El cortejo real regresó al palacio faraónico. El rey siguió conservando su majestuosidad y seriedad hasta que se quedó a solas. Entonces, la cólera se reflejó ferozmente en su hermoso rostro, y la recibieron los corazones de las esclavas que lo estaban desnudando. Las yugulares se le hincharon y los músculos se le endurecieron. Estaba alterado y colérico. Acostumbraba a no tranquilizarse hasta castigar duramente a quien lo excitaba. En sus oídos retumbaban penetrantes gritos. Creía que ello era una insolente advertencia en contra de sus deseos. Su cólera aumentó y prorrumpió en gritos y amenazas.
Tenía que esperar una hora entera, antes de recibir a los notables del reino, que habían venido de los lugares más recónditos del país para participar en la fiesta del Nilo. Pero no pudo contenerse, y fue raudo al pabellón de la reina, irrumpiendo violentamente en sus dominios. La reina Nitocris estaba sentada entre sus esclavas. Sus límpidos ojos rezumaban paz y tranquilidad. Cuando las esclavas vieron al rey y observaron su cólera, se levantaron, desconcertadas y agitadas, inclinándose ante él y ante la reina. Luego se replegaron velozmente, desconcertadas. La reina permaneció sentada unos momentos. Lo miró con ojos serenos, luego se levantó majestuosamente, se acercó a él y, de puntillas, lo besó en el hombro.
—¿También tú estás enfadado, mi señor?
Él sentía una necesidad imperiosa de alguien a quien mostrar el fuego que le hacía hervir la sangre. Se sintió satisfecho con la pregunta y contestó impetuosamente:
—Ya lo ves, Nitocris.
La reina sabía perfectamente, pues conocía su carácter, que lo primero que tenía que procurar era que desaparecieran sus arrebatos de cólera. Dijo tranquilamente, sonriéndole:
—La benevolencia es más propia de reyes.
Pero él se encogió de hombros y respondió:
—¿Me recomiendas que sea compasivo, reina? La compasión es una falsa apariencia con la que se enmascaran los débiles.
A lo cual contestó la reina con fingido dolor:
—Mi señor. ¿Por qué te agobian los buenos modales?
—¿De verdad soy el faraón? ¿De verdad disfruto de mi juventud y de mi poder? ¿Cómo es que cuando quiero, no puedo conseguir lo que deseo? ¿Cómo es que mis ojos miran las tierras de mi reino, y un esclavo me aborda diciendo que nada de esto será mío?
Ella lo cogió del brazo, intentando atraerlo hacia el diván; pero él se soltó y siguió recorriendo el aposento, yendo y viniendo. Estaba encolerizado e indignado. Entonces, ella dijo con profunda tristeza:
—No te imagines las cosas de ese modo. Y recuerda siempre que los sacerdotes son tus fieles súbditos, y que las tierras de los templos son donaciones que nuestros antepasados cedieron; pero serán tuyas legalmente cuando tú, mi señor, quieras recuperarlas. Es natural que se inquieten.
El joven rey replicó impetuosamente:
—Quiero construir palacios y mausoleos, y disfrutar de una vida sublime y feliz, sin que nada se interponga en la realización de mis deseos. No obstante, la mitad de las tierras de mi reino están en manos de esos sacerdotes. ¿Es lógico que sufra por la realización de mis deseos, como los pobres? ¡Maldita sea esa filosofía! ¿Sabes lo que ha sucedido hoy? Un grupo ha vitoreado, al pasar el cortejo, el nombre de Janum Hatab. ¿Te das cuenta? Desafían al faraón en sus propias narices.
El asombro se apoderó de la reina. Su apacible rostro se ensombreció, y balbuceó unas palabras inaudibles. Entonces, el rey dijo en tono burlón y amargo:
—¿Te sucede algo, reina?
Ella se sintió, sin duda, molesta y disgustada. De no ser porque el rey estaba muy enfadado, ella tampoco disimularía su enfado; pero contuvo su ímpetu con una voluntad férrea, y dijo con calma:
—Deja esa historia para otro momento. Estás a punto de recibir a los notables de tu reino y a su cabecilla, Janum Hatab. Debes darles el recibimiento oficial adecuado.
El faraón la miró misteriosamente y respondió con tremenda calma:
—Sé lo que quiero y lo que debo hacer.
A la hora prevista, el rey recibió a los notables de su reino en el grandioso salón de ceremonias. Escuchó los discursos de los sacerdotes y las opiniones de los gobernadores de las provincias. Muchos observaron que el rey «no estaba contento». Cuando los reunidos se dispersaron, hizo quedarse solo al visir, permaneciendo con él durante largo tiempo, mientras el desconcierto se apoderaba de los demás. Sin embargo, nadie se atrevió a preguntar nada. Al fin, el visir salió. Muchos intentaron leer en su rostro; tal vez descubrieran algo. Pero el rostro estaba impasible como una piedra, no mostraba nada.
El rey ordenó a sus consejeros íntimos, Sufajatib, el ujier mayor, y Tahu, el comandante de la guardia, que fueran antes que él al lugar de la tertulia, a la orilla de la alberca del jardín. Él dio una vuelta por los senderos cubiertos de hierba. Su rostro moreno reflejaba satisfacción, como si hubiera saciado la violenta cólera que hace un momento lo empujaba a vengarse. Caminó lentamente, aspirando la fragancia con la que los árboles le infundían ánimo y paz, y paseó los ojos entre flores y frutas. Luego tomó la senda hacia la alberca. Allí encontró a sus dos hombres esperándolo: Sufajatib, alto, delgado y con el pelo canoso, y Tahu, fuerte y con músculos de acero que había desarrollado a lomo de caballos y carros de guerra.
Ambos intentaron leer atentamente el rostro del rey para averiguar lo que pensaba y asegurarse la política que le aconsejarían seguir con los sacerdotes. Los dos habían oído las violentas aclamaciones, consideradas por todos como un desafío a la autoridad del faraón. Temían la reacción violenta del joven rey. Se habían enterado, además, de la conversación entre el faraón y el visir, tras finalizar las ceremonias, y les temblaba el corazón. Sufajatib temía las consecuencias del acceso de cólera del rey, porque siempre le aconsejaba calma y paciencia para afrontar el problema de las tierras con moderación. Sin embargo, Tahu deseaba que la cólera del rey lo indujera a compartir sus opiniones, y ordenara despojar los templos de sus bienes y lanzar a los sacerdotes un ultimátum.
Los dos hombres leales miraron a su señor, esperando y soportando una dolorosa inquietud. Sin embargo, el faraón ocultó sus sentimientos, examinándolos con un ademán de esfinge. Sabía muy bien lo que tramaban. Como si deseara tantearlos, se sentó tranquilamente y ordenó que hicieran lo mismo. Súbitamente, su rostro volvió a tornarse serio y preocupado. Entonces dijo:
—Tengo motivos para estar enojado y apenado.
Los dos entendieron a lo que se refería, pues resonó en sus oídos de nuevo el insolente grito. Entonces Sufajatib alzó las manos, apenado y compasivo, y dijo con voz trémula:
—Mi señor: debéis estar por encima del dolor y de la cólera.
Tahu continuó con ímpetu:
—Es inaceptable que mi señor esté apenado, pues en el reino hay armamento inagotable y hombres que no escatiman sus propias vidas. Estos sacerdotes, a pesar de su sabiduría y experiencia, se apartan del camino de la razón, obran a su antojo y se exponen a su inesperada perdición.
El rey inclinó la cabeza, mirándose los pies, y manifestó:
—Me pregunto si mis padres o alguno de mis antepasados tuvo que enfrentarse durante su reino a los gritos de los que he sido objeto hoy. Y aún no han pasado más que unos meses desde mi entronización.
Los ojos de Tahu transmitieron una luz arrebatadora y terrible. Entonces dijo:
—La fuerza, mi señor. Vuestros venerados antepasados eran fuertes, realizaban su voluntad con una firmeza férrea y con una espada como el destino. Sed como ellos, señor. No vaciléis ni os dejéis llevar por la tolerancia. Golpead, cuando lo hagáis, fuerte y sin piedad, de forma que aturda al poderoso y sofoque en él las débiles esperanzas.
Estas palabras no agradaron al sabio anciano Sufajatib, el cual se asustó por el entusiasmo de quien las había profesado, pues temía sus consecuencias.
—Mi señor: los sacerdotes están por todas partes en el reino, al igual que la sangre en el cuerpo. Entre ellos hay gobernadores, jueces, escribanos y reyes. Su poder sobre los corazones ha sido bendecido por los dioses desde la antigüedad. No tenemos otra fuerza bélica que la guardia faraónica y la guarnición de Bilaq. El golpe duro puede tener graves repercusiones.
Tahu, que no creía en otra cosa que no fuera la fuerza, replicó:
—¿Y qué debemos hacer, sabio consejero? ¿Nos aconsejáis paciencia hasta que se precipite contra nosotros el enemigo y nos reduzca a la nada?
—Los sacerdotes no son enemigos del faraón. Que los dioses nos libren de que el faraón tenga enemigos en su pueblo. Los sacerdotes son un grupo fiel y seguro. No les reprochamos más que sus privilegios, mayores de lo debido. Juro que nunca he perdido la esperanza de encontrar algún día la solución que realice los sueños de mi señor, y a la vez conserve los derechos de los sacerdotes.
El rey los escuchaba tranquilamente, y su amplia boca esbozaba una misteriosa sonrisa. Cuando Sufajatib terminó de hablar, dijo con tranquilidad, mirándolos con ojos burlones:
—Calmaos, hombres fieles. La suerte está echada.
La sorpresa se apoderó de los dos hombres. Miraron al rey con ternura, esperanza y temor. Tahu tenía más esperanzas, pero a Sufajatib se le demudó el rostro. Se mordió los labios y esperó en silencio las palabras decisivas. Entonces, el rey dijo en un tono que revelaba orgullo y satisfacción:
—Habéis de saber que me quedé a solas con el hombre, después de que todos se marcharan. Cuando el lugar estuvo vacío, lo abordé diciendo que la aclamación a su favor, delante de mí, había sido un acto despreciable y traicionero. Le aseguré que en mi pueblo, noble y fiel, no faltan quienes me aclaman a mí. Fue entonces cuando vi cómo se inquietaba y palidecía, con su gran cabeza inclinada sobre su escurrido pecho. Abrió la boca para decir algo; tal vez quería disculparse con voz tranquila y fría.
El rey frunció el entrecejo, se quedó callado un instante y luego prosiguió:
—Pero no lo dejé disculparse. Lo interrumpí con una indicación de la mano y con unas severas palabras. Le aseguré que había sido una necedad pensar que aquel grito me haría cambiar de opinión. A continuación le informé de mis propósitos de anexionar las tierras de los templos a las de la corona. Que a partir de ahora, no quedaría para los templos nada más que las tierras y los bienes imprescindibles.
Los dos hombres escuchaban con los cinco sentidos el relato del rey. Sufajatib estaba pálido y demudado, soportando la amargura de la decepción. Tahu, en cambio, estaba jubiloso, como sí escuchara una hermosa melodía que alabara su fama y su grandeza. El rey terminó diciendo:
—Naturalmente, mi deseo desconcertó a Janum Hatab, y lo sacó de sus casillas; la inquietud se apoderó de él. Entonces, me imploró: las tierras de los templos son las tierras de los dioses, sus bienes aprovechan generalmente al pueblo y a los pobres, pues todo se gasta en enseñanza y educación moral. Quiso seguir, pero le indiqué que se callara. Le dije que esa era mi voluntad, y que la debía poner en práctica cuanto antes; luego le informé de que la entrevista había terminado.
Tahu no pudo contener la alegría:
—Que todos los dioses os bendigan, señor.
El rey sonrió satisfecho. Leyó la decepción en el rostro de Sufajatib y se apiadó de él.
—Eres un hombre fiel, Sufajatib, y buen consejero… no te entristezcas si alguien opina lo contrario de lo que piensas.
El hombre respondió:
—Mi señor, yo no soy de esos ilusos que se enfadan cuando se hace lo contrario de lo que aconsejan, no por miedo a las repercusiones, sino por su honor personal. Incluso hay quien desea que ocurra algo malo que él ha vaticinado para que la gente reconozca sus méritos. ¡Dios me libre de la vanidad! Lo que me impulsa a aconsejar es únicamente la lealtad, y lo que me entristece, cuando se opina lo contrario, es el temor por la veracidad de mi intuición. Y pido a Dios que no se realice mi opinión para tranquilizar mi corazón.
El faraón quiso tranquilizarlo:
—He conseguido lo que quería, no me pueden hacer nada. Egipto adora al faraón y no admitirá ningún sustituto.
Los dos hombres aprobaron fielmente esta observación de su señor. No obstante, Sufajatib estaba intranquilo e intentaba restar importancia a la peligrosa decisión del faraón. Pensaba con preocupación que los sacerdotes recibirían la fatídica noticia cuando estuvieran reunidos en Abu. El momento les sería propicio para intercambiar opiniones y propagar la queja. Volverían a sus respectivas provincias con malestar y tristeza. Él conocía mejor que nadie a los sacerdotes y su influencia sobre las mentes y los corazones. Sin embargo, no manifestó sus preocupaciones porque veía que el rey estaba contento y satisfecho y no quería empañar su felicidad. Fingió tranquilidad y pintó una sonrisa de satisfacción en sus labios.
El rey exclamó con alegría:
—Nunca había experimentado esta sensación de triunfo, desde que vencí a las tribus de Masayo, al sur de Nubia, en tiempos de mi padre. Brindemos por este feliz triunfo.
Las esclavas llevaron una jarra de vino de Maryut y copas de oro. Sirvieron el vino y ofrecieron una copa llena al rey y a sus fieles hombres. Bebieron con alegría y tranquilidad. Ya ebrios, Sufajatib diluyó en su corazón las preocupaciones que lo abrumaban para concentrar sus sentidos en el jugo de Maryut y compartir la alegría del rey y del comandante. Estaban sentados en silencio, e intercambiaron miradas de amistad y sinceridad, mientras los oblicuos rayos del sol se bañaban en la alberca que tenían a los pies y las ramas de los árboles que los rodeaban bailaban al son del canto de los pájaros. Las flores brotaban de entre las hojas como los felices sentimientos de las entrañas del alma… Se entregaron al ensueño durante un buen rato, hasta que se despertaron por un extraño suceso que los arrebató de sus sueños: algo cayó en el regazo del rey desde arriba. Se puso de pie de un salto y los dos hombres lo siguieron. El objeto se le cayó a los pies. Era una sandalia dorada. Miraron hacia arriba, extrañados, y vieron un águila grande volando por el jardín, encima de sus cabezas, emitiendo un graznido espantoso. Les lanzaba unas miradas inflamadas de cólera a través de unos ojos penetrantes; luego agitó violentamente las alas y voló muy lejos.
Volvieron a mirar la sandalia. El rey la recogió con su propia mano y se puso a examinarla con curiosidad. Los dos hombres miraron la sandalia e intercambiaron miradas de extrañeza, asombro y miedo.
El rey siguió examinándola, luego observó:
—Esta es, sin duda, una sandalia de mujer. ¡Qué bonita! ¡Y qué cara!
Tahu preguntó, mientras devoraba la sandalia con la vista:
—¿La habrá robado el águila?
El rey contestó sonriendo:
—Mi jardín no tiene árboles en los que crezca una planta tan bonita como esta.
Sufajatib intervino:
—La gente del pueblo, señor, cree que el águila adora a las hermosas y que rapta a las vírgenes que le gustan y se las lleva volando a las cimas de las montañas. Quizá este águila vino a Manaf por amor y compró estas sandalias para su amada; pero se le cayó de entre las garras por mala suerte, y vino a parar a los pies de mi señor.
El rey lo contemplaba alegre y alterado.
—¿Cómo la habrá robado? —preguntó—. Me temo que haya sido de alguna de las mansiones del cielo.
Sufajatib volvió a intervenir:
—O de alguna mansión de la tierra, señor. Alguien las habrá dejado junto a la ropa, a la orilla de alguna alberca, para bañarse, y el águila la habrá robado.
—Y me la ha arrojado a mi. ¡Qué extraño! Es como si conociera mi debilidad por las hermosas.
Sufajatib sonrió de forma significativa y exclamó:
—Que los dioses os otorguen felicidad, señor.
Los sueños asomaron a los ojos del rey. Sus facciones sonrieron, su frente se alisó y sus mejillas se contrajeron. No cesaba de mirar la sandalia, preguntándose: ¿quién será la dueña? ¿Cómo será? ¿Será tan bella como su sandalia? ¿Sabrá que su sandalia ha caído en el regazo del rey? ¿Qué destino habrá hecho que él sea el destinatario? Su mirada tropezó con una imagen grabada en el fondo, y exclamó mostrándola:
—¡Qué bello es este retrato! Es un hermoso jinete que ofrece su corazón en la palma de la mano como regalo.
Esta frase fue escuchada con gran atención por los dos hombres. Sus ojos brillaron un instante. Miraron la sandalia con gran atención y Sufajatib preguntó:
—¿Me permitís, señor, que coja la sandalia un momento?
Se la dio. El ujier mayor la miró, al igual que Tahu; luego se la devolvió al rey diciendo:
—Mi intuición acertó, señor. Esta sandalia es de Rhadopis, la conocida beldad de Biya.
—¡Rhadopis! ¡Qué nombre tan bonito! ¿Quién será la dueña?
La angustia se apoderó de Tahu. Bajó los ojos y dijo:
—Es una bailarina, señor, conocida por toda la gente del sur.
El faraón sonrió:
—¿Es que nosotros no somos del sur? Es verdad que los reyes pueden atravesar el horizonte con la mirada, pero se les pasan, a veces, las cosas que tienen bajo su sombra.
La angustia de Tahu aumentó. El rostro se le demudó:
—Señor, es una mujer cuya puerta ha franqueado toda la gente de Abu, Biya y Bilaq.
Sufajatib comprendía los temores de su amigo. Con sonrisa vaga y maliciosa, sentenció:
—De todas formas, es una imagen femenina que los dioses han elegido como modelo por sus facultades y sus nalgas.
El rey miró a uno y a otro y dijo:
—Juro por el dios Sotis que sabéis de ella más que toda la gente del sur.
Sufajatib respondió con tranquilidad:
—Su recibidor, señor, es el lugar de encuentro para pensadores, artistas y políticos.
—Verdaderamente, la belleza es un mundo mágico que nos muestra cada día algún milagro nuevo. ¿Es la mujer más bella que has visto?
Sufajatib respondió con tranquilidad:
—Es la belleza misma, señor. Es una seducción arrebatadora, un deseo irreprimible. El filósofo Huf, un amigo suyo, acertó cuando un día dijo: lo más peligroso en la vida de un hombre es que su vista caiga en el rostro de Rhadopis.
Tahu suspiró con desesperación y lanzó una mirada fugaz al ujier mayor, cuyo sentido captó este; luego aseguró:
—Su belleza, señor, es una belleza satánica, barata, que no escatima a quien lo solicite.
El rey soltó una carcajada y dijo:
—Vuestras palabras me intrigan.
—Que el cielo de Egipto os otorgue toda la felicidad que alberga, señor —dijo Sufajatib.
La imaginación del rey lo llevó al águila, y quedó admirado. Lo que había escuchado le cubrió de un fino tejido de pasión y sueños. Preguntó, como sí estuviera hablando consigo mismo:
—¿Acertó o falló el águila al elegirnos como su objetivo?
Tahu robó una mirada a su señor, que estaba embelesado en lo que tenía delante, y manifestó sus dudas.
Cuando estuvieron a solas otra vez, se pusieron uno frente al otro. Tahu, alto, con fuerte pecho y músculos de acero, y Sufajatib, delgado, con ojos límpidos y profundos y una amplia y agradable sonrisa.
Cada uno de ellos sentía lo que escondía el otro. Sufajatib sonreía, mientras Tahu fruncía el ceño. El comandante no pudo despedir al ujier más que con estas palabras, con las cuales pretendía verter su tristeza:
—Me has traicionado, amigo Sufajatib, al no poder luchar conmigo cara a cara.
Sufajatib arqueó las cejas en señal de negación y exclamó:
—¡Qué juicio tan lejano a la verdad, comandante! ¿Qué tengo yo que ver con el amor? ¿Es que no sabes que ya soy un anciano aniquilado, y que mi nieto Sanab es estudiante en la universidad de Awn?
—¡Qué fácil te resulta tergiversar las palabras, amigo! Pero la verdad se burla de tu diestra y sabía lengua. ¿Acaso nunca se inclinó tu corazón hacia Rhadopis? ¿No te sentó mal que me otorgara un cariño que tú no pudiste conseguir?
El anciano alzó la mano rechazando las palabras del comandante:
—Tu imaginación no tiene nada que envidiar a los músculos de tu brazo derecho. La verdad es que si mí corazón se inclinó alguna vez hacia esa belleza, fue por la vía de los sabios, ajena a la avidez.
—¿No te hubiera gustado dejar que nuestro señor se interesara por su belleza, haciéndome un favor?
Sufajatib se extrañó un poco y dijo con verdadero arrepentimiento:
—¿De verdad te parece un asunto tan serio, o es que ya te has cansado de mis bromas?
—Ni una cosa ni otra, amigo mío —respondió Tahu—. Pero me da lástima que nunca nos pongamos de acuerdo.
El ujier mayor sonrió y dijo con su acostumbrada tranquilidad:
—Nos seguirá uniendo un gran lazo, que es la fidelidad a la corona.
—Es puro azar, señor. Lo que me extraña es ver esta sandalia impura entre las adoradas manos de mí señor.
Sufajatib miró a su amigo con ironía y satisfacción, y dijo con tranquilidad:
—¿Azar? Esta palabra falsea la verdad, señor. Se la asocia con la falta de juicio. Sin embargo, es el único origen de la mayoría de las felicidades y gran parte de las catástrofes. A los dioses no les quedan más que unos cuantos acontecimientos lógicos, señor, pues todos los acontecimientos de este mundo son obra de la voluntad de uno de los dioses. No es posible, por tanto, que los dioses provoquen acontecimientos, grandes o pequeños, por juego o diversión.
Tahu se encolerizó, pero hizo un gran esfuerzo por contener su ciega cólera que casi le había hecho perder los estribos delante del rey. Le dijo a Sufajatib, con cierto tono de reproche:
—¿Queréis, gran Sufajatib, preocupar a nuestro señor en este feliz momento con esas fantasías?
Sufajatib respondió con calma:
—La vida es seriedad y diversión, como la jornada es día y noche. El hombre sabio es quien no recuerda las diversiones en los momentos de seriedad ni enturbia su distracción con motivos serios. Quién sabe, comandante, si los dioses, sabedores de que a nuestro señor le gusta la belleza, le han mandado la sandalia a través de la extraña águila.
El rey miró a uno y a otro y dijo:
—Siempre lleváis la contraria. Era de esperar que Tahu fuera el hombre adicto al amor y Sufajatib el anciano que lo reprendiera. De todas formas, no hay impedimento en compartir la opinión de Sufajatib respecto al amor y la de Tahu respecto a la política.
El rey se puso de pie y los dos hombres hicieron lo mismo. Lanzó una mirada al amplio jardín que se despedía del sol, inclinado hacia el horizonte del poniente. Mientras caminaba, anuncio:
—Nos espera una larga noche de trabajo. Hasta mañana, y ya veremos.
El faraón se marchó con la sandalia en la mano y los hombres se inclinaron haciendo una reverencia.