LA FIESTA DEL NILO

En el horizonte oriental despuntaban los primeros signos de aquel día del mes de Bichnis, enrollado en los pliegues del tiempo desde hacía cuatro mil años. El gran sacerdote del templo del dios Sotis miraba el cielo con los ojos apagados, debilitados por el cansancio de toda la noche. Entonces advirtió la presencia de Sirio, el del buen augurio, brillando en lo alto del firmamento: su rostro se iluminó de alegría y su corazón latió de júbilo. Se prosternó en el suelo del templo como muestra de agradecimiento y adoración. Proclamó, a voz en grito, que en el horizonte había aparecido la imagen del dios Sotis, anunciando al valle la buena nueva de la inundación del adorado Nilo que avanzaba de la mano de su misericordia. Su bella voz despabiló a los durmientes, los cuales se despertaron alegres. Miraron al cielo hasta que dieron con la estrella adorada, y entonaron el canto del sacerdote. El corazón se les llenó de alegría y regocijo. Salieron corriendo de sus casas hacia la orilla del Nilo para presenciar la primera ola, portadora del bien y la riqueza. La voz del sacerdote del dios Sotis resonó en el ambiente silencioso de Egipto, propagando la noticia a los cuatro vientos. Y la gente supo que ya había llegado el momento de la emigración hacia el Sur para festejar la ceremonia del sagrado Nilo. Hicieron el equipaje y salieron ligeros y cargados desde Tebas, Manaf, Harmunat, Suí y Jumunu en dirección a Abu, la capital. Las medas cubrieron los valles y las barcas surcaron las aguas…

Las impresionantes construcciones de Abu, la capital de Egipto, se erguían sobre fortificaciones enlazadas entre sí por dunas de arena. El Nilo las cubría con capas de su mágico limo, fertilizándolas: crecieron acacias, moreras, palmeras grandes y enanas, y las verduras, las hortalizas y la alfalfa rompieron la superficie del suelo. Había abundantes viñas, pastos y huertos por los que corrían ríos y rebaños. Por el cielo volaban palomas y pájaros. Su brisa esparcía el aroma del perfume de las flores, y en el ambiente resonaban los cantos de los ruiseñores y otros pájaros.

No habían pasado más que unos días cuando Abu y sus islas, Biya y Bilaq, apenas si dieron cabida a los recién llegados. Las casas se llenaron de huéspedes, las plazas de campamentos y las calles de gente que iba y venía. Se formaron círculos de músicos, actores, cantantes y bailarines. Los mercadillos estaban rebosantes de expositores y vendedores, las fachadas de las casas se adornaron con banderas y ramas de olivo y las miradas se asombraron por las patrullas de guardias de la isla Bilaq, con uniformes de colores y largas espadas. Los piadosos creyentes corrieron a los templos de Sotis y del Nilo para cumplir lo prometido y ofrecer sus sacrificios. Los himnos de los cantores se mezclaron con los gritos de los borrachos. Por el ambiente serio de Abu se propagó una alegría saltarina y una emoción cálida y jubilosa.

Llegó, por fin, la fiesta esperada. Todos se dirigieron al mismo sitio: el largo camino que lleva desde el palacio faraónico a la colina donde se yergue el templo del Nilo. El aire se calentó con sus cálidos alientos y la tierra se encorvó bajo la carga de tanta gente. Innumerables personas desistieron del secano y bajaron a las barcas; soltaron las velas y empezaron a dar vueltas alrededor del templo, cantando los himnos del Nilo al son de la flauta y del violín y bailando al ritmo de los tambores.

Los soldados, empuñando las lanzas, formaron dos filas a ambos lados del gran camino. A una distancia razonable, se colocaron estatuas de tamaño natural de los reyes de la sexta dinastía, los padres y los abuelos del faraón. Los que estaban más cerca, pudieron ver las estatuas de los faraones Asrakara, Teti primero, Pepi primero, Muhtamsauf primero, Pepi segundo…

Por el ambiente se esparcían las diversas voces, perdiéndose sus peculiaridades como las olas en un océano agitado, y no quedando más que un atronador ruido. No obstante, de vez en cuando, se alzaban voces impresionantes que traspasaban los ruidos y llegaban a los oídos. Unos gritaban: «Adorad al dios Sotis que nos anuncia el bien», y otros: «Adorad al Nilo, el dios sagrado que trae a nuestra tierra la vida y la fertilidad». Y entre unos y otros, se alzaban voces proclamando el vino de Maryut y los licores de Abu, invitando a la alegría y al olvido.

Había un grupo de personas hablando entre si. Sus caras reflejaban bienestar y nobleza. Uno de ellos dijo, arqueando las cejas:

—¡Cuántos faraones han visto multitudes como estas y han presenciado grandes días como este!… Luego se fueron todos, como si no hubieran existido…

Otro replicó:

—Sí, se fueron para gobernar otro mundo mejor que este, como nos iremos todos… Mira este sitio que ocupo… ¡cuánta gente lo ocupará en las generaciones venideras! Y renovará las esperanzas y las alegrías que llenan nuestros corazones ahora. ¿Nos recordarán como nosotros a ellos?

—Somos más de lo que uno puede recordar. ¡Ojalá no existiera la muerte!

—¿Es posible que el valle contenga a todas esas generaciones que se fueron? La muerte es tan natural como la vida. ¿Y qué valor tiene la enfermedad, si nos saciamos después del hambre, envejecemos después de la juventud y entristecemos después de la alegría?

—Entonces, ¿cómo viven en el mundo de Osiris?

—Espera, ya lo sabrás.

Otro intervino con interés:

—Esta es la primera vez que Dios me honra con ver al faraón.

Y otro añadió:

—Yo lo vi el día de la gran coronación, hace algunos meses, en este mismo sitio.

—Mira las estatuas de sus gloriosos antepasados.

—Se parece a su abuelo Muhtamsauf primero.

—¡Qué hermoso!

—Sí… si. El faraón es un hermoso joven. Nadie se puede comparar con él en estatura y belleza.

Uno de los contertulios preguntó:

—¿Cómo será su gobierno? ¿Habrá alegrías y templos o conquistas por el Norte y por el Sur?

—Si mi intuición no me engaña, será lo segundo.

—¿Por qué?

—Es un joven muy impetuoso.

El otro movió la cabeza con precaución y añadió:

—Dicen que su juventud es indómita, y que Su Majestad tiene inclinaciones violentas. Es enamoradizo y le gusta el despilfarro y el lujo; los persigue como un huracán.

El interlocutor se rio en silencio y le susurro:

—¿Y qué tiene eso de particular? Muchos egipcios son enamoradizos, y les gusta el despilfarro y el lujo. ¿Por qué no al faraón?

—Calla, calla. Tú no te has enterado de nada. ¿No sabes que se enfrentó a los sacerdotes desde el mismo día en que subió al trono? Quiere el dinero para gastarlo construyendo palacios y jardines; y los sacerdotes reivindican la parte completa de los dioses y de los templos. Los antepasados del rey les habían otorgado mucha influencia y riqueza; pero este mira todo eso con codicia.

—Es verdaderamente triste que el rey empiece su gobierno con un enfrentamiento.

—Sí, pero no olvides que Janum Hatab, visir y gran sacerdote, es un hombre con una voluntad férrea y de difícil trato. Y está también el sacerdote de Manaf, aquella gloriosa ciudad que decayó en la época de esta venerable dinastía.

El hombre se asustó por estas noticias que le zumbaban en los oídos por primera vez, y sugirió:

—Roguemos a todos los dioses que otorguen a la gente sabiduría, paciencia y buen juicio.

Otros exclamaron con profunda sinceridad:

—Amén… amén.

Uno de los que estaban allí miró hacia el Nilo y le dio un codazo a su compañero diciendo:

—Amigo, mira el río. ¿De quién será esa embarcación tan bonita que viene de la isla de Biya, como si fuera el sol, despuntando en el horizonte oriental?

El amigo volvió la cabeza hacia el río y vio una maravillosa embarcación, ni grande ni pequeña, de color verde, como una isla cubierta de hierba flotando en el agua. Su cámara aparecía alta desde lejos, aunque no se podía ver lo que había dentro. En lo alto del mástil ondeaba una gran vela. A ambos lados de la embarcación, se veía un constante movimiento de remos producido por centenares de brazos. El hombre exclamó asombrado:

—Tal vez sea de algún rico de Biya.

Un hombre que estaba cerca los oyó, negó con la mirada y les dijo:

—Juraría, buenos hombres, que sois forasteros.

Ambos se rieron. Uno de ellos asintió:

—Tenéis razón, señor, somos de Tebas. Somos dos de los miles a quienes la honorable fiesta ha incitado a venir a la capital desde todas partes. ¿Es esa embarcación tan bonita de alguno de vuestros destacados hombres?

El hombre sonrió de forma enigmática y les hizo una señal con el dedo advirtiéndoles:

—Alegraos, buena gente. Esta embarcación no es de ninguno de nuestros destacados hombres, sino de una mujer. Sí, es la embarcación de una rica y hermosa mujer, conocida por todos los de Abu y sus dos islas, Biya y Bilaq.

—¿Y quién es esa belleza?

—Rhadopis, la bella Rhadopis. La reina de las almas y de todos los deseos.

El hombre señaló hacia la isla de Biya y prosiguió:

—Vive allí, en su maravilloso palacio blanco. Es el objetivo de los enamorados y de los admiradores. Compiten para conseguir su amor y su clemencia. Ojalá tengáis la suerte de verla. Que Dios proteja vuestros corazones de la perdición.

Las miradas, tanto de los hombres como de los demás, se dirigieron otra vez a la embarcación. Los rostros mostraban gran atención, mientras la embarcación se acercaba poco a poco a la ribera. Las otras embarcaciones le abrieron paso rápidamente. A medida que avanzaba una braza, se iba ocultando detrás de la colina en la que se alzaba el templo del Nilo. Empezó a desaparecer de la vista la proa y luego la cámara. Cuando atracó, no se veía más que lo alto del mástil y la vela ondeando, como si fuera la bandera del amor agitando los corazones y las almas…

Pasado cierto tiempo, aparecieron cuatro nubios procedentes de la ribera para abrir paso en ese mar agitado. Detrás iban otros cuatro llevando sobre los hombros un bonito y lujoso palanquín que sólo poseen los príncipes y los nobles. En él iba sentada una hermosa joven con la espalda apoyada suavemente en una almohada y un mórbido brazo en un cojín. Con la mano derecha agarraba un abanico de plumas de avestruz. En sus bellos ojos había una mirada soñadora que dirigía al lejano horizonte con orgullo, despreciando a todo el mundo.

La pequeña cabalgata caminaba despacio, bajo los ojos de todos, hasta que llegó a la primera fila de los asistentes. Allí la mujer inclinó levemente el cuello de gacela, y se esparcieron de su boca rosada unas palabras anheladas. Los esclavos dejaron de caminar y se quedaron parados, como estatuas de bronce. La mujer volvió a acomodarse como antes y se sumergió en sus sueños. Se quedó esperando el séquito faraónico que sin duda había venido a ver.

Sólo se la veía de cintura para arriba. Los más afanosos, consiguieron ver su pelo negro, muy negro. Estaba ordenado en su cabecita con hilos de seda brillante y le caía sobre los hombros en aureola, como si fuera una corona divina en cuyo centro surgiera un rostro resplandeciente y redondo, en el que se abrazaran los rayos de unas mejillas como rosas frescas. Su menuda boca entreabierta parecía un jazmín al sol rodeado de clavel. Sus ojos eran grandes y negros, puros y soñadores. En ellos se vislumbraba una mirada que el amor reconoce como a su dueño. Nunca se había visto un rostro al que la belleza hubiera elegido como morada.

Su belleza sedujo a todos; incluso removió los corazones muertos de los ancianos. De todas partes le llegaban miradas tan ardientes que si hubieran tropezado por el camino con algo sólido, lo habrían fundido. Las miradas femeninas se fijaron en ella con envidia, y se propagó el murmullo entre quienes la rodeaban. Las palabras iban de boca en boca:

—¡Qué mujer tan hermosa!

—Rhadopis. La llaman la dueña de la isla.

—Esta sí que es una belleza arrolladora. Ningún corazón se le puede resistir.

—Es la desesperación para quien mira.

—Tienes razón. Nada más verla, brotó en mi interior una agitación desbocada. Sucumbí bajo el peso de una descarada agresión, sentí una rebeldía satánica y me vi vencido por la amargura del desengaño y la eterna humillación.

—Eso es algo triste…, pero la veo como una imagen de felicidad digna de adoración.

—¡Es un mal insalubre!

—Somos demasiado débiles para soportar esa belleza arrebatadora.

—¡Dios se apiade de los enamorados!

—¿Sabes que los que aspiran a ella pertenecen a la élite del reino?

—¿De verdad?

—Su amor se ha impuesto a los más destacados como si fuera un deber nacional.

—El ilustre arquitecto Hana le construyó el palacio blanco.

—Y Ana, el gobernador de la isla de Biya, se lo amuebló con lo más selecto de Manaf y Tebas.

—Bien… bien…

—Sus estatuas fueron modeladas por el ilustre escultor Hanfar, el cual también grabó las paredes.

—Sí. Y las obras de arte se las regaló el comandante Tabru, jefe de la guardia faraónica.

—Y si todos compiten por conseguir su amor, ¿quién será el feliz elegido?

—Pregunta por él en esta desgraciada ciudad.

—No creo que esta mujer se enamore nunca.

—¡Quién sabe!… Quizá se enamore de un esclavo, o incluso de un animal.

—No creo. Su belleza es la única fuerza arrolladora. ¿Qué necesidad de amor tiene la fuerza?

—Fíjate en su mirada altanera y agresiva…, aun no ha probado el amor.

Una mujer que estaba escuchando la conversación, replicó enfadada:

—No es más que una bailarina. Se ha criado en un ambiente de corrupción y libertinaje. Se ofreció desde la infancia a la depravación y al extravío. Sobresalió en el arte del maquillaje; por ello aparece con ese aspecto falsamente seductor.

Uno de los enamorados replicó disgustado:

—No, señora. ¿No sabes que no fue su espléndida belleza lo único que los dioses le otorgaron? Tut no le escatimó la luz de la sabiduría y del conocimiento.

—¡Va!, ¡va! ¿De dónde ha sacado la sabiduría y el conocimiento, si se pasa la vida seduciendo a los hombres?

—Su palacio recibe cada noche a un destacado grupo de políticos, sabios y artistas. No es extraño que sea, pues, como se dice de ella, una de las mejores conocedoras de la sabiduría y de la política, y quien mejor gusto tenga para el arte.

Alguien preguntó:

—¿Cuántos años tiene?

—Dicen que treinta.

—No puede tener más de veinticinco.

—Sea cual sea su edad, esa fresca belleza ha jurado que nunca se marchitará.

El que hizo la pregunta insistió:

—¿Quién es y de dónde procede?

—Sólo los dioses lo saben. Es como si estuviera desde siempre en su palacio blanco de la isla de Biya.

***

Súbitamente, una extraña mujer rompió las filas. Tenía la espalda arqueada y se apoyaba en un grueso bastón. Su pelo era blanco y despeinado, y tenía los colmillos largos y amarillos, la nariz aguileña y la mirada aguda. Sus ojos emitían una luz aterradora por debajo de unas espesas cejas. Vestía una túnica larga y amplia que se ceñía con un cinturón de lino. Los que la vieron, gritaron:

—¡Dam! ¡La bruja Dam!

No les hizo caso; siguió andando sobre sus débiles piernas. Afirmaba que predecía lo oculto y que descubría el futuro. Ofrecía su fuerza sobrenatural a cambio de una moneda de plata. Algunos de los que la rodeaban tenían miedo; otros se burlaban de ella. La bruja se encontró en el camino a un joven y le propuso leerle el futuro. El joven no se opuso. En realidad, estaba borracho e iba tambaleándose; sus piernas casi no podían con él. Le dio una moneda de plata mirándola con ojos soñolientos. Ella le preguntó con voz ronca:

—¿Cuántos años tienes, joven?

Este respondió, sin saber lo que decía:

—Doce copas.

Algunos soltaron carcajadas burlonas. La mujer, encolerizada, le arrojó la moneda que le había dado y continuó su interminable camino. Un joven que quería burlarse de ella, le cortó el paso preguntando:

—¿Qué acontecimientos me aguardan, mujer?

Lo miró un momento, furiosa, y le dijo con rabia:

—Alégrate: tu mujer te será infiel por tercera vez.

Los presentes se echaron a reír y la aplaudieron. Tras haberle rebotado la flecha contra el pecho, el joven se apartó avergonzado. La bruja caminó hasta llegar al palanquín de la bella y, esperando su generosidad, se paró delante. Empezó a hablar con ella, con una sonrisa forzada:

—¡Oh! Señora protegida con cuidado. ¿Quieres que te eche la suerte?

La bella parecía no haber escuchado a la bruja. Esta gritó:

—¡Señora!

Rhadopis la miró, algo asustada, e inmediatamente volvió la cabeza enfadada. La vieja aseguro:

—Créeme, nadie en este festejo me necesita hoy tanto como tú.

Un esclavo se acercó y la apartó del palanquín. El incidente, a pesar de su insignificancia, casi atrajo la atención de los que estaban presentes; pero se oyó un fuerte trompetazo. Acto seguido, los soldados, alineados a ambos lados del camino, se llevaron la trompeta a la boca y dieron un soplo largo y continuo. La gente supo entonces que el cortejo faraónico empezaba a moverse, y que enseguida el faraón saldría de palacio, en dirección al templo del Nilo. La gente se olvidó de todo y miró el camino alargando el cuello y aguzando los sentidos.

Pasados varios minutos, empezó a verse la vanguardia del ejército, caminando en filas ordenadas al son del himno militar. La guarnición de Bilaq iba delante, con su diverso armamento, siguiendo la ondulada bandera con la imagen de un halcón. Por todas partes se recibía a los soldados con aplausos y aclamaciones.

Poco después, pasó un batallón de infantería portando lanzas y escudos. Su música era impresionante, al igual que su bandera, adornada con la imagen del dios Horus. Las lanzas se alinearon en perfecta forma geométrica, trazando en el aire líneas paralelas verticales y horizontales; luego llegó el gran batallón de tiradores portando arcos y flechas. Su paso duró bastante. Los precedía su bandera, estampada con el cetro del trono.

A lo lejos se oyó ruido y relinchos de caballos. A la vista estaba el batallón de los carros. Pasaban de diez en diez en líneas rectas, tan perfectas que parecían trazadas con lápiz. El carro iba tirado por dos caballos y llevaba dos jinetes: un conductor, provisto de espada y jabalina, y un tirador, con el arco en una mano y la aljaba en la otra. Al verla, los asistentes recordaron la conquista de Nubia y Tur Sina. Se la imaginaron desplegándose por las llanuras y los valles, como adiestrados halcones, mientras el enemigo se dispersaba delante de ellos, aterrado y aniquilado. El entusiasmo encendió la sangre, y sus gritos retumbaron en el cielo.

Los asistentes vieron el impresionante cortejo, precedido por el carro faraónico, seguido por una caravana de carros, alineados de cinco en cinco, en los que iban los príncipes, los visires, la élite religiosa, los treinta jueces, los capitanes del ejército y los gobernadores de provincias. El séquito terminó con una fila de la guardia faraónica, precedida por el comandante Tahu.

El faraón se puso de pie en su carroza, erguido y con semblante venerable, como una estatua de granito, sin reclinarse ni a la derecha ni a la izquierda, y con la mirada fija en el lejano horizonte, sin reparar en los allí presentes ni en las aclamaciones que les salían del corazón.

En la cabeza llevaba la doble corona de Egipto, en una mano la fusta real y en la otra el bastón torcido. Sobre la indumentaria real llevaba una estola de piel de tigre, en conmemoración de la fiesta religiosa.

Los corazones se llenaron de entusiasmo y de felicidad, y se alzaron las aclamaciones que, por su fuerza, casi espantaron a los pájaros que en ese momento volaban por el aire. El entusiasmo se le contagió a la propia Rhadopis: de pronto recobró la vida, su rostro se iluminó y sus manos empezaron a aplaudir.

Entre las aclamaciones, destacó una voz que gritó: «¡Viva Su Excelencia Janum Hatab!». Decenas de voces entonaron la misma aclamación. El grito causó malestar y desencadenó gran tumulto. La gente volvió la vista, buscando al osado que había aclamado al visir, delante del joven faraón, y al grupo que babia apoyado ese extraño desafío.

Sin embargo, la aclamación parece que apenas se notó; ningún miembro del séquito real demostró que le hubiera influido. El séquito siguió su camino hasta la colina del templo. Todos los carros se detuvieron. Dos príncipes que portaban sendas almohadas de plumas de avestruz, cubiertas con un tejido de oro, avanzaron hacia el carro del faraón. El rey se apeó sobre ellas y sopló por el cuerno. Los soldados dieron el saludo militar y la guardia entonó el himno del adorado Nilo. A continuación, el faraón subió majestuosamente los escalones de la colina, seguido por los más destacados de su reino: príncipes, ministros y gobernadores. A la puerta del gran templo lo estaban esperando, prosternados, los sacerdotes. Cuando el ujier mayor, Sufajatib, anunció la llegada del rey, el sacerdote mayor se puso de pie; luego se inclinó, se tapó los ojos y dijo en voz baja:

—El servidor del templo del adorado Nilo manifiesta fidelidad y servidumbre a su señor, dueño de los dos pueblos, hijo de Ra y señor de los dos orientes.

El faraón le tendió el bastón torcido al sacerdote y este lo besó con profunda emoción. El resto de los sacerdotes se pusieron de pie y se alinearon en dos filas para dejar paso al faraón. Este continuó, seguido de su cortejo, hacia la plaza de los sacrificios, circundada por altas columnas. Dieron vueltas alrededor del altar, mientras los sacerdotes quemaban el incienso, cuyo aroma se propagaba por todo el templo. Las cabezas inclinadas lo respiraban con devoción y adoración. Unos ujieres llevaron un toro y lo colocaron sobre el altar para el sacrificio. Luego, el faraón pronunció las palabras tradicionales:

Heme aquí en tu presencia, ¡oh, ensalzado Dios!, después de haber purificado mi alma. Te ofrezco este sacrificio para acercarme a ti. Concede el bien a este bendito valle y a toda su gente.

Los sacerdotes reiteraron esta rogativa en un impresionante coro que palpitaba fe y temor, con los ojos levantados hacia el cielo y las manos tendidas hacia el aire. Luego, todos los presentes repitieron la rogativa. La voz se propagó fuera del templo, y la gente se apresuró a repetirla. A los pocos minutos, no quedaba ninguna boca que no hubiera recitado la rogativa del sagrado Nilo. El rey avanzó, seguido por el sacerdote del templo. En pos de ellos iban los hombres del reino hacia el atrio de columnas con las tres fuentes paralelas. Se colocaron en dos filas, quedando entre ambas el rey y el servidor del dios. Después, recitaron el himno del adorado Nilo con voz ronca y entrecortada por la palpitación del corazón. El eco resonó en el aire de aquel lugar oscuro y aterrador.

El sacerdote subió los escalones que conducían al atrio. Se acercó a la puerta del sancta sanctorum y sacó la llave sagrada. Abrió la gran puerta, se retiró a un lado, se prosternó y empezó a rezar. El rey lo siguió. Entró en el aposento sagrado donde se erguía la estatua del Nilo en la barca divina y cerró la puerta. Era un lugar amplio, con el techo alto y muy oscuro. Junto a la cortina que cubría la estatua de la deidad, habían encendido velas, encima de unas relucientes mesas de oro. La majestuosidad del lugar penetró en el corazón del gran rey. Se le debilitaron los sentidos y avanzó respetuosamente hacia la sagrada cortina. La descorrió con su propia mano e inclinó su siempre erguida espalda. Se prosternó sobre la rodilla derecha y besó el pie de la estatua. Todavía seguía hermético, pero habían desaparecido de su rostro todos los signos de gloria y de orgullo. Su cara fue recobrando un color borroso de temor y respeto. Rezó una larga oración y se sumió en la adoración, olvidándose de su gloria y de su grandeza mundana.

Cuando llegó al final, besó de nuevo el pie sagrado, se levantó, corrió la cortina sagrada y se retiró hacia la puerta mirando al dios, hasta que respiró el aire del atrio exterior; luego cerró la puerta.

La gente recibió al faraón, rogando por él. Lo siguieron al atrio del sacrificio y después al exterior del templo, donde torcieron hacia la pendiente que daba al Nilo. La gente que estaba en las embarcaciones los vieron y los aclamaron, agitando banderas y ramas.

Llamó al sacerdote mayor para pronunciar el discurso tradicional. Extendió una gran hoja de papiro y leyó en voz alta:

«Bendito seas, Nilo. Tú, cuya inundación cubre el valle y anuncia la vida y el bienestar. Vives en las tinieblas durante meses, y cuando oyes los ruegos de tus adoradores, tu gran corazón se apiada de ellos y sales de la oscuridad a la luz, deslizándote plenamente en el vientre del valle. Entonces das vida a la tierra: rápidamente, la hierba crece con alegría y el desierto rebosa bajo un tapiz de brocado, los huertos florecen y las plantaciones se enriquecen, los pájaros cantan y los corazones aclaman, ebrios de alegría; el desnudo se viste, el hambriento come y el sediento bebe, el soltero se casa y la tierra de Egipto se cubre de felicidad y de bienestar. Ensalzado y glorificado seas».

Los sacerdotes del templo entonaron el himno del Nilo al son de violines y flautas y al ritmo de panderos, creando bellas y emocionantes melodías.

Cuando los cantos se perdieron en los pliegues del cielo, el príncipe Nay avanzó hacia el faraón y le presentó un pliego de papiro sellado que contenía la rogativa del adorado Nilo. El rey lo cogió y se lo llevó a la frente; luego lo arrojó al Nilo, y las agitadas y ruidosas olas lo llevaron hacia el norte.

El faraón bajó las escaleras de la colina y se montó en su carro. El séquito retrocedió como había llegado, rodeado de grandeza y aclamado por los corazones de millones de súbditos fieles. El entusiasmo los agitó y la emoción los emborrachó.