Como había prometido, al día siguiente a media mañana, Rhadopis se dirigió al salón de verano, en el jardín, y encontró a Benamón sentado a una mesa sobre la cual había una hoja de papiro en la que dibujaba formas variadas con el semblante absorto y pensativo. Al notar la presencia de ella, dejó el cálamo, se levantó y le hizo una reverencia. Rhadopis le saludó sonriendo y le comunico:
—Te dedicaré esta hora de la mañana, pues es la única que tengo libre en todo el día.
El joven respondió tímidamente:
—Gracias, señora, pero no empezaremos hoy porque aún estoy trazando la idea general de la decoración.
—¡Ay! Me has engañado, muchacho.
—Nada de eso, señora… lo que sucede es que se me ha ocurrido una idea maravillosa.
Rhadopis lo miró a los grandes y límpidos ojos con ironía y le preguntó:
—¿De veras puede esa cabecita concebir una idea maravillosa?
La cara del muchacho se tiñó de rojo y respondió apurado, señalando hacia la pared de la derecha:
—Llenaré este vacío con la imagen de vuestra cara y de vuestro cuello.
—¡Qué horror! Temo que quede horriblemente feo.
—Quedará hermoso, como es.
El joven soltó esta expresión con sencillez e ingenuidad. Ella lo examinó con una mirada escudriñadora: la confusión se apoderó de él y sus límpidos ojos se quedaron atónitos; entonces se apiadó de él y miró hacia la alberca a través de la puerta este de la habitación. ¡Qué joven tan frágil! Es como una cándida virgen.
Suscitaba en su corazón una extraña ternura y despertaba la maternidad adormecida en el sótano de su alma. Se volvió hacia él y vio que estaba trabajando pero sin estar concentrado en su obra; la prueba de ello era que estaba visiblemente desconcertado y ruborizado. ¿No sería mejor marcharse y dejarlo solo? No obstante, sintió necesidad de hablar con él.
Obedeció a su necesidad y le preguntó:
—¿Eres del Sur?
El joven levantó la cabeza y con la cara iluminada con una viva alegría respondió:
—Soy de Ambús, señora.
—¿Ambús? Entonces eres del norte del Sur. Pero ¿qué es lo que te une al escultor Hanfar, siendo él de Bilaq?
—Mi padre era amigo del escultor Hanfar; cuando advirtió mí afición por el arte, me envió aquí, rogándole que cuidara de mí.
—¿Tu padre es artista?
El joven permaneció un momento en silencio, luego respondió:
—No… mi padre era el médico más destacado de Ambús; sobresalía en química y en momificaciones. Son numerosos sus descubrimientos en el campo de la momificación y la composición de los venenos.
La mujer comprendió, a tenor de sus palabras, que su padre había fallecido. Asombrada por sus descubrimientos en la composición de los venenos, le preguntó al joven:
—¿Por qué elaboraba los venenos?
El joven respondió tristemente:
—Los utilizaba como buenos medicamentos, los médicos se los compraban; pero es una lástima que fueran los propios medicamentos la causa de su muerte.
—¿Cómo sucedió, Benamón? —le preguntó con sumo interés.
—Recuerdo, señora, que mi padre había compuesto un extraño veneno del que siempre se ufanaba diciendo: «es el más sofisticado de todos los venenos; acaba con la víctima en pocos segundos». Por eso lo llamó el veneno feliz. Una desgraciada noche la pasó entera en su taller de experimentos, trabajando sin cesar, y a la mañana siguiente lo encontraron tendido en su asiento, sin vida. A su lado había un frasco destapado de aquel veneno letal.
—¡Qué curioso! ¿Se suicidaría?
—Seguramente bebería un trago del veneno letal; pero ¿qué sería lo que lo empujó a la perdición?… Su secreto se enterró con él. Todos creímos que algún alma satánica se apoderaría de él, le arrebataría la sensatez e hizo lo que hizo en un estado de cansancio y depresión, lastimando a toda nuestra familia.
Su rostro se tiñó de profunda tristeza y agachó la cabeza. Rhadopis sintió haber suscitado ese doloroso tema y le preguntó:
—¿Tu madre vive?
—Sí, señora, ella vive en nuestro palacio de Ambús; pero en cuanto al taller de mi padre, nadie ha traspasado el umbral de su puerta desde aquella noche.
La mujer volvió pensando en la extraña muerte del médico Bassar y en sus venenos confiados a aquel lugar cerrado.
Benamón era el único hombre extraño que aparecía en su tranquilo horizonte repleto de amor y tranquilidad. Era también el único que robaba cada mañana una hora del tiempo que concedía para el amor; sin embargo, él nunca la molestaba porque era más discreto que un espectro. Los días pasaban mientras ella estaba absorta en el amor y él en su trabajo. La exquisita vida artística se propagaba por las paredes del salón de verano.
A Rhadopis le gustaba contemplar cómo la mano del joven infundía en el salón una vida de extraordinaria belleza. Se convenció de su gran capacidad y de que en un futuro próximo heredaría el talento del escultor Hanfar. Un día le preguntó, mientras se preparaba para salir del salón, después de haber posado una hora sentada:
—¿No te cansas ni te aburres?
El muchacho sonrió con orgullo y respondió:
—Imposible.
—Es como si te empujara una fuerza satánica.
Su rostro moreno se iluminó con una sonrisa pasajera y dijo con tranquilidad e ingenuidad:
—Más bien por la fuerza del amor.
El corazón de Rhadopis vibró por el impacto de esta palabra que despertaba en su corazón los mejores recuerdos. Se le vino a la memoria la imagen de una amada rodeada por una aureola de grandeza y majestuosidad. Él prosiguió, sin conocer nada de lo que se despertaba en el alma de ella:
—¿No sabéis, señora, que el arte es amor?
—¿De verdad?
Él señaló hacia lo alto de la frente de ella, cuyo color resultaba demasiado claro sobre la pared, y exclamó:
—He ahí mi alma pura.
Ella respondió con ironía, controlando sus sentimientos:
—¡Qué piedra tan insensible!
Era piedra antes de que la tocaran mis manos; pero ahora es mí alma.
—¡Vaya un enamorado de sí mismo! —Replicó ella riéndose.
Dijo eso mientras le daba la espalda. No obstante, a partir de entonces, él empezó a ver claro que no sólo se quería a sí mismo. Ella andaba por el jardín sin rumbo, como una ocurrencia dubitativa en una mente soñadora y feliz. Súbitamente se iluminó el salón de verano. Cierta inclinación a la diversión la indujo a subirse a un alto cerro en el bosque de sicomoros. Echó una mirada por la ventana del salón y se topó con su rostro, que ya se estaba completando, en la pared de enfrente. Vio al joven artista al pie de la pared. Creía que estaría absorto en su trabajo, como de costumbre, pero lo encontró de rodillas, con las manos cruzadas sobre el pecho y la cabeza hacia arriba, como sí estuviera rezando; pero su cabeza estaba dirigida hacia la cabeza y la frente que terminaba de esculpir.
A Rhadopis su instinto le impulsó a esconderse detrás de un árbol y siguió mirándolo a hurtadillas, asombrada y temerosa. Lo vio ponerse de pie, como si hubiera terminado de rezar, y enjugarse los ojos con su ancha manga. El corazón de ella latió y permaneció un rato sin moverse. El silencio dominaba a su alrededor; sólo se podía oír de vez en cuando el aleteo de los patos que se deslizaban sobre la superficie del agua. Luego se volvió hacia atrás y encaminó la marcha apresurada hacia el palacio.
Había ocurrido lo que temía que ocurriera por compasión hacia él. Veía los síntomas en sus ojos límpidos siempre que la miraba. No podía remediarlo. ¿Sería mejor poner tierra entre ambos? ¿Le impediría que entrara en el palacio con cualquier pretexto? Sin embargo, le daba pena torturar su elevado espíritu y permaneció indecisa.
Pero su indecisión no duró mucho: nada en el mundo podía tenerla preocupada más de una hora, pues todos sus sentimientos y sensaciones eran botín del amor y propiedad de un amante ambicioso e insaciable…, volaba al ensoñador palacio de ella dejando el suyo propio y su mundo sin vacilar ni sentirlo. Ambos se escapaban de la existencia y se refugiaban en sus almas repletas de amor, entregándose a la magia y al encanto de la pasión, quemándose con su fuego y poniendo por testigos de su esplendor y omnipotencia a las habitaciones, al jardín y a los pájaros.
Sus máximas preocupaciones durante aquellos días eran descubrir que Rhadopis, al despedirse de él a media mañana, no le preguntara si anhelaba más sus ojos o sus labios, o recordar, de camino a palacio, que no había besado su pierna derecha, como había hecho con la izquierda. El hecho de sentirlo, lo inducía a veces a retroceder para expulsar de su vida aquellos motivos de preocupación.
Eran días sin igual.