EL FARAÓN

Abrió los ojos y no vio más que oscuridad. ¿Aún será de noche? ¿Cuántas horas habría permanecido tranquilamente dormida? Estuvo un rato sin entender ni recordar absolutamente nada. Era como si ignorara también el pasado y el futuro, como si la profunda oscuridad de la noche se hubiera tragado su personalidad. Durante un momento sintió cierto aturdimiento y pesadumbre; luego sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y esta se atenuó y amenguó su impacto. Pudo ver una leve luz que penetraba por los huecos de las ventanas y distinguió los muebles de la alcoba y La lámpara chapada en oro que colgaba, y sus sentidos comenzaron a percibir. Recordó que había permanecido sin pegar ojo hasta que el amanecer la inundó con sus tenues olas azules. Entonces se acostó y el sueño la arrebató de sus sentimientos y sus pensamientos hasta el mediodía o la tarde del día siguiente.

Recordó los acontecimientos de la noche pasada. En su memoria apareció la imagen de Tahu hirviendo, gritando y gimiendo de desesperación y amenazante de desprecio. ¡Qué hombre tan violento! Es un hombre soberbio, muy irascible y con un amor salvaje. Un amor cuyo único defecto es que es terco y muy profundo. Deseó sinceramente que la olvidara y la despreciara, pues no le había ocasionado más que problemas. Todos están ansiosos por conquistar su corazón, pero este es indiferente y fugitivo, como un animal indómito. Y ¡cuántas veces se había visto obligada, sin querer, a enfrentarse a actitudes impresionantes y desgracias dolorosas! Ella las odiaba, pero las desgracias la perseguían como si fueran su sombra, revoloteaban en torno a ella como si fueran sus pensamientos y manchaban su vida con crueldad y dolor.

Luego recordó lo que había dicho Tahu acerca del joven faraón: que estaba deseoso de ver a la dueña de la sandalia y que seguramente la llevaría a su poblado harén. ¡Ah! El faraón es un joven de sangre caliente y loca mocedad, según le habían dicho. No es extraño que Tahu le dijera lo que le dijo y no es difícil creer sus palabras; pero tal vez los acontecimientos tomen otros derroteros. Su confianza en si misma no tiene límite.

Oyó un golpe en la puerta y dijo con voz perezosa:

—Shiz, entra.

La esclava abrió la puerta y entró andando con su acostumbrada ligereza. Comentó:

—Gracias a los dioses que os han facilitado el sueño después de un largo insomnio. ¡Qué pena, señora! Seguramente el hambre ha obtenido de vos todo lo que ha podido.

Abrió la ventana y penetró una luz entremezclada con cierta penumbra.

—Hoy se ha puesto el sol sin poder veros —dijo riéndose—. Su visita a la tierra ha sido un fracaso.

Rhadopis le preguntó mientras se estiraba y bostezaba:

—¿Ya ha llegado la tarde?

—Sí, señora. Y ahora ¿iréis al agua perfumada o comeréis? ¡Qué lástima! Yo sé mejor que nadie lo que os hizo pasar la noche en vela.

—¿Qué es, Shiz? —le preguntó con interés.

—Que no os calentasteis la cama con un hombre.

—¡Maldita seas, malvada!

La esclava replicó, guiñando un ojo:

—Los hombres son déspotas a veces, señora. Si no fuera por eso, no habrías soportado su orgullo.

—¡Basta ya de palabrería, Shiz!

Se quejó de dolor de cabeza y la esclava le dijo:

—Vamos al baño. Los pretendientes ya están llegando al recibidor. Les molestará verlo sin vos.

—¿De verdad han venido?

—¿Acaso vuestro recibidor ha estado vacío alguna vez a estas horas?

—No veré a nadie.

Shiz se quedó asombrada. Miró a su señora con recelo y dijo:

—Ayer frustrasteis sus esperanzas. ¿Qué les diréis hoy? ¡Ay! Si supierais, señora, lo afligidos que están por vuestra tardanza…

—Pues diles que estoy cansada.

La esclava vaciló. Quiso replicar, pero Rhadopis le ordenó:

—Haz lo que se te ha mandado.

La esclava salió de los aposentos turbada, sin saber lo que había hecho cambiar a su señora. La bella se tranquilizó cuando la esclava cumplió su orden. Creyó que ese no era el momento oportuno porque no podía juntar su disperso pensamiento para escuchar a nadie ni prestar atención a una conversación, y menos bailar o cantar. Así pues, que se marcharan todos. Pero, temiendo que Shiz volviera con los ruegos de la gente, se levantó de la cama y se metió en el baño.

A solas, se preguntó si el faraón mandaría que fueran a buscarla aquella misma noche. ¿Sería por eso por lo que se encontraba tan inquieta? ¿Acaso tenía miedo? No. Esa beldad con la que ninguna mujer se podía comparar, sin duda rezumaba confianza en sí misma. Ella es así. Ninguno puede resistirse a su belleza ni su hermosura se rebajará ante nadie, ni siquiera ante el propio faraón. Pero, ¿por qué, entonces, está tan nerviosa? Le ha vuelto esa sensación tan extraña que la invadió ayer por la noche, que hizo palpitar su corazón por primera vez cuando vio al joven rey de pie en su carroza, como sí fuera una estatua. ¡Qué curioso! ¿Estará perpleja ante un extraño enigma, un nombre majestuoso y un dios adorado? ¿Deseará verlo como a un simple mortal después de haberlo visto como a un dios majestuoso? ¿Estará inquieta porque quiere asegurarse de su fuerza ante esa fortaleza tan infranqueable?

Shiz tocó a la puerta del baño y dijo que Anón le había dado una carta para ella. La bella se enfadó y ordenó tajantemente: «rómpela en pedazos». La esclava, temerosa de ser el blanco de la cólera de su señora, se retiró tropezando por el nerviosismo.

Rhadopis salió del baño y entró en sus aposentos, aún más bella que antes. Comió y tomó una copa de vino de Maryut. Nada más sentarse en el diván, Shiz irrumpió sin pedir permiso. Rhadopis le lanzó una mirada amenazadora y la esclava, asustada, exclamó:

—En el vestíbulo hay un hombre desconocido que exige veros.

El enfado se apoderó de la bella:

—¿Te has vuelto loca, Shiz? —le gritó—. ¿Acaso te alías con esos inoportunos en contra mía?

—Paciencia, señora —replicó la esclava jadeando—. Ya había despedido a todas las visitas; pero este es un hombre desconocido al que no había visto hasta ahora. Me encontré con él por casualidad en el pasillo que conduce al vestíbulo. No sé por dónde vino. Intenté impedirle el paso, pero siguió andando, sin hacerme caso, y me mandó que os comunicara su ruego.

La bella escuchó a la esclava; luego le preguntó con interés:

—¿Pertenece a la guardia del faraón?

—No, señora. No viste traje militar. Le he preguntado quién es y se ha encogido de hombros con desprecio. Le he asegurado que hoy no recibís a nadie, pero no me ha hecho caso. Me ha dicho que os comunique que os está esperando. ¡Ay, señora! Ardo en deseos de satisfaceros, pero no ha habido forma de despachar a ese pesado insolente.

Rhadopis se preguntó si sería algún mensajero del rey. Su corazón latió ante la idea sacudiendo todo su pecho. Corrió al espejo y examinó su imagen; luego dio una vuelta de puntillas, con el rostro clavado en el espejo, y preguntó a la esclava:

—¿Qué ves, Shiz?

La esclava respondió, asombrada por el cambio de su señora:

—Veo a Rhadopis, señora.

La bella salió de la alcoba, dejando a la esclava aturdida y perpleja, y fue de una habitación a otra, como una paloma; luego bajó la escalera, cubierta con una magnífica alfombra y se detuvo un momento en la entrada del recibidor. Vio a un hombre que estaba de espaldas, leyendo un poema de Ramón Hatib que estaba grabado en la pared del vestíbulo. ¿Quién seria? Tenía la misma estatura que Tahu, pero era algo más delgado, aunque ancho de hombros y con buenas piernas. En la espalda llevaba un cinturón adornado con piedras preciosas que iba de los hombros a la cintura y en la cabeza una bonita tiara de forma piramidal que no se parecía a la de los sacerdotes. ¿Quién sería? No había reparado en ella porque pisaba con ligereza por una gruesa alfombra. Cuando estuvo a unos pasos de él le dijo en voz baja:

—Señor…

El desconocido se volvió hacia ella. ¡Dios mío! Estaba cara a cara con el faraón. El faraón en persona, con su poder y majestuosidad. Mernerá Segundo. Nadie más que él.

¡Dios mío! La sorpresa le sacudió todo el cuerpo dejándola arrobada, sin saber qué hacer. ¿Estaría soñando? Pero ella conoce perfectamente ese rostro moreno y la nariz larga y altiva. No puede olvidarlo. Lo ha visto dos veces y ha penetrado con fuerza en su memoria quedándose grabado con trazos imborrables. Sin embargo, no había previsto este encuentro; no se había preparado para él ni había trazado uno de sus hábiles planes. ¿Podía recibir al faraón de esa forma tan improvisada? ¡Ella, que calculaba hasta el encuentro con los comerciantes nubios! La había cogido por sorpresa y la había vencido. Se alteró por la aplastante derrota y se inclinó por primera vez en su vida diciendo con voz trémula: «señor».

Los ojos de él irradiaban una mirada profunda que se posó en el hermoso rostro de Rhadopis. Observaba su agitación y su nerviosismo con gran placer. Miraba con deleite la magia que le lanzaban sus facciones. Cuando la saludó, él preguntó con voz alta y clara:

—¿Sabes quién soy?

Ella replicó con voz dulce y musical:

—Sí, señor. Así lo quiso mi afortunada suerte ayer.

Él no se saciaba de mirarle el rostro. Empezó a sentir un sopor que le invadía los sentidos y la mente. Sin poder controlarse, manifestó:

—Los reyes cuidan de la gente, velan por sus almas y sus pertenencias; por eso he venido a devolverte una valiosa prenda.

El faraón introdujo la mano por debajo de su cinturón, sacó la sandalia, se la mostró y le preguntó:

—¿Es esta sandalia tuya?

Rhadopis siguió con la vista la mano del faraón y vio aparecer la sandalia por debajo de su cinturón con ojos atónitos que no daban crédito a lo que veían.

—¡Mi sandalia! —balbuceó visiblemente alterada.

El rey se rio dulcemente y replicó, sin apartar los ojos de ella:

—Efectivamente, Rhadopis. ¿No es ese tu nombre?

Ella bajó la cabeza y susurró:

—Sí, mi señor.

El nerviosismo le impidió continuar. El rey prosiguió:

—Es una sandalia muy bonita. Y lo más curioso es esa imagen grabada en el interior. Creía que era sólo un bonito adorno hasta que te he visto y me he convencido de que es una formidable realidad. Y me he dado cuenta de otra realidad aún mayor: que la belleza, como el destino, siempre sorprenden al hombre con lo inesperado.

Rhadopis exclamó, enlazando las manos:

—Señor… jamás soñé con que honraríais mi palacio con vuestra presencia. Y el que me hayáis traído la sandalia personalmente… ¡Dios mio! ¿Qué puedo decir?… He perdido el ingenio. Perdonadme, señor, me he distraído y he dejado que estéis de pie.

Se apresuró a ir a su trono y se lo ofreció al faraón inclinándose respetuosamente. No obstante, este prefirió un mullido diván. Se sentó y dijo:

—Acércate, Rhadopis. Siéntate aquí.

La bella se acercó hasta una distancia razonable y se quedó parada, luchando contra su nerviosismo y su asombro. El faraón la sentó personalmente, la cogió del brazo —fue la primera caricia— y la sentó a su lado. El corazón de Rhadopis latía con fuerza. Dejó la sandalia a un lado, bajó la vista y se olvidó de que era la adorada Rhadopis, la que se divertía con los corazones y con los hombres a su antojo. La sorpresa la había vencido y el hombre adorado había agitado su alma. Era como una luz cegadora que súbitamente le daba en los ojos. Se recogió como una virgen, ofreciéndose a su hombre por primera vez; no obstante, su extraordinaria belleza había emprendido el combate —sin que ella lo supiera— con gran firmeza e inmensa confianza. Continuaba lanzando su mágica luz a los ojos atónitos del rey, como lanza el sol sus dorados rayos a las adormecidas plantas y estas se despiertan aleteando alegremente. La belleza de Rhadopis era penetrante, arrolladora. Abrasaba, hacía enloquecer y llenaba el pecho de insaciable deseo a quien se acercaba a ella.

Aquella perdurable noche —Rhadopis estaba temblando por los nervios y el rey perdido en la hermosura— necesitaba la clemencia de los dioses.

Deseando escuchar su voz, el rey le preguntó:

—¿No me preguntas cómo fue tu sandalia a parar a mis manos?

—Se me habrán olvidado cosas aún más importantes, señor —respondió preocupada.

—¿Cómo la perdiste? —preguntó el faraón sonriendo. La suavidad de su voz la tranquilizó.

—Me la arrebató el águila mientras me bañaba.

El rey suspiró. Levantó la vista como si mirara la decoración del techo; a continuación cerró los ojos imaginando aquella sugestiva escena: Rhadopis juguetea, desnuda, en el agua y el águila baja desde lo alto y le arrebata la sandalia. La bella escuchaba la ondulación de la respiración del faraón y sintió que le quemaba la mejilla. Él volvió a mirarla y dijo con emoción:

—El águila la arrebató y me la llevó. ¡Qué historia tan maravillosa! Pero yo me pregunto: ¿me habría privado de verte si los dioses no me hubieran destinado aquella bendita águila? ¡Qué suposición tan triste! A pesar de todo, siento en lo más profundo de mí que el águila, extrañada de que no te conociera, estando a unos pasos de mi, me tiró la sandalia para que reparara mi descuido.

—¿El águila tiró la sandalia a mi señor? —preguntó Rhadopis asombrada.

—Si, Rhadopis. Es una bella historia.

—¡Qué mágica casualidad!

—¿Casualidad dices, Rhadopis? ¿Y qué es la casualidad sino el destino disfrazado?

Rhadopis suspiró y dijo:

—Es verdad, señor. Es como el listo que se hace tonto.

—Voy a decretar que ningún súbdito haga daño a un águila. Ella sonrió feliz y encantada, y en sus labios se pintó una especie de mágico talismán. El rey sintió que la pasión se apoderaba de su corazón, y como no estaba acostumbrado a luchar contra los sentimientos, se rindió al amor. Suspiró y dijo:

—Es el único ser vivo a quien le debo lo más valioso de mi vida. Rhadopis: ¡qué hermosa eres! Es una belleza que supera todos mis sueños.

Ella se alegró por las palabras del faraón. Era como si las hubiera escuchado por primera vez en su vida. Lo miró de forma inocente y dulce, lo cual avivó su pasión. El faraón dijo, como quejándose y rogando:

—Es como sí un látigo encendido me abrasara el corazón.

Luego acercó su cara al resplandeciente rostro de Rhadopis y susurro:

—Rhadopis: quiero sumergirme en tu aliento.

Ella le acercó la cara con la vista baja. Él fue aproximando la suya hasta que su nariz rozó la fina nariz de ella, mientras sus dedos jugueteaban con sus largas pestañas. Se ensimismó en sus ojos oscuros hasta que todo se le volvió oscuro. La pasión le hizo olvidarse de todo y un mágico sopor se apoderó de él, hasta que un profundo suspiro de Rhadopis le hizo volver en sí. Se acomodó en el asiento y le susurró al oído:

—Rhadopis: a veces leo mi destino. Desde ahora la locura será mi emblema.

Ella apoyó la cabeza en la palma de la mano, agotada. El corazón le latía con fuerza. Permanecieron en silencio, felices, cada uno hablando consigo mismo y —sin saberlo— con su compañero. De pronto Rhadopis se levantó y dijo:

—¿Queréis seguirme, mi señor, para ver mi palacio?

Era una sugestiva invitación; no obstante le recordó algo que casi había olvidado y se vio obligado a disculparse. ¿Qué ocurrirá si aplaza la cita? El palacio y todo lo que hay en él le pertenece. Dijo con pena:

—Esta noche no, Rhadopis.

Ella lo miró extrañada y le preguntó:

—¿Por qué, mi señor?

—Hay gente esperándome hace una hora en el palacio.

—¿Quiénes son, señor?

El rey se rio y dijo con desprecio:

—Tengo que reunirme con el visir ahora. La verdad, Rhadopis, es que desde el incidente del águila soy presa de una intensa actividad. Deseaba visitar tu palacio, pero no encontraba la ocasión propicia. Cuando me di cuenta de que esta tarde iba a transcurrir como las demás, aplacé una importante reunión para conocer a la dueña de la sandalia dorada.

Asombrada, Rhadopis balbuceó:

—¡Señor!

Estaba sorprendida por el desenfreno que le había impulsado a aplazar una reunión importante, de las que determinan el destino del reino, para ver a la mujer que ocupó su corazón durante una hora. Su acción le pareció hermosa, mágica, sin precedente en las historias de enamorados y poetas.

El rey, por su parte, se levantó y le dijo:

—Me marcho, Rhadopis. ¡Ay! El asfixiante palacio. Es una cárcel amurallada de tradiciones, pero las atravieso como una flecha. Ahora dejaré un rostro querido para encontrarme con otro odioso. ¿Has visto algo más extraño? Hasta mañana, querida Rhadopis. Mejor dicho, hasta siempre.

Tras decir eso se marchó con su magnificencia, su juventud y su locura.