JANUM HABAT

El tiempo que ofrecía a algunos clarividencia y felicidad era adverso al visir y sacerdote mayor, Janum Hatab. Permanecía en la Casa del Gobierno observando el desarrollo de los acontecimientos con ojos pesimistas. Escuchaba lo que se rumoreaba con atención y tristeza y se recomendaba a sí mismo toda la paciencia que hiciera falta.

El decreto que había promulgado el rey para confiscar las tierras de los templos, le enturbiaba la vida y le ponía obstáculos en su camino para gobernar, pues todos los sacerdotes lo habían recibido con miedo y dolor. La mayoría se había afanado en redactar manifiestos y ruegos para presentárselos al visir y al ujier mayor.

El visir notó que el rey no le dedicaba ni la décima parte del tiempo que antes le otorgaba; raramente le concedía una entrevista para tratar de asuntos del reino. A raíz de aquello, se propagó el rumor de que el faraón estaba locamente enamorado de la beldad del palacio blanco de Biya y que pasaba las noches en su palacio. Luego vieron cómo los artesanos eran conducidos a su palacio, grupo tras grupo, y vieron a los esclavos portando los más lujosos muebles y las piedras preciosas más caras. Los más destacados murmuraban que el palacio de Rhadopis se estaba convirtiendo en un escondite de oro, plata y coral y que sus rincones presenciaban una pasión desbocada que suponía para Egipto un gasto desmesurado.

Janum Hatab era un hombre con la cabeza grande y ojos hundidos. Perdió la paciencia y no aguantó más la pasividad. Pensó largamente en el asunto y decidió hacer cuanto pudiera para cambiar el curso de los acontecimientos. Mandó a un emisario con un mensaje para el ujier mayor, Sufajatib, rogándole que lo recibiera en la Casa del Gobierno. El ujier se apresuró a recibirlo. El visir le dijo, tras saludarlo:

—Os agradezco, honorable Sufajatib, que hayáis satisfecho mi ruego.

El ujier mayor hizo una reverencia y respondió:

—No escatimo ningún esfuerzo en serviros.

Los dos hombres se sentaron frente a frente. Janum Hatab tenía una voluntad férrea y nervios de acero. Su rostro permaneció tranquilo, a pesar de las tristezas que agitaban su corazón. Escuchó al ujier mayor en silencio, luego dijo:

—Honorable Sufajatib: todos servimos al faraón y a Egipto con lealtad.

—Es verdad, Excelencia.

Janum Hatab consideró que era el momento de abordar un tema arriesgado:

—Sin embargo, mi conciencia no está tranquila debido al desarrollo de los últimos acontecimientos; voy tropezando por los contratiempos y los problemas. Me pareció —y creo que es acertado— que una entrevista entre nosotros sería positiva.

—Por los dioses que me haría feliz que así fuera, Excelencia-respondió Sufajatib.

El hombre movió su gran cabeza en señal de asentimiento y dijo en un tono que revelaba sensatez:

—Tenemos que aconsejarnos unos a otros con sinceridad, pues esta, como dice nuestro filósofo Qaquimuna, es señal de verdad y lealtad.

—Nuestro filósofo Qaquimuna tiene razón —asintió Sufajatib.

Janum Hatab se calló un momento para concordar sus pensamientos; luego dijo con cierta tristeza:

—Es difícil que tenga el honor de entrevistarme con Su Majestad el rey durante estos días.

El visir esperó a que el hombre hiciera algún comentario a sus palabras, pero este permaneció callado. Continuo:

—Ya sabéis, Excelencia, que muchas veces he solicitado una entrevista con él, pero me responden que Su Adorada Majestad se encuentra fuera de palacio.

Sufajatib respondió:

—Nadie tiene derecho a meterse en lo que hace o deja de hacer el faraón.

A lo que replicó el visir:

—No me refiero a eso, Excelencia; sin embargo, creo que mi cargo de visir me da derecho a presentarme ante Su Majestad de vez en cuando para poder cumplir de la mejor manera con mis obligaciones.

—Lo siento, Excelencia, pero vos os entrevistáis con el faraón.

—Raramente tengo ocasión de hacerlo; no tengo medio de exponer ante Su Suprema Alteza los ruegos que llenan todos los pabellones del gobierno.

El ujier lo acechó con una mirada escudriñadora y precisó:

—Quizá os refiráis a las tierras de los templos.

Los ojos del visir brillaron súbitamente.

—Así es, Señoría —reconoció, a lo cual replicó inmediatamente Sufajatib:

—El faraón no quiere escuchar nada más sobre este asunto porque Su Majestad ya habrá dicho la última palabra.

—En política no hay última palabra.

Sufajatib respondió en un tono cortante:

—Esa es vuestra opinión, Excelencia, que tal vez yo no comparta.

—¿Es que los bienes de los templos no son un patrimonio tradicional?

Sufajatib se disgustó porque notó que el visir lo incitaba a hablar de un tema que él temía, sobre todo tras haberle manifestado su rechazo. Precisó en un tono que no dejaba lugar a dudas:

—Me limitaré a las palabras de mi señor; no puedo decir mas.

—El más fiel a su señor es quien le aconseja sinceramente.

El ujier mayor se disgustó aún más por la aspereza de la conversación; su dignidad sufrió un revolcón y dijo fríamente:

—Conozco mi deber, Excelencia, pero sólo respondo de él ante mi conciencia.

Janum Hatab suspiró desesperado; luego dijo con tranquilidad y resignación:

—Vuestra conciencia está fuera de toda duda, venerado hombre. Nunca he dudado de vuestra lealtad y rectitud. Quizá sea eso lo que me ha impulsado a solicitaros vuestra opinión; pero si creéis que eso se contradice con vuestra lealtad, no tengo más remedio que dejarlo, sintiéndolo mucho. Ahora sólo me queda un deseo.

—Vos diréis, Excelencia —repuso Sufajatib.

—Quisiera que elevarais a Su Alteza la reina mi deseo de ser recibido hoy.

Sufajatib se alteró y miró a su interlocutor asombrado, pues aunque el visir no había transgredido ninguna norma con esta petición, no se lo esperaba. El ujier se inquietó, pero Janum Hatab afirmó con tono resuelto:

—Presento esta solicitud en calidad de visir del reino de Egipto.

Sufajatib respondió preocupado:

—¿Por qué no esperáis hasta mañana para que pueda informar al rey de vuestra petición?

—No, Excelencia. Espero recibir ayuda de la reina para allanar los obstáculos que se interponen en mi camino. No me hagáis perder una ocasión de oro con la que poder servir a mi rey y a mi patria.

A Sufajatib no le quedó otra salida que acceder:

—Elevaré vuestra petición ante Su Majestad la reina inmediatamente.

Janum Hatab le tendió la mano diciendo:

—Esperaré a vuestro mensajero.

—Como queráis, Excelencia —respondió el ujier mayor al despedirse.

Cuando Janum Hatab se quedó a solas, frunció el ceño, apretó con fuerza los dientes y surgió su ancho mentón como un puño de granito. Iba y venía por la habitación pensando. No dudaba de la lealtad de Sufajatib, pero tenía poca confianza en su valor y decisión. Había acudido a él aunque sin muchas esperanzas; sin embargo, no le pareció oportuno dejar sin explorar cualquier posibilidad. ¿Aceptaría la reina su solicitud y lo llamaría para la entrevista? ¿Y qué haría si se la denegaba? No había que menospreciar a la reina; tal vez ella resolviera el arraigado problema con su inteligencia y salvara las diferencias existentes entre el rey y los sacerdotes. Sin duda la reina estará al corriente del mal comportamiento del joven rey y eso le dolerá mucho, pues es una reina inteligente y una esposa que comparte las alegrías y las tristezas de todas las esposas. ¿Acaso no es triste despojar los templos de sus bienes para ponerlos, como un don barato, a los pies de una bailarina?

El oro se derrama al palacio de Biya por las puertas y las ventanas. Los mejores artesanos van allí en grupos y trabajan noche y día para construir los muebles y los adornos y los vestidos de la señora. ¿Y dónde… dónde está el faraón? Ha dejado a su esposa, a su harén y a sus visires, y de todos los bienes de la vida, se ha contentado con el palacio de la encantadora bailarina.

El hombre suspiró con profunda tristeza y balbució:

—Quien ocupa el trono de Egipto no debe ser libertino.

Se quedó pensativo; pero no había esperado mucho cuando entró su ujier y le preguntó que si dejaba pasar a un mensajero del palacio. Él asintió. Esperó con impaciencia. Le temblaron los labios en aquel momento, a pesar de su fuerte voluntad e impresionante tranquilidad. El mensajero entró, hizo una reverencia y anunció escuetamente:

—Su Majestad la reina os espera, Excelencia.

Inmediatamente recogió el manojo de los pliegos de ruegos y se dirigió a su carro que voló con él hacia el palacio. No había previsto que el mensajero iría tan pronto. Sin duda la reina estaría triste y preocupada, sufriendo sus penas en terrible soledad, y seguramente también aguantaría con paciencia el desprecio y el desamparo, refugiándose tras una muralla de orgullo y silencio. Presiente que ella es de su misma opinión y que verá las cosas de la misma forma que los sacerdotes y todas las personas sensatas. De todos modos, él va a cumplir con su deber. Y que los dioses juzguen una cuestión inevitable.

Llegó a palacio y se dirigió al pabellón de la reina. No tardaron en llamarlo para entrevistarse con Su Majestad en el recibidor oficial. Lo condujeron al recibidor y se dirigió al trono donde se inclinó hasta que su frente tocó los bordes de la real túnica. Dijo con profunda consideración:

—La paz sea con mi señora La reina, luz del sol y esplendor de la luna.

—La paz sea contigo, visir Janum Hatab —contestó la reina con voz tranquila.

El visir se puso de pie, aunque continuó con la cabeza agachada. Dijo humildemente:

—La lengua de vuestro fiel siervo es incapaz de agradeceros vuestra generosidad al concederle esta entrevista.

La reina respondió con su dulce voz:

—Sé que no la habrías solicitado si no se tratara de un asunto trascendental. ¿Por qué iba, entonces, a tardar en recibirte?

—Alabado sea el buen juicio de mi señora. El asunto, efectivamente, es de una gran trascendencia; auténtica alta política.

La reina esperó en silencio. El hombre reunió sus fuerzas y dijo:

—Alteza, me estoy tropezando con muchos obstáculos. Incluso he llegado a temer no poder cumplir con mis obligaciones de forma que satisfaga mi conciencia y a mi señor, el faraón.

Se calló un momento y echó una rápida mirada al sereno rostro de la reina, como para comprobar el efecto de sus palabras en ella o esperar alguna palabra que lo animara a continuar. La reina, advirtiendo el significado de su vacilación, lo animo:

—Habla, visir, te estoy escuchando.

Janum Hatab prosiguió:

—Me he encontrado con estos obstáculos a raíz del decreto real de confiscar la mayor parte de los bienes de los templos. Los sacerdotes se han alterado y se han precipitado a elevar cartas y ruegos al faraón, pues saben que las tierras de los templos son dones cedidos piadosamente por los faraones anteriores. Temen que la requisa sea una maldición.

El visir se calló un momento, luego prosiguió:

—Los sacerdotes, Alteza, son el ejército del rey en tiempos de paz. Esta necesita hombres más duros que los que se necesitan en tiempos de guerra, pues hay maestros, filósofos y predicadores, al igual que gobernantes y visires. No les habría parecido excesivo ceder sus propiedades si lo exigiera una guerra o una sequía, pero…

El hombre dejó de hablar un momento; luego continuó en voz más baja:

—Pero les entristece que estas propiedades se gasten en balde.

No quiso pasar de esta sencilla alusión, pues no dudaba que ella lo entendía y que estaba al corriente de todo; sin embargo, ella no hizo ningún comentario y no le quedó más remedio que presentarle el manojo de ruegos.

—Estos ruegos, Alteza, expresan el sentir de los superiores de los templos. Mi señor, el rey, se ha negado a verlos. ¿Querría mi señora echarles un vistazo? Los que se quejan son un grupo de vuestro leal pueblo, y merecen atención.

La reina aceptó las solicitudes. El visir las dejó encima de una gran mesa y permaneció en silencio con la cabeza inclinada. La reina no le prometió nada. Él tampoco lo esperaba; no obstante, el que los hubiera aceptado le pareció buena señal. La reina le autorizó a marcharse y se retiró, tapándose los ojos.

De regreso, el visir comentó para sí: la reina está muy triste, y puede que su tristeza beneficie nuestra justa causa.