TAHU

Estaba inquieta, turbada y confusa. Perdió la esperanza de dormir. Se levantó de la cama de nuevo, se acercó a una ventana que daba al jardín, la abrió de par en par y se quedó allí, parada como una estatua. Luego se soltó el pelo que se deslizó en mechones temblorosos por el cuello y los hombros, cubriéndose la blanca túnica de profunda oscuridad. Llenó los pulmones con el fresco aire nocturno; luego puso los codos en el alféizar de la ventana y apoyó la barbilla en la palma de las manos. Su mirada se perdió en el cielo que cubría el jardín y el Nilo que corría por detrás. Era una noche oscura y templada. La brisa soplaba de vez en cuando ligeramente haciendo bailar las ramas y las hojas. El Nilo se percibía desde lejos como una porción de oscuridad. El cielo estaba adornado con brillantes estrellas las cuales emitían una luz débil que, al acercarse a la tierra, se sumergía en un mar de oscuridad.

¿Podrían la noche oscura y el silencio absoluto extender sobre su inquieta cabeza un manto de calma y seguridad? Imposible. La desesperación de alcanzar la tranquilidad llegó a su punto máximo. Se trajo una almohadilla y la puso en el alféizar de la ventana, reposó en ella la mejilla derecha y cerró los ojos.

De pronto le vino a la memoria la reflexión del filósofo Huf: «Todo el mundo se queja. ¿Qué se puede esperar del cambio? Confórmate con lo que te ha tocado». Suspiró desde lo más profundo de su corazón y se preguntó con tristeza: ¿Será verdad que no hay nada que esperar del cambio? Es cierto que el ser humano siempre se está quejando, pero ¿cómo puede convencerse completamente, de tal manera que su corazón deje de perseguir el cambio? Pues su corazón alberga una rebeldía devastadora que aspira a aniquilar su presente y su pasado, y a evadirse hacia unos horizontes desconocidos. ¿Cómo encontrar sosiego y satisfacción? Soñaba con un estado que anulara la queja, pero estaba inquieta y enfadada con todo el mundo.

No dejó sus pensamientos ni sus sueños hasta que oyó que llamaban suavemente a la puerta de sus aposentos. Aguzó el oído, asombrada, y gritó levantando la cabeza:

—¿Quién es?

Una voz que ella conocía muy bien respondió:

—Soy yo, señora. ¿Me permitís entrar?

—Entra, Shiz.

La esclava entró de puntillas y se extrañó de que su señora estuviera levantada y la cama sin tocar.

—¿Qué te pasa, Shiz? —le preguntó repentinamente la hermosa mujer.

—Hay un hombre esperando que le deis permiso para entrar.

Frunció el ceño y dijo algo enfadada:

—¿Cómo que hay un hombre? Pues despídelo.

—¡Cómo, señora! Si es un hombre a quien nunca se cierran las puertas de este palacio.

—¡Tahu!

—En persona.

—¿Y qué es lo que le trae por aquí a estas horas?

En los ojos de la esclava asomó una mirada maliciosa.

—Eso ya lo sabréis, señora —dijo.

Le hizo una seña con la mano para que lo llamara. La esclava desapareció unos instantes; luego el cuerpo alto y ancho del comandante llenó el hueco de la puerta. La saludó con una inclinación de cabeza y se detuvo ante ella, mirándola de frente con nerviosismo. A ella no le pasaron desapercibidas su palidez, las arrugas de su frente y la oscuridad de sus ojos, pero hizo como si no se diera cuenta y fue a sentarse en el diván.

—Te noto cansado. ¿Has tenido mucho trabajo? —le preguntó.

Él negó con la cabeza y dijo escuetamente:

—En absoluto.

—No estoy acostumbrada a verte así.

—¿De verdad?

—Eso ya lo sabes, sin duda. ¿Qué te pasa?

Él estaba al corriente de todo y ella también lo sabría dentro de poco, bien por él, bien por cualquiera. Evitaba hablar del tema porque se estaba jugando su felicidad, y temía perderla para siempre. Si pudiera dominarla, todo sería más fácil; pero casi tenía perdida la esperanza de lograrlo. Se apoderó de él un intenso dolor y exclamó:

—¡Ay, Rhadopis! Si mis sentimientos fueran correspondidos, te suplicaría en nombre de nuestro amor.

¿Qué era lo que le obligaba a suplicar? Ella lo conocía como un hombre violento que detestaba la súplica y el ruego. Generalmente se contentaba con la hermosura de su cuerpo. ¿Qué era lo que le asustaba?

—Esta es una conversación vieja y rutinaria.

Aunque reconocía que era verdad, se enfadó y replicó con un tono cortante:

—Ya lo sé; pero la repito porque las circunstancias lo requieren. ¡Ay! Es como si tu corazón fuera una cueva hueca, sumergida en el fondo de un río frío.

Ella estaba acostumbrada a este tipo de sentencias; no obstante, contestó con nerviosismo:

—¿Es que te he impedido alguna vez hacer lo que quieras?

—No, Rhadopis. Me has otorgado tu hermoso cuerpo que fue creado para martirizar a los hombres. Pero siempre he aspirado a tu corazón. ¡Vaya un corazón, Rhadopis! Permanece inmóvil en medio de las tempestades del deseo, como sí no fuera tuyo. Siempre me he preguntado desconcertado: ¿qué es lo que me falta? ¿Es que no soy un hombre, todo un hombre? La verdad es que no tienes corazón.

Siguió haciéndose la desentendida, pues no era la primera vez que escuchaba eso. Siempre lo decía con ironía o ligeramente enfadado; pero a esa avanzada hora de la noche, su tono era vacilante, estaba teñido de rencor. ¿Qué le había enfadado? Como incitándolo a que se lo aclarara, le preguntó:

—Tahu, ¿has venido para repetirme esa monserga?

—No, no he venido para eso, sino por un asunto grave. Y si el amor no me ayuda a resolverlo, que me ayude la libertad que te empeñas en conservar.

Lo miró con mucha atención y esperó a que hablara. Él se sintió sumamente incómodo y decidió ir al grano, sin rodeos. Le dijo con tranquilidad y determinación, mirándola a los ojos:

—Tienes que abandonar el palacio de Biya y huir de la isla lo antes posible… antes del amanecer.

La mujer se asustó por lo que oyó y, mirándolo con ojos incrédulos, le preguntó:

—¿Qué dices, Tahu?

—Digo que tienes que desaparecer… o perderás la libertad.

—¿Y qué es lo que amenaza mi libertad en Biya?

Él apretó los dientes y le preguntó a su vez:

—¿No has perdido algo precioso?

—Sí, la sandalia dorada que me regalaste —contestó asombrada.

—¿Cómo ha sido?

—Me la arrebató el águila cuando me estaba bañando en la alberca del jardín. Pero no sé qué relación puede haber entre mi libertad y la pérdida de la sandalia.

—Espera, Rhadopis. Es verdad que la arrebató el águila, pero ¿a que no sabes dónde fue a caer?

Por su tono, advirtió que conocía el asunto y, extrañada, balbuceó:

—¿Cómo voy a saberlo, Tahu?

—Pues cayó en el regazo del faraón.

Estas palabras le sonaron como un terrible trueno que acaparó todos sus sentidos y le nubló la razón. Miró a Tahu con ojos perplejos, sin poder salir de su estupor. El comandante la escudriñaba con ojos inquietos y desconcertados, preguntándose: ¿cómo le habrá sentado la noticia? ¿Cuáles serán sus verdaderos sentimientos? Se impacientó y le preguntó con voz apagada:

—¿No tengo razón en lo que te pido?

Pero ella no contestó ni parecía escucharlo. Estaba sumergida en olas que se entrechocaban en su agitado corazón. Le impresionó su indiferencia e indecisión. Él palpó en aquello una señal que espantó a su corazón. Su paciencia se agotó y la rabia lo acosó y lo cegó. Le gritó con voz ronca:

—¿Dónde estás? ¿Es que no te ha asustado esta terrible noticia?

Su voz la hizo temblar, mientras el enfado devoraba su corazón. Lo miró llena de rabia, pero se contuvo para conseguir de él lo que pretendía, y le preguntó fríamente:

—¿Tú lo ves así?

—Me parece que te estás haciendo la tonta, Rhadopis.

—¡Qué injusto eres! Supongamos que la sandalia cayó en el regazo del faraón. ¿Crees que me matará por ello?

—En absoluto. Pero examinó la sandalia y se preguntó quién sería la dueña.

El corazón de la bella palpitó con fuerza y le preguntó:

—¿Y encontró la respuesta?

Los ojos de él se ensombrecieron y dijo con voz trémula:

—Allí había un hombre que siempre me acecha y al que el destino ha convertido en un amigo-enemigo y un enemigo-amigo para mí. Aprovechó la ocasión para pincharme, y me hirió mucho hablándole bien de ti. Despertó su deseo y suscitó la pasión en su corazón.

—¿Sufajatib?

—El mismo. Ese amigo-enemigo. Pues el deseo se apoderó del corazón del joven rey.

—¿Y qué pretende?

Tahu se cruzó de brazos y dijo secamente:

—El faraón no es una persona que desee algo y no lo consiga. Cuando quiere algo sabe cómo apoderarse de ello.

De nuevo el silencio. La mujer cayó presa de unos sentimientos ardientes. La pesadilla se apoderó del hombre y su rabia aumentó por el silencio de la mujer; pero esta ni se asustó ni se intimidó.

—¿No te das cuenta de que tu libertad está amenazada con la prisión? —exclamó irritado—. Tu libertad, Rhadopis, que tanto aprecias y que nunca descuidas. Tu libertad que arruinó corazones, extravió almas e hizo de la inquietud, la angustia y la desesperación plagas que azotan a todos los de Biya. ¿Por qué no te apresuras a llevarla lejos?

Ella se molestó por esta calificación de su libertad y replicó con indignación:

—Me dices en la cara esa calificación espeluznante, cuando mi única culpa es que no soy hipócrita, que no digo a un hombre que le quiero sin que sea verdad.

—¿Por qué no te enamoras, Rhadopis? Hasta Tahu, el gran soldado que emprendió combates por el Norte y por el Sur, y se crio sobre carretas, se ha enamorado. ¿Por qué no te enamoras tú?

Ella sonrió de forma enigmática y respondió:

—No sé si tengo respuesta para tu pregunta.

—Esto no me preocupa por ahora. No he venido para eso. Lo único que te pregunto es qué vas a hacer.

Ella respondió con una extraña calma y resignación:

—No lo sé.

Los ojos de él se encendieron como brasas, devorándola con rencor. Sintió un loco deseo de romperle la cabeza. Rhadopis le dirigió la mirada por casualidad, y él suspiró profundamente.

—Suponía que te entusiasmaría más tu libertad —observó.

—¿Y qué quieres que haga?

Él dio una palmada y repuso:

—Que te escapes, Rhadopis. Que huyas antes de que te lleven al palacio del gobernador, como una esclava más. Te confinarán en una de sus numerosas habitaciones y vivirás allí, en soledad y esclavitud, esperando a que te llegue el turno, una vez al año. Vivirás el resto de tu vida en un paraíso triste que encierra una prisión sombría. ¿Acaso Rhadopis fue creada para esa clase de vida?

Se enfadó por su dignidad y orgullo. ¿Sería posible que le tocara en suerte esa vida desgraciada? ¿Sería su destino final —ella, por quien competían los hombres más destacados— compartir con esclavas el corazón del joven faraón y contentarse con una habitación en su harén? ¿Acaso aspira a la oscuridad después de la luz, a la derrota tras la victoria y a la esclavitud después del indiscutible señorío? ¡Ay, qué horrible y extraña es la imaginación! ¿Escapará, como quiere Tahu? ¿Aceptará huir? Rhadopis, la adorada, cuya hermosura nunca se vio en otro rostro y cuya magia nunca tuvo ningún otro cuerpo, ¿escapará de la esclavitud? Entonces, ¿quién aspirará a dominar y acaparar los corazones?

Dio un paso hacia ella y suplicó:

—Rhadopis, ¿qué dices?

Nuevamente se apoderó de ella la cólera y replicó con ironía:

—¿No tienes escrúpulos, comandante, al incitarme a escapar de tu señor?

Su ironía lo alcanzó en pleno corazón. Se tambaleó del impacto del golpe y dijo rápidamente, sintiendo cierta amargura en la boca:

—Mi señor aún no te ha visto, Rhadopis, mientras que yo tengo arrancado el corazón desde hace mucho tiempo. Soy prisionero de una pasión desbocada que no conoce la clemencia, que me conduce al abrevadero de la perdición y me pisotea con el pie de la humillación y la tortura. Mi pecho es un abismo de tortura abrasadora cuya llama se avivó cuando temí perderte para siempre. Te he incitado a escapar para defender mi amor, sin que eso implique en absoluto que estoy faltando a mi adorado señor.

Ella no hizo caso de sus lamentos ni de su defensa de la lealtad a su señor. Aún seguía herida en su orgullo. Por eso, cuando el hombre le preguntó sobre lo que pretendía hacer, movió la cabeza con fuerza, como para sacudir las viles preocupaciones, y dijo con un tono frío y lleno de seguridad:

—No voy a huir, Tahu.

El hombre se quedó paralizado de asombro y desesperación, y le preguntó:

—¿Consientes la sumisión y la humillación? Ella respondió con una sonrisa:

—Rhadopis jamás consentirá la humillación.

—Ah, ya entiendo —replicó irritado—, tu viejo demonio se ha despertado. El demonio de la vanidad, del orgullo y de la fuerza. Ese demonio que se refugia en la eterna frialdad de tu corazón y se regocija contemplando el sufrimiento ajeno y apoderándose de los destinos. Se ha rebelado al escuchar el nombre del faraón. Quiere poner a prueba su fuerza y su dominio, poner en juego esa maldita hermosura, sin hacer caso a los corazones deshechos que pisotea a lo largo de su satánica carrera, a las almas convertidas en ceniza ni a las esperanzas arruinadas. ¡Ay! ¿Por qué no acabo con este mal de una puñalada?

Ella lo miró tranquilamente y dijo:

—Nunca te he impedido nada, y siempre te he puesto en guardia contra la seducción.

—Este puñal basta para tranquilizar mi alma. ¿Será un final natural para Rhadopis?

—Y será un final lamentable para el comandante nacional, Tahu —replicó ella tranquilamente.

La miró durante un buen rato con ojos inexpresivos. En quel instante, sentía una desesperación asesina y una angustia asfixiante. No obstante, su enfado no estalló. Respondió con un tono frío y duro:

—¡Qué asquerosa eres, Rhadopis! Eres una imagen repugnante y espantosa. Quien crea que eres hermosa es que esta ciego. Tu imagen es fea porque es una imagen asesina. No hay hermosura sin vida, y esta jamás ha palpitado en tu pecho ni ha entibiado tu corazón. Eres un cadáver con facciones bien dibujadas; pero sólo un cadáver. El cariño jamás ha asomado a tus ojos, tus labios no se han abierto de dolor ni tu corazón ha palpitado de compasión. Tu mirada es fría y tu corazón parece tallado de una roca. Eres un maldito cadáver. Debo odiarte mientras viva. Sé que te rebelarás como quiera tu demonio, pero algún día te derrumbarás con el alma rota. Ese es el fin de toda maldad. ¿Por qué matarte entonces? ¿Por qué cargar con el crimen de un cadáver ya muerto?

Tras decir aquello, Tahu se marchó.

Rhadopis permaneció escuchando sus pesados pasos hasta que los ahogó el silencio nocturno. Volvió a la ventana. La oscuridad era completa, y las estrellas velaban en su eterna fiesta. El silencio era total y majestuoso. Pensó que podía escuchar las recónditas palpitaciones de su corazón.

Lo que albergaba era fuerte y violento a causa del ardor y de la inquietud. Algo que le aseguraba que su cuerpo era un cuerpo palpitante de vida, no un cadáver inerte.