Apartó la vista de la puerta por donde había desaparecido, suspiró y exclamó: «¡Se ha marchado!». Pero en realidad no se había marchado. Si lo hubiera hecho, no la habría dominado ese extraño sopor que la dejó suspendida entre el sueño y la realidad. Recuerda y sueña. Las imágenes se suceden en su memoria apretujadas en loca carrera.
Tenía motivos para sentirse feliz porque había alcanzado la cima de la gloria. Montó a lomos del esplendor y saboreó todas las grandezas con las que ninguna mujer se hubiera atrevido a soñar. El adorado faraón en persona la había visitado, y lo había hechizado con su dulce aliento. Ante ella había gritado que teas encendidas abrasaban su joven corazón. Su pasión la coronó como una reina en el trono de la gloria y de la belleza. Tenía razones para sentirse feliz: saboreaba la felicidad de la grandeza. Inclinó levemente la cabeza y su mirada se posó en la sandalia. El corazón le palpitó y acercó la cabeza hasta rozar con los labios al jinete.
No llevaba mucho rato disfrutando de sus sueños cuando entró Shiz diciendo:
—Señora: ¿Vais a dormir aquí?
No le contestó. Cogió la sandalia, se levantó perezosamente y fue tambaleándose a sus aposentos. Shiz se envalentonó por la embriaguez y dijo en tono triste:
—¡Qué lástima, señora! Este hermoso recibidor, acostumbrado a la música y al baile, está vacío, por vez primera, de trasnochadores y enamorados. Y yo me pregunto desconcertada: «¿Dónde está la música? ¿Dónde está el baile? ¿Dónde está el amor?… Pero es vuestra voluntad, señora».
La bella no le hizo caso. Subió tranquila y silenciosamente las escaleras. Shiz, creyendo que sus palabras habían provocado el interés de su señora, dijo con entusiasmo:
—Se quedaron taciturnos y apenados cuando les comuniqué vuestra excusa. Se intercambiaron miradas de lamento y de profunda tristeza; a continuación se fueron retirando lentamente, con cierta desesperación.
Sin salir de su mutismo, la mujer entró en sus lujosos aposentos. Corrió al espejo, se miró y sonrió con satisfacción y alegría pensando: «Si lo que ha ocurrido hoy es un milagro, esta imagen también lo es». Le invadió una ola de felicidad. Se volvió hacia Shiz y le preguntó:
—¿Quién crees que puede ser el hombre que ha venido a visitarme?
—¿Quién es, señora? Nunca lo había visto. Es un joven extraño; pero no cabe duda de que pertenece a la élite: tiene donaire y es arrojado. Irrumpe como el viento; además, pisa fuerte y su voz tiene un tono autoritario; y sí no fuera porque tengo miedo, diría que no carece de…
—¿De qué?
—De locura.
—¡Cuidado!
—Señora: sea cual sea su riqueza, no puede compararse a la de todos los enamorados que habéis despedido hoy.
—Cuidado con lo que dices, no vaya a ser que quieras arrepentirte cuando ya sea tarde.
Shiz preguntó asombrada:
—¿Superará en riqueza al comandante Tahu o al gobernador Ana?
—Es el faraón, imbécil —replicó Rhadopis con orgullo.
La mujer se quedó mirando fijamente el rostro de su señora. El labio inferior se le movió como para hablar, pero no dijo nada.
—Es el faraón, Shiz —dijo la bella riéndose—. El faraón, el faraón en persona. ¡Ojito con lo que hablas! Ahora vete, desaparece de mi vista que quiero estar sola.
Cerró la puerta y se acercó a la ventana que daba al jardín.
La noche descendió tendiendo sus alas sobre el universo. Aparecieron las primeras estrellas en el firmamento y también las luces de las antorchas, colgadas en las ramas de los árboles del jardín. La noche era hermosa. Saboreó su belleza y, por primera vez, sintió que su soledad era agradable, mucho más agradable que su encuentro con todos los enamorados. En su silencio se escuchaba a sí misma y el murmullo de los corazones. Los recuerdos resucitaron otros recuerdos y su imaginación voló a un tiempo lejano. El corazón le palpitó aturdido antes de que la coronaran como reina de corazones en el trono de Biya y se convirtiera para todos en un destino irreparable. Era una bella campesina que había brotado de entre las frescas hierbas campestres como una hermosa flor y él era un marinero de voz dulce y piernas bronceadas. No recuerda haberse entregado por amor a ningún otro. Las playas de Biya habían presenciado un espectáculo único: él la invitó a su embarcación y ella aceptó la invitación. Las olas la llevaron desde Biya hasta el extremo sur, y desde entonces se cortó su relación con el campo y con todos los campesinos. De repente, el marinero desapareció de su vida. No sabía si se había extraviado, había huido o había muerto. Y se encontró sola. Pero no, no estaba sola, la acompañaba su belleza y no tuvo que vagabundear. La recogió un hombre maduro de larga barba y corazón débil. La vida le fue propicia y se enriqueció con la muerte de él. Entonces su cegadora luz se encendió: los hombres eran atraídos hacia ella como locas mariposas y arrojaban a sus piececitos jóvenes corazones e incontable dinero. La entronizaron como reina de corazones en el palacio de Biya. Y fue Rhadopis. ¡Qué recuerdos!
¿Cómo murió su corazón después de aquello? ¿Lo mató la tristeza, el orgullo o la gloria? Escuchaba las palabras de amor con los oídos sordos y el corazón cerrado, pues alguien como Tahu, que estaba perdidamente enamorado de ella, a lo único que aspiraba era a que le hiciera vibrar con su cuerpo frío.
Se entregó a los recuerdos durante un buen rato. Fueron como una llamada que pretendiera unirla a los momentos más extraordinarios y felices de su vida.
El tiempo fue pasando, sin darse cuenta de si eran horas o minutos, hasta que despertó al son de unos pasos. Se dio la vuelta, nerviosa, y vio que la puerta se abría y entraba Shiz jadeando:
—Señora… debéis… está aquí.
Lo vio entrar tranquilo, como si estuviera en sus propios aposentos. La invadió un asombro repleto de alegría y exclamo:
—¡Señor!
Shiz se escabulló cerrando la puerta. El rey echó un vistazo al bonito aposento y, riéndose, pregunto:
—¿Debo pedir perdón por esta intromisión?
Ella sonrió feliz y respondió:
—Tanto el aposento como la dueña son vuestros, señor.
Él se rio de forma sugestiva; era una risa joven y resonante, rebosante de vida. La cogió del brazo y la llevó al diván donde la sentó y tomó asiento a su lado.
—Temía que ya estuvieras durmiendo —dijo él.
—El sueño… el sueño no se presenta en una noche como esta; de tanta felicidad, parece que es de día.
El rey se puso serio y dijo:
—Entonces, nos quemaremos juntos.
Ella nunca había experimentado tanta felicidad, no había sentido su corazón tan despierto y tan vivo ni había paladeado la dulzura de la entrega más que ante este hombre extraordinario. Él había dicho la verdad. Ella se estaba quemando, mas no dijo nada; se contentó con mirarlo de forma expresiva, con sinceridad y cariño.
—No creía que volveríais esta noche —dijo.
—Ni yo; pero la reunión se me hacia pesada, agotadora. Me costaba concentrarme y me invadió el temor. El hombre me presentó muchos decretos, de los que firmé unos cuantos. Lo escuché con la atención dispersa; luego me sentí agobiado y le dije que hasta mañana. No pensaba volver, deseaba estar solo para pensar; pero cuando estuve a solas, la soledad me pareció insoportable y la noche agobiante, inaguantable. Fue cuando me pregunté: ¿y por qué tengo que esperar hasta mañana? Yo no estoy acostumbrado a reprimir mis sentimientos, y no he tardado en presentarme aquí.
¡Qué costumbre tan feliz! Ella estaba recogiendo los más jugosos frutos y sentía una extraña alegría a su lado, mientras él se agitaba de vida y deleite.
—Rhadopis… ¡Qué nombre tan bonito! Tiene una resonancia musical en mis oídos y un significado amoroso en mi corazón. Mas este amor es algo extraño, ¿cómo puede caer un hombre cuyas noches están repletas de bellezas de todas clases? Es verdaderamente extraño. ¿Qué es este amor? Es una angustia tormentosa que habita en mi corazón, un canto divino que se oye en lo más alto de mi alma, es una nostalgia dolorosa, eres tú misma; tú habitas en todas las manifestaciones de la vida y del alma. Mira mi cuerpo fuerte, te necesita como el que se ahoga necesita el aire.
Ella compartía sus sentimientos y no dudaba de su sinceridad. Él había hablado para describir un corazón y había descrito dos. Al igual que él, escuchaba el himno divino y contemplaba su imagen en todas las manifestaciones de la vida y del alma. Sus párpados pesaban de ensoñación y de goce. Sus pestañas no tardaron en rozarse, y él le preguntó con delicadeza:
—¿Por qué no dices nada, Rhadopis?
Ella abrió sus hermosos ojos y lo miró con pasión y cariño.
—¿Para qué hablar, señor? A veces las palabras fluyen de mi boca mientras que mi corazón está muerto; pero ahora mí corazón resucita y absorbe vuestras palabras como la tierra el calor del sol que le hace revivir.
Él sonrió feliz y respondió:
—Este amor me ha apartado de una vida llena de mujeres.
Rhadopis contestó, compartiendo con él la sonrisa:
—Y a mi me ha apartado de una vida llena de hombres.
—Estaba debatiéndome en mi indecisa vida, estando tú al lado. ¡Qué lástima! Tenía que haberte conocido hace unos años.
—Los dos estábamos esperando al águila para que recorriera la distancia que nos separa.
Él apretó el puño con ardor y dijo:
—Si, Rhadopis, el destino esperaba la aparición del águila para que trazara la más bella historia de amor. No dudo que al águila le haya sido imposible aplazar nuestro amor hasta la eternidad. A partir de ahora, no debemos separarnos; lo mejor de la vida es que estemos juntos.
Ella suspiró profundamente y respondió:
—Sí, señor, desde ahora no debemos separarnos. Tomad mi corazón, como un frondoso vergel, y disfrutad por él donde queráis.
El faraón cogió la mano de Rhadopis entre las suyas, la apretó cariñosamente y dijo:
—Ven, Rhadopis. Que este palacio se cierre sobre el pasado traidor. Siento que cada día perdido antes de conocerte, es una puñalada asestada contra mi felicidad.
Ella estaba como ebria; no obstante, la invadió cierta angustia y le preguntó:
—¿Queréis, mi señor, que me traslade a vuestro harén?
Él movió la cabeza y respondió:
—Ocuparás el mejor sitio.
Ella bajó los ojos pensativa, sin saber qué decir. A él le extrañó su silencio; le cogió la pequeña barbilla y, levantándole el rostro, le preguntó:
—¿Qué te ocurre?
Tras dudarlo, ella le preguntó a su vez:
—¿Es una orden, señor?
A él se le encogió el corazón al oír la palabra orden y dijo:
—¿Orden? En absoluto, Rhadopis. El lenguaje de las órdenes no tiene nada que ver con el amor. Antes nunca había deseado despojarme de mi personalidad y convertirme en un ser humano más que se abre camino sin ayuda y que consigue lo que le toca en suerte sin reverencias. Olvídate del faraón y dime: ¿quieres venir conmigo?
Ella, temiendo que su silencio y su vacilación fueran mal interpretados, respondió sinceramente:
—Os quiero, señor, como a mi propia vida… incluso más. La verdad es que nunca había amado sinceramente antes de amaros a vos. Creo que el auténtico valor de la vida es el que me hace sentir vuestro amor y hace felices a mis sentidos por vuestra presencia. ¿Acaso los enamorados no tienen una espontaneidad que les obliga a ser sinceros? Preguntadle al corazón de Rhadopis, señor, y ella os contestará lo que le venga a la lengua. Sin embargo, me pregunto: ¿por qué dejar este palacio? ¿Por qué cerrar sus puertas para siempre? El soy yo en persona, y debéis amarlo como a mí misma. Ningún lugar en él carece de mis huellas: mi retrato, mi nombre, mi estatua… ¿cómo puedo dejarlo, si aquí se posó el águila que voló hacia vos con el mensaje del amor eterno? ¿Cómo puedo dejarlo, si aquí mi corazón latió de amor por primera vez? ¿Cómo puedo dejarlo, señor, si a él me vinisteis a visitar con toda vuestra majestad? Es digno que cada sitio que pisen vuestros pies sea —como mi corazón— sólo para vos y que no se cierren sus puertas jamás.
Él la escuchaba con todos sus sentidos y con su corazón enamorado. Su alma creía en cada una de sus palabras. Acarició cariñosamente sus negras trenzas y la abrazó con pasión, imprimiendo en su boca un beso que le refrescó los labios con un delicioso jugo.
—Rhadopis, amor entrelazado en mi alma: este palacio no cerrará sus puertas ni se oscurecerán sus aposentos. Mientras vivamos, permanecerá como un hogar de amor, un paraíso de pasión y un vergel frondoso donde se esparcirán las semillas de los recuerdos. Haré de él un púlpito del amor y cubriré su suelo y sus paredes de oro puro.
—Que se cumpla vuestra voluntad, señor. Os juro por mí amor que mañana iré al templo del dios Sotis para limpiarme y purificarme con el aceite sagrado. Quiero librarme del desgraciado pasado y volver al templo con un corazón nuevo y puro, como una flor que brota de la tierra y abraza los rayos del sol.
El faraón puso la mano de ella en su corazón y, mirándola a los ojos, confesó:
—Rhadopis: hoy soy feliz. Pongo por testigos de mi felicidad al mundo y a los dioses. Mi vida. ¡Vaya vida! Mírame: la oscuridad de tus ojos es más apetecible para mí que toda la luz del universo.
Aquella noche, la isla de Biya durmió y el amor trasnochó en su blanco palacio, hasta que las tinieblas de la noche se tornaron en el ensoñador azul del día.