El séquito faraónico desapareció de la vista. Retiraron las estatuas de los reyes de la sexta dinastía y la gente irrumpió por ambos lados del camino. Las olas humanas se debatían unas contra otras y su aliento se mezclaba; parecían el mar de Moisés que abriera paso al séquito y volviera a cerrarse sobre los enemigos. Rhadopis ordenó a sus esclavos que regresaran a la embarcación. El entusiasmo que había inundado su corazón cuando apareció el faraón seguía consumiéndose en sus entrañas y se propagaba como sangre ardiente por sus extremidades. Su imagen no la abandonaba: su tierna pubertad, su mirada altiva, su estatura esbelta y su trenzada musculatura.
Lo había visto ya una vez hacía unos meses: fue el día de la gran coronación. Estaba de pie en su carro, como hoy, con su elevada estatura y patente belleza, mirando hacia el lejano horizonte. Aquel día deseó, como hoy, que su mirada se posara en ella. ¿Por qué? ¿Porque esperaba que su belleza despertara el merecido agrado? ¿O porque deseaba en lo más profundo de su ser verlo como un hombre, después de haberlo visto como un dios adorado? ¿Cómo comprender esta aspiración? Sea como fuere, la verdad es que lo había deseado verdadera y sinceramente. La hermosa mujer siguió sumergida en sus sueños, sin prestar atención a la calle abarrotada que atravesaba con mucho esfuerzo su pequeño séquito. Ni siquiera se preocupó de los miles de personas que la devoraban con la vista. La subieron a la embarcación y la bajaron del palanquín en su asiento. Se tranquilizó en su pequeño trono y se quedó casi inconsciente, sin oír ni entender, sin mirar ni ver. La embarcación se deslizó surcando la tranquila faz del Nilo hasta que atracó junto a la escalinata del jardín de su palacio blanco, la hermosura de la isla de Biya. El palacio se veía de lejos, al final del frondoso jardín, cuyos escalones terminaban en el Nilo. Lo rodeaban los sicomoros y se inclinaban sobre él las palmeras, como si fuera una flor blanca que hubiera crecido en medio de aquel frondoso jardín. Bajó los escalones de la embarcación y posó el pie en los primeros escalones del jardín. Subió por una escalera de mármol pulido, flanqueada por dos muretes de granito. A ambos lados se erguían obeliscos altos donde aparecían grabados selectos poemas de Ramón Hatib, hasta que llegó a la tierra multicolor del jardín.
Atravesó una puerta de piedra calcárea, en cuyo frente estaba grabado su nombre en la lengua sagrada. En el centro había una estatua suya de tamaño natural, esculpida por Hanfar, el cual se había pasado trabajando en ella los días más felices de su vida. La había representado sentada en el bello trono donde recibía a sus amigos. Resaltaba extraordinariamente la belleza del rostro, la redondez de los senos y la elegancia de los pies. Rhadopis llegó al paseo central rodeado de árboles cuyas ramas se abrazaban en lo alto formando un techo de flores y hojas verdes. La tierra estaba cubierta de hierba; a derecha e izquierda había otros paseos paralelos muy parecidos. El de la derecha terminaba en la pared sur del jardín y el de la izquierda en la que daba al norte. Este paseo desembocaba en la frondosa viña que trepaba por las columnas de mármol. A un lado se extendía un bosque de sicomoros y al otro un bosque de palmeras, entre las que se alzaban por doquier las casetas de los monos y las gacelas. Y a ambos lados estaban distribuidas las estatuas y los obeliscos.
Sus pasos la llevaron a una amplia alberca de agua fluyente, en cuyas orillas crecían plantas de loto y en cuya superficie nadaban cisnes y patos, mientras por el aire canturreaban los pájaros, se propagaba el aroma de las flores y trinaban los ruiseñores.
Dio media vuelta en torno a la alberca y llegó al salón de verano, donde la recibió un grupo de esclavas haciéndole reverencias; luego se quedaron paradas, esperando órdenes. La bella se tumbó en un banco, a la sombra, para descansar, pero en seguida se levantó y dijo a sus esclavas:
—¡Cuánto me han agobiado el aliento caliente de la gente y el calor! Quitadme la ropa; ansío el agua fresca de la alberca.
Una de las esclavas se acercó a su señora y le retiró suavemente el velo bordado en oro en el telar de Manaf; a continuación se acercaron otras dos y le quitaron el manto de seda, dejándola con la túnica transparente que le llegaba desde los senos a las rodillas. Luego otras dos esclavas la despojaron suavemente de la feliz túnica y el ambiente quedó fascinado por su cuerpo libre, creado por todos los dioses con su máximo poder y arte.
Otra esclava se acercó y le soltó el pelo negro, el cual se extendió por su cuerpo, desde el cuello hasta los tobillos.
Se inclinó, se quitó las sandalias doradas y las dejó en el borde de la alberca. Caminando majestuosamente, la bella bajó despacio las escaleras de mármol. El agua fue cubriéndole los pies, las piernas y los muslos; luego metió todo el cuerpo en el agua tranquila que le tomó el perfume, dándole a cambio frescor y paz. Estuvo jugueteando, divertida, con el agua hasta la saciedad y nadando unas veces de cara, otras de espalda y en ocasiones de costado.
Se había evadido de todo cuando oyó los gritos de las esclavas. Dejó de nadar y las miró; entonces vio que una enorme águila volaba a ras de la orilla de la alberca agitando las alas. Dio un grito, asustada, y se sumergió en el agua conteniendo la respiración. Cuando estaba a punto de ahogarse, sacó la cabeza con miedo y precaución y miró a su alrededor, aterrorizada, pero no vio nada; entonces miró al cielo y divisó al águila adentrándose en el horizonte.
Nadó apresuradamente hacia la orilla y subió las escaleras temerosa y agitada. Metió el pie en una sandalia, pero no encontró la otra; la estuvo buscando durante un buen rato, luego preguntó:
—¿Dónde está la otra?
—Se la ha llevado el águila —contestaron las esclavas con preocupación.
La pesadumbre apareció en su rostro, pero no manifestó su enfado. Entró en la habitación de verano rodeada de esclavas que le secaban el lozano cuerpo por el que resbalaban las gotas de agua como perlas esparcidas en una superficie de marfil.
***
Al atardecer se preparó para recibir a las visitas, las cuales son numerosas durante los días de fiesta que atraen de todas partes a la gente hacia el sur. Se puso sus mejores galas y se adornó con sus más valiosas joyas; luego dejó el espejo, se dirigió al recibidor y esperó, pues era la hora de las visitas.
El salón era una maravilla en cuanto a arte y arquitectura.
Lo había diseñado de forma oval el arquitecto Hana, el cual había construido las paredes de granito, como las casas de los poderosos, aplicándoles una lámina de pedernal de maravillosos colores. El techo era una cúpula adornada con pinturas; de ella colgaban lámparas chapadas en oro y plata.
Las paredes estaban decoradas con las esculturas de Hanfar. Los amantes habían competido en amueblarlo regalando lujosos sillones, tapices y divanes, así como bonitos muebles; pero lo mejor de todo aquello era el trono de la bella: era del más caro marfil, con las patas de colmillo de elefante y la base de oro puro, adornado de esmeraldas y jacintos. Se lo había regalado el gobernador de la isla de Biya.
No llevaba esperando mucho tiempo la bella cuando entró uno de sus esclavos anunciando la llegada de Anin, el comerciante de colmillos de elefante. El hombre entró apresuradamente con ampulosa vestimenta y peluca, seguido de un esclavo que portaba un baúl de marfil adornado en oro.
Lo puso junto al sillón de la bella y se fue por donde había llegado. El comerciante se inclinó y besó la mano de Rhadopis, la cual le sonrió y dijo dulcemente:
—Bienvenido, Anin, ¿cómo estás? ¿Cómo es que no te vemos más que de tarde en tarde?
El hombre se rio alegremente y respondió:
—¡Qué le vamos a hacer, señora! Es la vida que he elegido, o la que me ha impuesto el destino: ser un viajero que recorre caminos y países. Me paso la mitad del año en Nubia y la otra mitad entre el Sur y el Norte comprando y vendiendo, vendiendo y comprando, sin parar.
Rhadopis miró el baúl de marfil sin dejar de sonreír.
—Y este baúl tan bonito, ¿es alguno de tus caros regalos?
—No es el baúl en sí, sino lo que contiene… el colmillo de un elefante salvaje. El comerciante nubio que me lo vendió juró que su captura le había costado cuatro de sus mejores hombres. Lo guardé en un lugar seguro, sin exponerlo a la venta; cuando me retiré a descansar, en Tanis, se lo confié a los más hábiles artesanos, los cuales le dieron un baño de oro por dentro y otro por fuera para convertirlo en una copa digna de reyes. Entonces me dije: esta copa que me ha costado tan cara quiero regalársela a aquella que para conseguirla no se escatiman hasta las almas más preciadas con gran satisfacción.
Rhadopis se rió dulcemente y dijo:
—Gracias, Anin. Tu regalo, por muy valioso que sea, no puede compararse con la hermosura de tus palabras.
Él se emocionó, la miró con admiración y súplica y dijo en voz baja:
—¡Qué bella eres!, ¡qué hermosa! Siempre que vuelvo de un largo viaje te encuentro aún más bella que antes. Es como si el tiempo no tuviera más ocupación que perfeccionar tu hermosura.
Ella escuchaba las alabanzas de su belleza como quien escucha una melodía repetida. Quiso burlarse de él y le preguntó:
—¿Cómo están tus hijos?
Él se sintió algo decepcionado y permaneció en silencio un rato; luego se inclinó sobre el baúl, levantó la tapa y apareció la copa, posada de lado.
—¡Qué irónica eres, señora! —comentó él a la vez que levantaba la cabeza—. A pesar de todo, no encontrarás ni un solo pelo blanco en mi cabeza. ¿Crees que alguien que te haya visto puede sentir el menor afecto por otra mujer?
Rhadopis no le contestó, aunque seguía sonriendo. Le invitó a sentarse y el hombre tomó asiento cerca de ella; a continuación recibió a un grupo de comerciantes y poderosos agricultores, algunos de los cuales acudían a su palacio todas las tardes, mientras que a otros sólo los veía en las fiestas y en los grandes acontecimientos. Les dio la bienvenida con su bella sonrisa, luego vio al escultor Hanfar —de esbelta estatura, garganta prominente y pelo rizado— entrando al recibidor. Era uno de los que le resultaban pesados. Le dio la mano y este se la besó con profundo amor. Ella le dijo bromeando:
—¡Artista perezoso!
A Hanfar no le agradó la observación. Replicó:
—He terminado mi obra en poco tiempo.
—¿Y el salón de verano?
—Es lo único que faltaba por decorar, y siento comunicarte que no lo voy a hacer personalmente.
La preocupación apareció en el rostro de Rhadopis. El hombre explicó:
—Pasado mañana me marcho a Nubia porque mi madre está enferma y me ha mandado un mensaje comunicándome que desea verme. No tengo más remedio que ir.
—Que los dioses os alivien a ambos.
Hanfar se lo agradeció y dijo:
—No creas que me he olvidado del salón de verano. Mañana vendrá mi mejor discípulo, Benamón ben Bassar, y lo decorará a la perfección. Confío en él tanto como en mi mismo. Espero que lo recibas bien y lo animes.
Rhadopis le agradeció la atención y le hizo buenas promesas.
Los invitados se sucedieron: llegó el arquitecto Hana seguido de Ana, el gobernador de la isla, y al poco rato el poeta Ramón Hatib. El último en llegar fue el filósofo Huf, el cual había sido en otros tiempos profesor de la Universidad Awn el Grande. Hacía poco que había regresado a Abu, su tierra natal, con más de setenta años. Al recibirlo, Rhadopis le dijo en broma:
—¿Por qué será que cada vez que te veo deseo besarte?
—A lo mejor eres aficionada a las antigüedades, señora —contestó él tranquilamente.
***
Un grupo de esclavas entró portando bandejas de plata con perfumes y ramos de flores de loto. Rociaron la cabeza, las manos y el pecho de los presentes con el perfume y ofrecieron a todos ellos una flor de loto.
Rhadopis dijo en voz alta:
—¿A que no sabéis lo que me ha pasado hoy?
Todos la miraron con atención. Reinó el silencio y ella dijo sonriendo:
—Esta tarde fui a bañarme a la alberca, en esto que pasó un águila, me arrebató una sandalia dorada y se la llevó volando.
El asombro y la sonrisa se dibujaron en el rostro de los presentes. Ramón Hatib, el poeta, comento:
—Tu presencia, desnuda, en el agua, excita a las aves de presa.
Anin replicó con entusiasmo:
—Juro por el dios Sotis que el águila deseaba raptar a la dueña de la sandalia.
Rhadopis exclamó con tristeza:
—¡Con lo que me gustaba!
Hanfar, el escultor, intervino:
—Es verdaderamente triste que se pierda algo que ha gozado de tus caricias durante días y semanas. ¿Y qué otro destino le espera al final sino la caída? Caerá en algún campo desierto y lo pisará algún humilde pie campesino.
Rhadopis aseguró con tristeza:
—Sea cual sea su destino, nunca volverá a mi.
Al filósofo Huf le extrañó la tristeza de Rhadopis por la pérdida de una simple sandalia e intentó consolarla:
—De todas formas, el que el águila te haya arrebatado la sandalia es un buen augurio. No te entristezcas.
Uno de los hombres destacados apostilló:
—¿Qué más motivos de felicidad necesita Rhadopis, si todos los presentes la quieren?
El filósofo replicó, mirando de forma burlona:
—Necesita deshacerse de unos cuantos.
Otro grupo de esclavas entró con jarras de vino y copas doradas. Sirvieron a los presentes; cada vez que observaban que alguien tenía sed, le servían una copa llena para apagar la de la boca y encender la del corazón. Rhadopis se levantó lentamente, se dirigió al baúl de marfil, sacó la misteriosa copa y se la dio a la copera diciendo:
—Bebamos a la salud de Anin, por su bonito regalo y por su regreso sano y salvo.
Todos bebieron con satisfacción. Anin bebió hasta emborracharse, echó una mirada de agradecimiento a la bella; luego se volvió hacia un amigo y le dijo:
—¿No es un inmenso don oír mi nombre en boca de Rhadopis?
El hombre le dio la razón. Entonces, el gobernador Ana advirtió la presencia de Anin, pues sabía que había ido de viaje por el Sur, y le dijo:
—Feliz vuelta, Anin. ¿Cómo te ha ido el viaje esta vez?
Anin inclinó la cabeza en señal de respeto y respondió:
—Que los dioses te guarden de todo mal, ilustre gobernador. Esta vez no he pasado de la provincia de Guaguayo. Ha sido un viaje provechoso, rentable y sin malas consecuencias.
—¿Y cómo está Su Majestad, el príncipe Karafanro, gobernador del Sur?
—La verdad es que Su Majestad tiene serias dificultades por la rebelión de las tribus de Masayo. Odian a muerte a los egipcios y los acechan. Si encuentran alguna caravana, la atacan sin piedad, matan a los hombres, roban a los comerciantes y huyen antes de que lleguen las fuerzas egipcias.
En el rostro del gobernador apareció la preocupación. Preguntó al comerciante con tristeza:
—¿Y por qué no se dirige allí Su Majestad con fuerzas de castigo?
—Su Majestad no ha parado de enviar sus fuerzas de castigo; pero ellos nunca se enfrentan a las fuerzas militares, sino que huyen por los desiertos y los bosques; las fuerzas se ven obligadas a volver cuando se les terminan las provisiones y los rebeldes reanudan sus algaradas por los itinerarios de las caravanas.
El filósofo Huf escuchaba atentamente las palabras de Anin, pues tenía cierta experiencia en el territorio nubio. Estaba al corriente de la cuestión de Masayo, y preguntó al comerciante:
—¿Por qué los masayos se empeñan siempre en la rebeldía? Su tierra, dominada por los egipcios, goza de tranquilidad y prosperidad; además, no les imponemos nuestras creencias. ¿Por qué se enemistan con nosotros?
Anin no se preocupó de conocer las causas; creía que eran las preciadas mercancías lo que incitaba a esta gente al asalto. Sin embargo, el gobernador Ana, que era experto en estos asuntos, le dijo al filósofo:
—La verdad es que el problema de los masayos no obedece a causas políticas o religiosas, sino que se trata de pueblos nómadas que viven en una tierra desierta, constantemente amenazados por el hambre. La riqueza en oro y plata que poseen no les sirven para saciar el hambre; por eso, cuando los egipcios se dedican a explotarlas, los atacan y saquean sus caravanas.
Huf respondió:
—Si es como dices, las expediciones de castigo no tendrán el menor éxito. Recuerdo, señor gobernador, que el visir Awna —que en paz descanse en el mundo de Osiris— se hizo ilusiones de que pactaría con ellos en base al interés común. Les facilitaría provisiones a cambio de que le garantizaran los itinerarios de las caravanas. Es una buena idea, ¿verdad?
El gobernador asintió con la cabeza y dijo:
—El visir, Janum Hatab, ha retomado el proyecto del visir Awna: ha firmado el pacto unos días antes de la fiesta del Nilo; pero sólo conoceremos el resultado a largo plazo. Hay muchos optimistas.
Parece que a los presentes, entre ellos Anin, les aburría la política y se dividieron en grupos, según los temas de conversación. Todos ellos intentaron atraer a Rhadopis a su grupo, pero a la bella sólo le atrajo el nombre de Janum Hatab: se mencionó su aclamación durante el desfile del cortejo faraónico y a ella le invadió cierta tristeza y una ráfaga de cólera. Se acercó donde estaban sentados Ana, Huf, Hanfar, Hana y Ramón Hatib y preguntó en voz baja:
—¿Escuchasteis aquel extraño vitoreo?
Quienes visitaban el palacio blanco eran amigos; no guardaban las apariencias entre ellos ni se les trababa la lengua de miedo. Hablaban de todo con absoluta libertad y completa tranquilidad. A Huf se le había oído muchas veces criticar la política de los visires, al igual que a Ramón Hatib, el cual manifestaba sus dudas y sus temores sobre la enseñanza teológica y su creencia en el goce, por lo cual invitaba al disfrute de la vida.
El arquitecto Hana bebió un trago y dijo mirando el bello rostro de Rhadopis:
—Fue un grito valiente. No se había escuchado nada igual en el valle del Nilo.
Hanfar añadió:
—Es verdad; seguramente ha sido una triste sorpresa para el joven faraón a comienzos de su mandato.
Huf añadió con tranquilidad:
—Nunca ha sido costumbre vitorear el nombre de nadie, fuera cual fuera su rango, en presencia del faraón.
Rhadopis manifestó en tono de enfado:
—Han transgredido esta norma con el mayor descaro. ¿Por qué se habrán atrevido, Ana?
El hombre alzó sus espesas cejas y respondió:
—Veo que preguntas por lo que la gente comenta en la calle. Mucha gente sabe que el faraón desea anexionarse a la corona numerosos bienes de los templos y recuperar los grandes dones que sus antepasados concedieron a los sacerdotes.
El poeta Ramón Hatib dijo con cierto tono violento:
—Los sacerdotes han sido siempre objeto de la clemencia faraónica: les otorgaron tierras y bienes hasta que se convirtieron en poseedores de un tercio de las tierras cultivables; su influencia se propagó por las provincias y ejercieron dominio sobre la gente. Creo que hay otros servicios que requieren más gastos que los templos.
Huf respondió:
—Los sacerdotes afirman que ellos pagan la renta de las tierras con las limosnas y las obras pías, y que pagan siempre porque renuncian a sus posesiones en caso de necesidad.
—¿Y cuáles son esos casos?
—Que el reino se vea, por ejemplo, enredado en una guerra que conlleve muchos gastos.
La bella se quedó pensativa, luego dijo:
—De todos modos, no deben oponerse a la voluntad del rey.
El gobernador Ana aseguró:
—Han cometido una gran equivocación. Además, ya han infiltrado a sus propagandistas por las provincias y hacen creer a los campesinos que defienden los bienes de los adorados dioses.
Rhadopis preguntó asombrada:
—¿Cómo se atreven?
Ana respondió:
—El país está en paz, y la guardia faraónica es la única fuerza armada que se aprecia. Los sacerdotes se envalentonarán si creen que la fuerza faraónica es insuficiente.
Rhadopis se encolerizó y exclamó con rabia:
—¡Qué salvajes!
El filósofo Huf sonrió, y como no le gustaba callarse sus opiniones, manifestó:
—Si quieres que te diga la verdad, los sacerdotes son una casta honesta que vela por las creencias, los buenos modales y las tradiciones ancestrales de este país; pero la ambición de poder, es una plaga eterna.
El poeta Ramón Hatib, acostumbrado a levantar polémica, lo miró desafiante y le preguntó escuetamente:
—¿Y Janum Hatab?
Huf se encogió de hombros y dijo con su acostumbrada tranquilidad:
—Es un sacerdote honesto, y un buen político. Nadie puede negarle la fuerza de voluntad y el buen juicio.
El gobernador Ana se alteró, movió la cabeza con cierta brusquedad y aseguro:
—Hasta ahora no se ha comprobado su fidelidad a la corona.
Rhadopis añadió tajantemente:
—Incluso ha manifestado todo lo contrario.
El filósofo, que no estaba de acuerdo, dijo:
—Yo conozco muy bien a Janum Hatab; y puedo asegurar que es fiel a su señor y a su patria.
Ana dijo con extrañeza:
—Sólo te falta decir que el faraón no tiene razón.
—Todo lo contrario. El faraón es un joven con muchas aspiraciones. Desea recubrir a su país con un manto de esplendor, y eso no será posible sin anexionarse una parte de los bienes de los sacerdotes.
—¿Quién es el equivocado entonces? —preguntó Ramón Hatib con gran perplejidad.
—Puede que dos personas no se pongan de acuerdo, teniendo ambas razón —dijo Huf.
Sin embargo, a Rhadopis no le convenció el argumento del filósofo ni le agradó la comparación que se establecía entre el faraón y su visir, como si fueran iguales. Tenía una firme convicción: que el faraón era el único dueño del país y que bajo ningún concepto se debía estar en desacuerdo con él. Su corazón repudió cualquier opinión contraria a esta. Terminó diciendo:
—Me extraña lo que dices. ¿Desde cuándo opinas así?
—Desde que viste al faraón por primera vez —bromeó Ramón Hatib—. No te extrañes, pues la belleza es tan convincente como la verdad.
El escultor Hanfar no pudo aguantar más y gritó:
—Servid las copas, esclavas. Venga, hermosa Rhadopis, canta para nosotros o deleita nuestros ojos con el movimiento de tu grácil danza, pues nuestro espíritu está embriagado por el vino de Maryut y preparado para la fiesta, la alegría y la diversión; aspira al goce del éxtasis y al placer del libertinaje.
Rhadopis le dio unas palmaditas y se dispuso a reanudar su conversación, pero vio al comerciante Anin que estaba como dormido, solo, lejos de los grupos, y se dio cuenta de que había permanecido más de la cuenta con el grupo de Ana.
Se retiró y fue donde estaba el comerciante. Le gritó: «¡despierta!», y el hombre se incorporó asustado; pero súbitamente su cara se iluminó al verla. Rhadopis se sentó a su lado y le preguntó:
—¿Estabas dormido?
—Si, estaba soñando.
—¡Ah! ¿Con qué?
—Con las felices noches de Biya. Me preguntaba si sería agraciado hoy con una de esas eternas noches. ¿Puedo conseguir ahora una promesa?
Rhadopis movió la cabeza negativamente; él se asustó y le preguntó con temor:
—¿Porqué?
—Puedo desearte a ti o tal vez a otro. ¿Por qué atar la noche con una promesa engañosa?
Lo dejó y fue hacia otro grupo que estaba sumido en la conversación y en la bebida. La recibieron con cierta aclamación, rodeándola por todas partes. Uno de ellos, llamado Shama, le preguntó:
—¿Por qué no participas con nosotros en la conversación?
—¿Y de qué habláis?
—Algunos de nosotros se preguntan si los artistas son dignos del reconocimiento que reciben los faraones y los visires.
—¿Y habéis llegado a alguna conclusión?
—Sí, señora…, que no son dignos.
Shama hablaba en voz alta, sin que le preocupara nadie. Rhadopis miró hacia donde estaban sentados los artistas: Ramón Hatib, Hanfar y Hana. Soltó una resonante, sugestiva y maravillosa risa y dijo, para que lo oyeran los artistas:
—Esta conversación tiene que ser general. ¿No oís, señores, lo que se dice de vosotros? Aquí se dice que el arte es una mercancía barata y que los artistas no son dignos de reconocimiento. ¿Qué os parece?
Los labios del anciano filósofo esbozaron una sonrisa irónica, mientras los artistas miraban con orgullo al grupo de los que se burlaban de ellos. Hanfar sonrió socarronamente, pero Ramón Hatib se puso pálido de cólera, pues era muy sensible. Por su parte, Shama, se sentía ufano de lo que había comentado a sus amigos y reiteró sus palabras en voz alta:
—Soy un hombre trabajador y perseverante; golpeo la tierra con mano de hierro y esta se humilla dándome toda la riqueza que deseo. Me beneficio yo y también miles de necesitados. Y todo ello sin consonancias verbales ni colores brillantes.
Cada uno de ellos manifestó su opinión, bien para ventilar algún rencor, largamente escondido, o por el mero afán de hablar y hacerse notar. Uno de los ancianos, llamado Ram, preguntó:
—¿Quién gobierna y dirige a la gente? ¿Quién invade las tierras y conquista las fortificaciones? ¿Quién posee las riquezas? Indudablemente gentes que no son artistas.
Anin saltó raudo, por el efecto del vino:
—Los hombres se pierden por amor a las mujeres, desvarían recordándolas en sus momentos de soledad; en cambio los poetas ensartan sus desvaríos en un lenguaje rítmico. En esto, nadie que sea sensato puede reprocharles más que la pérdida de tiempo en nimiedades; sin embargo, la auténtica vanidad y necedad es que pidan por sus desvaríos el precio de la gloria y de la inmortalidad.
Shama replicó:
—Otros ensartan sus mentiras en largas divagaciones, vagando por ambientes lejanos y buscando inspiración en fantasmas e ilusiones; pretenden ser mensajeros de una inspiración celestial. Sin que ellos se lo propongan, la mayoría de la gente, y hasta los niños, aprende sus mentiras.
Rhadopis se rio con ganas y cambió de asiento para acercarse a Hanfar. Burlándose, le dijo:
—¡Vaya, hombre! ¿Por qué andas pavoneándote como sí hubieras alcanzado las más altas cimas?
El escultor sonrió sin ganas, pero guardó silencio, como sus dos amigos, rehusando contestar a los «ataques sin fundamento», aunque todos ellos ocultaban un tremendo enfado. Temiendo que aquello pusiera punto final a la conversación, Rhadopis se volvió hacia Huf y le preguntó:
—¿Qué piensas tú, filósofo, del arte y de los artistas?
—El arte es diversión y juego, y los artistas son buenos jugadores.
Entonces los artistas no pudieron contener el enfado ni el gobernador Ana pudo reprimir la risa, mientras que los comerciantes y hacendados armaban un alboroto de alegría.
Ramón Hatib gritó enfadado:
—¿Es que pretendes, filósofo, que la vida no sea más que seriedad?
El anciano movió la cabeza pausadamente y dijo aún sonriente:
—En absoluto; no me refería a eso. La diversión es también una necesidad; pero siempre hay que tener presente que es sólo diversión.
—¿Acaso la creatividad y la inspiración son un juego? —preguntó Hanfar desafiante.
—Tú lo llamas inspiración y creatividad, pero yo sé que es un juego de la fantasía —replicó el filósofo con ironía.
Rhadopis miró al arquitecto Hana como incitándolo a intervenir en la polémica y sacarlo de su acostumbrado mutismo; sin embargo, el hombre no se dio por aludido, no por menosprecio al tema de la conversación, sino porque estaba convencido de que a Huf —tuviera razón o no— únicamente le interesaba la enconada polémica, sobre todo con Hanfar y con Ramón Hatib.
El poeta se enfadó mucho y, olvidándose de que estaba en el palacio de Biya, preguntó al filósofo con cierto odio:
—Si el arte es un juego de la fantasía, ¿por qué encargan a los artistas más obras de las que pueden hacer?
—Porque les hacen pagar su desinterés por la lógica y el pensamiento con la dedicación al mundillo infantil y a la fantasía.
El poeta se encogió de hombros y dijo:
—No vale la pena contestar a eso.
Hanfar le dio la razón y Hana sonrió asintiendo; pero Ramón Hatib no pudo aguantar más la cólera. Escudriñando las caras burlonas, preguntó:
—¿Es que el arte no crea en vosotros un sentimiento de deleite y belleza?
Anin, muy bebido, contestó sin saber lo que decía:
—¡Qué fútil es eso!
El poeta se enfadó aún más, dejó caer la flor de loto y dijo rudamente:
—Lo que sucede es que esta gente no sabe lo que dice. ¿Cómo es posible que alguien diga que el deleite y la belleza son algo fútil? ¿Es que hay en la vida algo aparte de la belleza y el deleite?
Hanfar se alegró por las palabras de su amigo; embriagado de entusiasmo, se inclinó hacia la bella y le susurró al oído:
—Ha dicho verdad; lo juro por tu belleza, Rhadopis. La vida pasa como un sueño pasajero. Recuerdo, por ejemplo, que me entristeció muchísimo la muerte de mi padre y que lo lloré amargamente; pero ahora, al recordarlo, me pregunto: ¿habrá existido de verdad este hombre o serán imaginaciones mías y apariciones engañosas que se vislumbran en la oscuridad de la noche? Así es la vida. ¿De qué les sirve su fuerza a los fuertes? ¿De qué les sirve a los trabajadores la riqueza que amontonan? ¿Qué consiguen los gobernadores con sus gobiernos? ¿Qué han hecho? Nada de nada. La fuerza puede ser una locura, la sabiduría una equivocación y la riqueza un engaño; pero el deleite es deleite, no puede ser otra cosa: todo cuanto crea la belleza es vano.
El hermoso rostro de Rhadopis expresó cierta seriedad y, con ojos soñadores, exclamó:
—¡Quién sabe, Hanfar! A lo mejor la belleza y el placer también son cosas fútiles. ¿No me ves a mí que me paso la vida divirtiéndome y disfrutando del placer y de la belleza?, y sin embargo, ¡cuántas veces me ha perseguido el aburrimiento!
Rhadopis se dio cuenta de que Ramón Hatib se encontraba mal y percibió el disgusto en la cara de Hanfar. Hana se calló; sintió haberlos molestado y, considerándose responsable de ello, dijo para cambiar de tema:
—Basta ya, señores. A pesar de lo que digáis, no dejaréis de requerir arte y artistas. ¡Cuánto os gusta, polemistas, plantear incluso la felicidad como tema de polémica y disputa!
El gobernador Ana, ya harto del tema, rogó a Rhadopis:
—Pon fin a la discusión con alguno de tus felices cantos.
Todos ansiaban escuchar música y canciones, y se unieron a la propuesta del gobernador. Rhadopis asintió, pues ya estaba harta de tanta conversación. Una extraña angustia la había invadido en repetidas ocasiones durante aquel día y creyó que el cante y el baile se la disiparían. Se subió a su trono, ordenó a los músicos que cogieran los adufes, el laúd, la flauta y el silbato; a continuación se alinearon detrás de ella.
Luego hizo una señal con su blanca mano y comenzaron a tocar la bella melodía, creando un ambiente de música y alegría para su encantadora voz. Poco a poco el sonido de los instrumentos se fue apagando hasta convertirse en algo semejante a los tenues susurros de los enamorados. Rhadopis entonó un poema de Ramón Hatib:
¡Oh los que escucháis los consejos de los sabios!
Oídme, la vida, desde la eternidad ha visto cómo se iban marchando vuestros antepasados.
Aquellos que pasaron por ella como los sueños en la mente del durmiente.
Se rio hasta la saciedad de sus promesas y sus amenazas.
¿Dónde están ahora los faraones, los políticos, los conquistadores?
¿De verdad es la tumba el umbral de la eternidad?
Pero de la tumba no llega ningún mensajero que tranquilice nuestro corazón.
No dejéis pasar la ocasión de la alegría y del placer.
En verdad la voz del copero es más sabia que los gritos de los predicadores.
La bella entonó la melodía con una voz tan tierna que las almas se soltaron de las cadenas de los cuerpos. Pasearon por los cielos de la belleza y de la felicidad, se olvidaron de los problemas y de las preocupaciones terrenales y participaron en la sublimación. En silencio, permanecieron ebrios, respirando alegría y tristeza, placer y dolor.
El amor despejó de sus corazones cualquier otro sentimiento que no fuera él. Se abalanzaron sobre la bebida y contemplaron a la hermosa mujer moviéndose entre los invitados: jugueteaba, bromeaba y bebía con ellos. Cuando se acerco a Ana, este le susurró al oído:
—Que los dioses te otorguen la felicidad, Rhadopis. He venido como un espectro cargado de problemas y héme ahora como un pájaro volando por el cielo.
Le sonrió y se puso al lado de Ramón Hatib, le regaló una flor de loto en compensación por la que había perdido, y este le comentó:
—Este viejo dice que el arte es un juego de fantasías. ¡Qué opinión tan necia! El arte es una chispa divina que brilla en tus ojos, gira con los latidos de mi corazón y produce maravillas.
Rhadopis replicó riendo:
—¿Cómo puede salir de mi algo que produce maravillas, si soy más frágil que una niña?
Luego fue donde estaba Huf y se sentó a su lado. Él aún no había probado el vino. Lo miró de forma sugerente y el hombre se rio y dijo con ironía:
—¡Vaya un acompañante que has elegido!
¿Es que no me deseas, como esos?
—¡Ojalá pudiera! Sin embargo, encuentro en ti lo mismo que el que está resfriado en la estufa.
—Entonces aconséjame qué es lo que debo hacer con mí vida, porque hoy estoy sufriendo.
—¿De verdad sufres? ¿Riquezas, lujo y sufrimiento?
¿Cómo es que no puedes captarlo, sabio?
—Todo el mundo se queja, Rhadopis. Muchas veces he oído los quejidos de los pobres y de los miserables que sólo aspiran a un mendrugo de pan, otras veces he oído a los señores poderosos gimiendo bajo el peso de las grandes responsabilidades y otras he oído las quejas de los ricos, hartos de riqueza y felicidad. Todo el mundo se queja. ¿Qué resultados habrá que esperar del cambio? Debes contentarte con lo que te ha tocado.
—¿Acaso la gente sufre en el mundo de Osiris?
El anciano sonrió y dijo:
—¡Ay! Tu amigo Ramón Hatib se burla de este peligroso mundo; pero los sabios sacerdotes dicen que es el mundo de la eternidad. Ten paciencia; aún eres inexperta.
Otra vez la invadió la ola del libertinaje y de la ironía. Quiso bromear con el filósofo y le dijo en un tono aparentemente serio:
—¿De verdad crees que soy inexperta? Tú no has visto nada de lo que he visto yo.
—¿Y qué es lo que has visto tú que no haya visto yo?
Ella señaló hacia un grupo de hombres que se divertían y dijo riendo:
—He visto a esos hombres destacados; la élite de Egipto postrada a mis pies. Han pasado a su estado primitivo, olvidando su sensatez y su respeto, como si fueran perros o monos.
Luego se rio dulcemente y corrió con la elegancia de una gacela hasta el centro del recibidor. Una vez allí, indicó a los músicos que tocasen y los dedos de estos jugaron con las cuerdas. La bella bailó una de sus mejores danzas que ponía de relieve su suave cuerpo como un prodigio de ligereza y flexibilidad. La música arrebató a los hombres que participaron dando palmas al ritmo de los adufes, mientras en los ojos se encendían luces chispeantes. Terminó su baile y voló, cual paloma, hacia su trono. Miró las caras ansiosas de los hombres y percibió algo que le hizo reír, aunque se contuvo y comentó:
—Es como si fuera una oveja entre lobos.
Anin, ebrio, se extrañó de la comparación y deseó ser un lobo para raptar a la hermosa oveja. El vino hizo que se cumpliera lo que deseaba: se imaginó que era un lobo y dio un fuerte aullido que despertó un estallido de carcajadas; pero él siguió aullando. Se puso a cuatro patas y avanzó en dirección a la bella entre las estridentes risas de los presentes, hasta que estuvo muy cerca de ella.
—Regálame esta noche —le suplicó.
Pero ella no le contestó. Miró al gobernador Ana que venía a despedirse y le dio la mano. Luego fue el filósofo Huf, al cual le preguntó riendo:
—¿No deseas que te regale esta noche?
Él movió la cabeza riendo y respondió:
—Sería más fácil para mí hacer trabajos forzados con los presos en las minas de Qaft.
Cada uno de ellos deseó insistentemente que la noche fuera para él. Compitieron duramente por ello hasta que las cosas se complicaron. Hanfar propuso una solución:
—Que cada uno escriba su nombre en una hoja de papel. Pondremos todos los nombres en el cofre de marfil de Anin; luego Rhadopis meterá la mano y sacará el nombre del afortunado.
Todos se vieron obligados a aceptar la proposición; empezaron a escribir su nombre, excepto Anin que temía perder la noche. Dijo humildemente:
—Señora, soy un viajero: hoy estoy aquí y mañana en un país lejano al que sólo se llega tras muchos esfuerzos. Si me falla esta noche, perderé la ocasión para siempre.
Sin embargo, su argumento incomodó a los demás, los cuales le replicaron con burlas. Rhadopis estaba callada. Miró a sus enamorados con ojos gélidos y la invadió de nuevo la extraña angustia. Quiso escapar para estar sola. Le molestaba el ruido e hizo una señal con la mano: todos se callaron, sumidos en esperanza y temor. Ella manifestó:
—No os canséis, señores: esta noche no seré de nadie.
Todos se quedaron callados y la miraron con disgusto, sin dar crédito a sus oídos, pero no tardaron en protestar clamorosamente y en suplicar, quejumbrosos. Ella consideró innecesario darles más explicaciones; se levantó y con expresión firme y decidida dijo:
—Estoy cansada… permitidme descansar.
Los saludó con su delicada mano y les dio la espalda marchándose apresuradamente. Subió a sus aposentos, satisfecha por lo que había hecho, feliz por su liberación aquella noche, resonándole en los oídos los cálidos gemidos de aquellos hombres. Alzó la cabeza hacia la ventana, descorrió la cortina y miró a la calle oscura: vio a lo lejos siluetas de ruedas y palanquines llevando a los hombres ebrios que volvían angustiados y decepcionados. Le causó placer verlos y en sus labios se dibujó una sonrisa misteriosa y cruel.
¿Cómo había podido hacer aquello? No sabía; no obstante estaba nerviosa y angustiada. ¡Ay! ¿Qué habrá después de esta vida monótona? La respuesta se le hizo difícil y ni el propio sabio Huf la satisfizo. Luego se tumbó en su lecho mullido y se rindió a los sueños: por las páginas de su imaginación fueron pasando los extraordinarios acontecimientos del día, uno detrás de otro; vio a la muchedumbre egipcia concentrada y vio los embrujadores ojos encendidos, atraídos hacia ella con una fuerza dominadora, y escuchó su desagradable voz que transmitía el temblor en las articulaciones; luego vio al joven faraón con una aureola de gloria y de belleza, y después a aquel águila que descendía, le arrebataba una de sus sandalias y volaba con ella por los aires. En verdad había sido un día completo. Tal vez eso había despertado sus sentimientos y estimulado su imaginación. En su mente se distribuyeron los fragmentos de quien se había marchado llevándose como victimas a los miserables enamorados. Su corazón latía con fuerza, su alma estaba inflamada con una llama oculta y su imaginación vagaba por extraños valles. Era como sí hubiera pasado de un estado a otro, pero ¿qué estado era ese? Estaba perpleja, sin saber nada. ¿Sería el efecto del sortilegio que le había echado aquella maldita bruja? No, no se trataba de ningún sortilegio mágico; era simplemente la magia del destino.