado el desafío».
Luego llegaron pliegos de los templos con la firma de sacerdotes de todos los rangos, en las que rogaban al faraón que reconsiderara la cuestión de las tierras de los templos. Era un peligroso consenso que acrecentaba los problemas de Sufajatib.
Uno de esos días, Sufajatib llamó a Tahu a la Casa del Gobierno. El comandante llegó en seguida. El visir señaló el asiento del visirato, suspiró y dijo:
—Este asiento me provoca vértigo.
A lo que Tahu repuso:
—Vuestra cabeza es demasiado grande como para que pueda provocaros vértigo ese asiento.
Sufajatib suspiró con tristeza y respondió:
—Me han ahogado con un montón de solicitudes.
El comandante preguntó con interés:
—¿Se las habéis expuesto al faraón?
—De ningún modo, comandante. El faraón no permite que nadie le moleste con ese tema. Además, sólo puedo hablar con él muy de tarde en tarde… me siento indeciso y solo.
Ambos hombres se callaron un rato, dando rienda suelta a sus pensamientos; luego, Sufajatib movió la cabeza asombrado y dijo como hablando consigo mismo:
—Es como si estuviera hechizado.
Tahu miró al visir con extrañeza, pues captó el significado implícito. Se le puso la carne de gallina y cambió de color; no obstante, logró mantener la calma. Ya se había acostumbrado a ello durante los últimos años de su vida. Le preguntó con una sencillez que le supuso gran esfuerzo:
—¿A qué hechizo os referís, Excelencia?
Sufajatib respondió:
—Rhadopis. ¿Acaso no ha hechizado al faraón? Juro por los dioses que lo que tiene el faraón no es más que un hechizo.
La respiración de Tahu se agitó al mencionarse ese nombre, como si hubiera escuchado algo extraño cuya mención enajenara todos los sentidos y los sentimientos y aflojara el cierre que había aplicado con dureza a la válvula de sus emociones. Apretó los dientes con fuerza y manifestó:
—La gente dice que el amor es magia y los magos sostienen que la magia es amor.
—Creo que la belleza de Rhadopis es un hechizo maldito —respondió el triste visir.
Tahu le clavó una dura mirada y preguntó:
—¿No conocéis el antídoto contra esa magia?
El otro, que captó la indirecta del comandante, se ruborizó e inmediatamente dijo, como defendiéndose de una acusación:
—No fue la primera mujer…
—¡Pero era Rhadopis!
—Le deseo felicidad a mi señor.
—Y le habéis dado un hechizo. ¡Qué lástima!
—Sí, comandante. Siento que me he equivocado profundamente… pero hay que hacer algo.
Tahu contestó, todavía disgustado:
—Eso es responsabilidad vuestra, Excelencia.
—Os estoy pidiendo consejo.
—La lealtad alcanza su plenitud con el consejo sincero.
—Pero el faraón no consiente que se hable del tema de los sacerdotes.
—¿Por qué no exponéis vuestra opinión ante Su Majestad la reina?
—Eso fue lo que condujo a Janum Hatab a exponerse a la cólera de Su Majestad el rey.
Tahu no supo qué decir. A Sufajatib se le ocurrió una idea y dijo en voz baja:
—¿No sería mejor que concertarais una entrevista con Rhadopis?
Le invadió otro temblor, el corazón le dio un vuelco y estuvieron a punto de estallar los sentimientos que se esforzaba en disimular. Se dijo a sí mismo: «El anciano no sabe lo que dice. Se cree que su señor es el único que está hechizado».
—¿Por qué no os reunís vos con ella? —le preguntó.
—Porque tal vez vos seréis más capaz que yo de entenderos con ella —repuso Sufajatib, a lo que Tahu contestó con frialdad:
—Temo que Rhadopis desconfíe de mí y tergiverse mis intenciones… No, Excelencia.
Sufajatib temía hacer ver al faraón la realidad. Tahu no podía permanecer quieto en su sitio porque tenía los nervios alterados y los sentidos sacudidos por un sentimiento tremendamente devastador. Se disculpó ante el visir y salió disparado, dejándolo sumergido en una oleada de pensamientos y tristezas.