A LA SOMBRA DEL AMOR

S e despertó a media mañana. Hacía calor. El sol emitía sus rayos ardientes y propagaba por el universo luz y fuego. La fina túnica estaba pegada a su suave cuerpo. Algunos mechones de su pelo despeinado reposaban sobre su pecho y otros descansaban en la almohada.

Feliz despertar que aviva en el corazón los más hermosos recuerdos. Su corazón era un suculento pasto para la felicidad. El aire, a su alrededor, estaba perfumado con el aroma de las flores y la vida sonreía feliz y alegre. Notó, por la viveza de sus sentimientos, como si descubriera un mundo nuevo y hermoso o como sí volviera a nacer.

Se dio la vuelta del otro lado y echó una mirada a la almohada: aún se notaban las huellas de la cabeza de él, y de sus ojos brotaron las más hermosas expresiones de amor y ternura. Acercó la cabeza, las besó y balbució con alegría: ¡Qué hermoso es todo! ¡Qué feliz me siento!

Luego se sentó en la cama un ratito y se levantó —como hacia todas las mañanas— vivaz y alegre como un gracioso chiste. Se bañó con agua fría, se perfumó con agua de rosas, se puso su ropa perfumada al vapor y fue a la mesa. Desayunó huevos y pan sin miga, un vaso de leche y otro de cerveza.

Fue en su embarcación a Abu, se dirigió al templo del dios Sotis y entró por su grandiosa puerta con el corazón humilde y el alma llena de esperanza. Dio una vuelta por el recinto e imploró gracia en sus paredes y columnas adornadas con grabados sagrados. Depositó lo que pudo en la caja de limosnas y visitó la sala de la sacerdotisa mayor, rogándole que la lavara con el aceite sagrado para limpiarla de las mancillas y los contratiempos de la vida, y librara a su corazón del error y la terquedad. Sintió, estando en manos de las sacerdotisas purificadoras, que sepultaba sin piedad el cuerpo de la hermosa y libertina Rhadopis que jugaba con los hombres, torturaba sus almas y bailaba sobre los despojos de sus víctimas y sus derretidos corazones. Una nueva sangre le corría por las venas, haciendo palpitar en su corazón y en sus sentidos tranquilidad, felicidad y pureza. Luego rezó fervorosamente de rodillas y con los ojos llenos de lágrimas. Al final le rogó al dios que encaminara su amor y su nueva vida. De tanta felicidad, volvió a su palacio como si fuera un pájaro revoloteando por el límpido cielo. Shiz la recibió alegre, con aspecto de darle una buena nueva:

—Enhorabuena por este feliz día, señora. ¿A que no sabéis quién ha venido al palacio en vuestra ausencia?

El corazón le palpitó de alegría y gritó:

—¿Quién?

La esclava le explicó:

—Han venido los más diestros artesanos de Egipto, enviados por el faraón. Han echado un vistazo a las habitaciones, a los pasillos y a los recibidores y han medido la altura de las ventanas y de las paredes para hacer nuevos muebles.

—¿De verdad?

—Sí, señora. Este palacio se convertirá dentro de poco en una maravilla de los tiempos. ¡Qué buen negocio!

Rhadopis no entendió bien a lo que se refería la mujer; le sobrevino una idea y le preguntó, frunciendo el ceño;

—¿A qué negocio te refieres, Shiz?

La mujer respondió, guiñando un ojo:

—Al negocio del nuevo amor. Juro por los dioses que el señor se equipara a toda una nación de ricos. A partir de hoy, no sentiré la ausencia de los comerciantes de Manaf ni la de los caudillos del sur.

Rhadopis se enfadó hasta el punto de que su cara enrojeció, y gritó:

—¡Maldita seas, mujer! Ahora no estoy haciendo ningún negocio.

—¡Ay! Si tuviera la suficiente valentía, señora, os preguntaría qué estáis haciendo entonces.

Rhadopis suspiró y replicó:

—¡Cállate de una vez! ¿No ves que me tomo este asunto con mucha seriedad?

La esclava miró atentamente el hermoso rostro de su señora. Se calló un momento y luego prosiguió:

—Que los dioses os bendigan, señora. Estoy aturdida. Me pregunto: ¿por qué mi señora se lo tomará tan en serio?

Rhadopis suspiró de nuevo, se echó en el mullido diván y confesó con voz débil:

—Estoy enamorada, Shiz.

La esclava se golpeó el pecho y repitió con miedo y asombro:

—¿Que estáis enamorada, señora?

—Sí, estoy enamorada. ¿A qué viene ese asombro?

—Perdonad, señora; ese es un nuevo invitado cuyo nombre nunca habíais mencionado. ¿Cómo ha llegado?

Rhadopis sonrió y preguntó como soñando:

—¿A qué viene esa extrañeza? Una mujer que se enamora es algo absolutamente normal.

La mujer respondió, señalando el corazón de su señora:

—Pero aquí no. Lo conozco como una fortaleza inexpugnable. ¿Cómo fue tomada? Dímelo, por los dioses.

En sus ojos surgieron los sueños y el recuerdo provocó en su alma un sentimiento desbordante. Susurró:

—Estoy enamorada, Shiz, y el amor es algo extraño. ¿En qué momento el amor llamó a mi corazón? ¿Cómo se deslizó hasta las profundidades de mi alma? No lo sé. Me produce una fuerte incertidumbre, aunque con mi corazón conozco la realidad: ha palpitado con fuerza, palpitó al ver su cara y al oír su voz. Yo no sabía que palpitaría por algo así, pero una voz oculta me susurró que ese hombre es el dueño de este corazón, sin disputa, me sumergió en sentimientos de fuerza ruda, dulce y dolorosa, y tuve una repentina sensación de que él tenía que ser para mí como mí corazón y que yo sería para él como su alma. No puedo imaginar que la vida sea buena ni la existencia placentera sin este acoplamiento.

Shiz comentó jadeando:

—Me dejáis perpleja, señora.

—Sí, Shiz, cuán a menudo he disfrutado de la libertad absoluta, colocaba mi asiento sobre una alta colina y lanzaba la mirada por un vasto y extraño mundo; pasaba las veladas con decenas de hombres, degustaba los placeres de las conversaciones, gozaba de las obras de arte y me recreaba con la obscenidad y las canciones; pero dominaba mi corazón un aburrimiento incurable, me invadía una soledad que hacia imposible la tranquilidad. Ahora, Shiz, se han estrechado mis esperanzas, han caído en un único hombre: él es mi dueño y mi vida; no obstante, se ha abierto paso una vida impetuosa que ha arrojado del camino a mi vida de aburrimiento y soledad y ha vertido en ella luz y alegría. Perdí mi alma en el vasto mundo y la encontré en mi hombre amado. ¿Te das cuenta de lo que es el amor, Shiz?

La esclava movió la cabeza desconcertada y replicó:

—Es un asunto extraño, como vos decís, señora… y talvez más agradable que la propia vida. Me pregunto qué es lo que sentiría con el amor, si el amor para mí es como el hambre y el hombre como la comida, y deseo a los hombres en la medida que deseo la comida, sin duda…, con eso me basta.

Rhadopis soltó una risa fina, como el sonido de la cuerda; luego se levantó, salió a la terraza que daba al jardín y mandó a Shiz que le llevara el laúd, pues sentía deseos de tocar las cuerdas y de cantar —¡cómo podría ser de otra forma!—, mientras el mundo entero entonaba una magnífica melodía.

Shiz desapareció un momento; luego volvió con el laúd y se lo dio a su señora diciendo:

—¿Os molesta aplazar la diversión de momento?

Rhadopis preguntó a su vez con llaneza, cogiendo el laúd:

—¿Y por qué?

—Uno de los esclavos me ha pedido que os dijera que hay un hombre que solicita una entrevista con vos.

El enojo apareció en su cara y le preguntó con frialdad:

—¿No lo conoces?

—Dice que es… afirma que viene de parte del escultor Hanfar.

Entonces se acordó de lo que le había dicho el escultor Hanfar el día anterior acerca de un discípulo que le sustituiría en la decoración del salón de verano, y le ordenó a Shiz:

—Hazlo pasar a…

Rhadopis sintió fastidio y enojo; cogió el laúd con ímpetu y sus dedos empezaron a tocar con ligereza y enfado una canción poco armoniosa. Shiz volvió seguida con el joven, el cual inclinó la cabeza respetuosamente y dijo con finura:

—Que los dioses os otorguen un feliz día, señora. Rhadopis dejó el laúd a un lado y lo miró a través de sus largas pestañas: era un joven de mediana estatura, delgado, moreno y de bellas facciones, con ojos grandes, de los que atraen las miradas; brillaba en ellos cierta pureza e ingenuidad. A Rhadopis le llamó la atención su corta edad y la pureza de sus ojos, y le preguntó asombrada: ¿de verdad es posible que se complete la obra del gran escultor Hanfar? No obstante, sentía tranquilidad al verlo y se disipó la ola de enojo que la invadía. Le preguntó:

—¿Eres el discípulo del escultor Hanfar, al que ha elegido para decorar el salón de verano?

El joven respondió con manifiesto embarazo, con la mirada oscilando entre la cara de Rhadopis y el suelo del balcón:

—Sí, señora.

—Bien. ¿cómo te llamas?

—Benamón… Benamón ben Bassar.

—Benamón… ¿cuántos años tienes, Benamón? Me pareces muy joven.

Él respondió ruborizado:

—Cumpliré los dieciocho el próximo mes.

—Me parece que exageras.

El joven replicó con sinceridad:

—No, señora; digo la verdad.

—Pues pareces un niño, Benamón.

Sus grandes ojos de color miel temblaron de inquietud, como sí temiera ser rechazado por su corta edad. Ella leyó su miedo y dijo sonriendo:

—No te preocupes; sé que el talento del escultor está en su mano, no en su edad.

Él respondió con entusiasmo:

—Por eso me ha recomendado mi maestro, el gran artista Hanfar.

—¿Has hecho antes algún trabajo importante?

—Sí, señora; he decorado una parte del salón de verano del palacio de Ana, el gobernador de Biya.

Ella respondió:

—Eres un muchacho con talento, Benamón.

Él se ruborizó, en sus ojos brilló la luz de la alegría y lo inundó una impetuosa felicidad. Rhadopis llamó a Shiz y le ordenó que lo acompañara al salón de verano. El joven vaciló un poco antes de seguir a la esclava. Le dijo:

—Es preciso que poséis para mí todos los días, a cualquier hora que queráis.

Ella respondió:

—Ya estoy acostumbrada a este tipo de obligaciones. ¿Vas a hacerme una escultura de cuerpo entero?

—O de medio cuerpo; tal vez baste con dibujar el rostro. En cualquier caso, irá seguido de un boceto general de la decoración.

Tras decir estas palabras, inclinó la cabeza y siguió a Shiz. La mujer se acordó del escultor Hanfar y pensó con ironía: ¿le rondará por la mente que el palacio que me ha pedido que le abra a su discípulo le prohibirá a él la entrada?

Sintió tranquilidad por la impresión que le había dejado el cándido joven; tal vez provocaría en su corazón un sentimiento nuevo que antes no le había otorgado la vida: el sentimiento de la maternidad. Súbitamente sintió compasión por sus encantadores ojos de los que ningún hombre se había salvado y prometió a los dioses sinceramente que preservaría la tranquilidad y la pureza de los del muchacho y que le pondría a salvo del dolor y la desgracia.