El visir desapareció tras la puerta y la reina se encontró sola en el gran recibidor. Apoyó la cabeza coronada en el respaldo del trono, cerró los ojos y suspiró profundamente: salió un aliento caliente, cauterizado por la tristeza y el dolor. ¡Vaya mujer de paciencia y aguante! Ni los más próximos a ella se dan cuenta de las llamas que alberga, sin piedad, en su interior.
Continuaba mirando a la gente con rostro sereno, rodeado de silencio, como la esfinge. No se le escapaba nada del asunto, pues había presenciado la tragedia desde los primeros actos: vio como el rey se caía por el precipicio, víctima de su desbocado deseo, corriendo enajenado hacia esa mujer, de cuya belleza hablaban todas las lenguas. Le había clavado con ello una flecha venenosa en su orgullo y en lo más profundo de sus sentimientos. No obstante, ella no se inmutó, entablándose en su interior una tremenda lucha entre la mujer de sentimientos y la reina de trono. La experiencia demostró que ella era como su padre, de fuerte personalidad. El trono fulminó el corazón y el orgullo estranguló el amor. Se replegó en sí misma triste y prisionera detrás de las cortinas. Así perdió el combate, con las alas rotas y sin lanzar ni una de sus flechas.
Pero lo más irónico es que aún seguían siendo marido y mujer, aunque ese corto período de matrimonio había sido suficiente para poner al descubierto todo el desbocado deseo y la casquivana pasión, pues el harén no tardó en llenarse de esclavas y de concubinas de Egipto, Nubia y los territorios del Norte. No les prestaba atención porque ni juntas podían separarlo de ella, pues seguía siendo su reina y la dueña de su corazón. Hasta que apareció en su horizonte esa mujer hechicera y lo atrajo hacia ella con fuerza, apoderándose tanto de sus sentimientos como de su razón. Se lo arrebató a su esposa, a su harén y a sus hombres leales. La engañosa esperanza la sedujo unos momentos, luego la entregó a la desesperación, una desesperación cubierta de orgullo, y sintió que su corazón agonizaba.
A ratos le sobrevenía una locura que bullía en su sangre; brillaba en sus ojos una luz fugaz y estaba a punto de saltar, golpear y luchar por su roto corazón; pero inmediatamente se decía a sí misma con gran desprecio: ¿cómo es posible que Nitocris compita con una mujer que vende su cuerpo por unas piezas de oro? Entonces se le enfriaba la sangre y se le congelaba la tristeza en el corazón como un veneno letal en el estómago.
No obstante, hoy le consta que existen otros corazones, además del suyo, que sufren a causa de la irresponsabilidad del rey: Janum Hatab se ha quejado ante ella manifestándole que no se deben confiscar los bienes de los templos para que los disfrute la bailarina Rhadopis. Comparten ese principio, así pues, ¿no será oportuno salir de su mutismo? Si no habla ahora, ¿cuándo lo hará para corregir la locura de él con su prudencia? Le había dolido que las murmuraciones llegaran hasta el trono. Sentía que su deber era apartar los malos pensamientos y recuperar la calma. Fue fácil para ella pisar su propio orgullo y avanzar con decisión y a paso firme por su camino recto implorando ayuda a los dioses.
La reina se sosegó con estas decisiones dictadas por su propia sabiduría y por motivos internos. Se desmoronó su anterior orgullo tras mucho empeño y decidió firmemente hacerle frente al rey con fuerza y lealtad.
Salió del recibidor para dirigirse a sus aposentos reales. Se pasó el resto del día pensando y por la noche tuvo un sueño entrecortado y muy angustioso. Esperó con impaciencia hasta media mañana —que era la hora en que se despertaba el rey cuando trasnochaba— y, sin dudarlo, fue con paso firme al pabellón real. Este extraño desplazamiento movilizó a la guardia. Le dieron el saludo y preguntó a uno de ellos:
—¿Dónde está Su Alteza el rey?
—En su aposento privado, Alteza —contestó él respetuosamente.
Se dirigió despacio al aposento privado del rey y traspasó la gran puerta. El faraón estaba sentado en el centro del salón, a unas cuarenta brazadas de la puerta. Los ojos de ella no daban crédito a tanta manifestación de riqueza y arte. El rey no esperaba verla: ya habían pasado varios días desde su último encuentro. Se puso de pie, asombrado, y la recibió con una sonrisa que denotaba cierto nerviosismo. Dijo, invitándola a sentarse:
—Que los dioses te otorguen felicidad, Nitocris. Si hubiera sabido que querías yerme, te habría visitado.
La reina se sentó tranquilamente diciendo para sus adentros: ¿y cómo sabe que no deseaba verlo durante todo este tiempo?
—No te preocupes, hermano —le dijo—. No tengo empacho en venir hasta ti, ya que lo hago por deber.
El rey no captó el sentido de sus palabras, pues estaba muy alterado: le habían impresionado su llegada y la rigidez de sus facciones.
—Estoy avergonzado, Nitocris —confesó.
A ella le extrañó que abordara el tema. Le había hecho mucho daño el verlo rebosante de salud y felicidad, como una flor lozana.
—Todo me da igual menos el que te sientas avergonzado —dijo con cierto nerviosismo, aunque intentando contener sus sentimientos.
El faraón era extremadamente sensible. El mínimo roce le podía alterar y hacer cambiar de estado de ánimo. Se mordió los labios y respondió:
—El hombre es víctima de pasiones tiranas, hermana, y a veces cae presa de alguna de ellas.
La confesión la hirió en su orgullo y en sus sentimientos y exclamó con franqueza, olvidándose de su calma:
—Te juro por los dioses que me entristece que te quejes de pasiones tiranas, siendo tú el faraón.
El rey, de enfado fácil, sintió los pinchazos de sus palabras. Se encolerizó y se le subió la sangre a la cabeza. Súbitamente se puso de pie con expresión amenazante. La reina temió que el enfado de él echara a perder el asunto por el que había ido allí. Se arrepintió de sus palabras y le dijo en tono suplicante:
—Has sido tú quien ha iniciado este tema, hermano; yo no he venido por eso. Espero que se te pase el enfado cuando sepas que he venido para hablar de asuntos importantes referentes a la política del reino en cuyo trono nos sentamos juntos.
Él contuvo la rabia y preguntó con aparente tranquilidad:
—¿Qué quieres decir, reina?
La reina sintió que el curso de la conversación no llevaba a un ambiente favorable a su objetivo, pero no le quedó más remedio que hablar:
—Las tierras de los templos —dijo escuetamente.
El rey frunció el entrecejo y replicó muy disgustado:
—¿Las tierras de los templos dices? Yo las llamaría las tierras de los sacerdotes.
—Como queráis, señor. El cambio de nombre no cambia la realidad.
—¿No sabes que odio hablar de este tema?
—Yo sólo intento lo que otros no pueden. Mi único objetivo es el bien.
El rey movió los codos disgustado y preguntó:
—¿Qué quieres decir, reina?
Ella repuso tranquilamente:
—He convocado a Janum Hatab a una entrevista, en respuesta a una súplica por su parte. Y he escuchado…
—¿Eso ha hecho? —preguntó él enfadado, sin dejarla terminar.
—Sí… ¿ves en su comportamiento algo que te enoje? —preguntó asustada.
—Sin duda… sin duda —rugió—. Es un hombre terco y se niega a cumplir mi voluntad. Sé que acató mis órdenes de mala gana y que me está acechando con la esperanza de derrocar mí decreto, unas veces suplicando,me he negado a escucharlo, y otras incitando a los sacerdotes a presentar solicitudes, lo mismo que anteriormente los indujo a vitorear su despreciable nombre… la persona falsa siempre anda por los caminos de la enemistad.
Ella respondió, extrañada de su mala opinión:
—Tú piensas mal de ese hombre; yo, en cambio, creo que es el más leal al trono y que es un sabio que busca el acuerdo. ¿No es natural que se entristezca por la pérdida de unos privilegios conseguidos por su casta bajo la protección de nuestros antepasados?
El corazón del rey bulló de cólera, pues nunca admitía disculpa para alguien que no acatara sus órdenes, ya fuera de forma secreta o manifiesta, ni soportaba bajo ningún concepto que alguien tuviera una opinión distinta a la suya.
Dijo, exasperado, en un tono de amarga ironía:
—Veo que ese astuto ha conseguido hacerte cambiar de opinión, reina.
—Nunca ha sido mi opinión confiscar los bienes de los templos; no veo que haya necesidad —replicó ella disgustada.
—¿Es que te molesta que aumente nuestra fortuna? —dijo el rey lleno de cólera. —¿Cómo se atreve a decir eso, sabiendo dónde van a parar esas riquezas?
La pregunta del rey avivó la cólera enterrada de la reina y su ahogado rencor. Vencida por sus sentimientos, replicó alterada:
—A cualquier persona sensata le incomoda que se confisquen las tierras de gente sabia para despilfarrar su renta en el libertinaje.
La cólera del rey aumentó y dijo, haciendo señas amenazantes con la mano:
—¡Maldito sea ese astuto! Está planeando separarnos.
—Te crees que soy una niña ingenua —dijo la reina con dolor y tristeza.
—¡Maldito sea! Ha solicitado una entrevista con la reina para hablar con ella como mujer vestida de reina.
—¡Señor! —exclamó ella aún más dolorida.
No obstante, el rey continuó, arrastrado por su endemoniada cólera:
—Nitocris, tú has venido impulsada por los celos, no por el deseo de reconciliación.
La reina sintió que un frío sablazo atravesaba su orgullo. Sus ojos se ensombrecieron y escuchó los latidos de su corazón y el temblor de sus extremidades. Permaneció en silencio durante un rato, sin poder hablar, luego dijo:
—¡Oh, rey! Janum Hatab no conoce de ti nada que yo ignore, para que tenga que comunicármelo. Si así piensas, has de saber que estoy al corriente, como todo el mundo, de que convives desde hace meses con una bailarina de la isla de Biya. ¿Acaso te he perseguido durante todo este tiempo? ¿Te he molestado o te he rogado que no lo hicieras? Has de saber, también, que quien pretenda dirigirse a mí como mujer, no obtendrá nada; sólo encontrará ante él a la reina Nitocris.
—Aún sigues vomitando celos —dijo él desafiante.
La reina golpeó el suelo con su pie menudo, se levantó desesperada y exclamó llena de rencor:
—¡Oh, rey! No es un oprobio para una reina tener celos de su esposo, pero lo que sí es verdaderamente vergonzoso para un rey es despilfarrar el oro de su país en una bailarina y exponer su límpido trono a la murmuración popular.
***
Estas palabras sacaron de quicio al rey. Consideraba a Janum Hatab responsable de todos sus problemas. Llamó a Sufajatib y le ordenó que fuera sin tardanza a comunicar al visir que lo estaba esperando. El ujier mayor, perplejo, fue a cumplir la orden de su señor. El visir llegó medio desesperado, medio esperanzado. Lo hicieron pasar donde se encontraba el rey, sumamente encolerizado. El visir saludó a la manera tradicional, pero el faraón ni le escuchó. Le interrumpió con aspereza:
—¿No te ordené, visir, que no volvieras a plantear el tema de las tierras de los templos?
El visir se asombró por aquel tono tan áspero que escuchaba por vez primera y sintió que sus esperanzas se desmoronaban de golpe.
—Señor —exclamó desesperado—: he considerado que era mi deber elevarle a Su Alteza las quejas de vuestro fiel pueblo.
—Al contrario —replicó el rey en tono cortante—. Lo que has querido es enturbiar la relación entre la reina y yo para lograr tu objetivo.
El visir levantó las manos suplicante. Quiso decir algo pero se le trabó la lengua y sólo consiguió pronunciar estas dos palabras:
—Señor… señor.
—Janum Hatab —contestó el rey muy alterado—. Rehúsas acatar mis órdenes. A partir de hoy no gozarás de mi confianza.
El sacerdote enmudeció. Se quedó inmóvil, luego inclinó la cabeza sobre el pecho con tristeza.
—Señor, juro por todos los dioses que me entristece dejar de servir a Vuestra Majestad, mas continuaré siendo, como siempre, un pobre siervo fiel…
***
El rey se sosegó tras saciar su incontenible rabia. Mandó llamar a Sufajatib y a Tahu. Ambos llegaron en seguida, preguntándose por el motivo. El rey les dijo tranquilamente:
—Ya he acabado con Janum Hatab.
Hubo un profundo silencio y el asombro se hizo patente en el rostro de Sufajatib. En cuanto a Tahu, se quedó inmóvil. El rey los escudriñaba a ambos:
—¿Por qué no decís nada? —preguntó.
—Es un asunto muy peligroso, señor —dijo Sufajatib.
—¿Te parece peligroso, Sufajatib?… ¿Y a ti, Tahu?
Tahu permanecía inmóvil, con los sentidos como muertos. Los acontecimientos no producían mella en él; sin embargo, respondió:
—Es un hecho inspirado por la Adorada Fuerza, señor.
El rey sonrió mientras Sufajatib le daba vueltas al tema. Al fin opinó:
—Desde hoy, Janum Hatab se sentirá más libre.
El rey se encogió de hombros despectivamente y replicó:
—No creo que se eche a perder.
Luego continuó, cambiando de tono:
—Y ahora, ¿a quién me aconsejáis que nombre como sucesor?
El silencio reinó durante un rato, mientras los dos hombres seguían pensando:
—Elijo a Sufajatib. ¿Qué os parece? —propuso el rey sonriendo.
—Quien habéis elegido, Señor, posee la fuerza de la fidelidad —respondió Tahu sinceramente.
Sufajatib, por su parte, mostró cierta incomodidad. Quiso hablar pero el faraón se le adelantó:
—¿Dejarías a tu señor en estos momentos?
Sufajatib suspiró y dijo:
—Estoy a vuestra disposición, mi Señor.