El hombre sacudió violentamente a Pete, preguntando:
—¿Dónde está el oro?
—En el rancho —repuso Pete—. Y no les pertenece a ustedes, porque estas tierras son propiedad del señor Blair.
—¡Es mi padre! —informó con ira Bunky, que luchaba por desprenderse de su captor.
—De modo que tú eres el jovencito Blair… —murmuró el hombre alto—. ¡Magnífico! Tal vez consigamos un buen rescate.
—¡Será mejor que nos suelten! —gritó Pete—. La policía les sigue a ustedes la pista.
—A la policía sabemos desorientarla —gruñó Murch, fanfarroneando—. ¡Sois vosotros, los entrometidos Hollister, quienes estáis estropeando nuestros planes!
Pete rogaba a Dios que Viejo Papá y los demás hubieran oído lo que ocurría y estuviesen ya retrocediendo para buscar ayuda. El muchachito intentó distraer a los cuatro hombres haciendo preguntas:
—¿Dónde está Dakota Dawson? Porque trabaja para ustedes, ¿verdad?
—¿Dawson? —rezongó el hombre bajo y ancho—. ¿Quién es?
—Le conocen ustedes de sobra —respondió Bunky.
—¡Basta de parloteos! —intervino Murch, que dirigiéndose al hombre alto, preguntó—: ¿Qué hacemos con estos espías, Rocky?
—Les ataremos y luego iremos a apoderarnos de los otros que les acompañan.
El corazón de Pete latió con fuerza. ¡La banda estaba enterada de todo lo que ellos hacían!
—¿Quién de ustedes se ha encargado de vigilarnos? —se atrevió a preguntar.
Murch se echó a reír.
—He sido yo —repuso—. Estuvisteis a punto de descubrirme una de las noches en que os observaba.
—Entonces, ¿fue usted quien empujó aquellos pedruscos para que nos aplastasen? —preguntó Pete, cada vez más indignado.
—Y estuve a punto de conseguirlo, ¿verdad? —intervino el hombre enjuto—. Entonces era yo quien os vigilaba. Tropecé en una piedra por casualidad.
—Pues debiste hacerlo a propósito —gruñó Rocky—. Vamos. Hay que capturar a los otros.
Arrastrando con ellos a Pete y Bunky, los cuatro se encaminaron al pasadizo rocoso que llegaba hasta aquel cañón encajonado. De camino Pete vio atados cuatro caballos a un lado del cercado de los antílopes. Uno de los animales era el «appaloosa» que pertenecía a Tut Primrose.
Mientras se acercaban a la cavidad rocosa, Pete contuvo el aliento con angustia. ¿Seguirían allí Viejo Papá y los otros? ¿Resultarían todos capturados por aquellos bandidos?
Cuando llegaron al interior no vieron a nadie.
—¡Si se han largado, pueden estar ya muy lejos! —declaró Rocky, inquieto—. ¡Coyle! ¡Minter! ¡Montad en vuestros caballos y salid tras ellos! No son más que un viejo y unos críos. No pueden ir muy de prisa.
En el mismo momento en que los dos hombres se disponían a desatar sus caballos, de las sombras de un peñasco salió un vaquero alto y delgado.
—¡Alto! ¡Deténganse todos! —ordenó.
Los cuatro hombres giraron sobre sus talones, totalmente sorprendidos.
—¡Quedan ustedes arrestados! —anunció el vaquero.
—¡Si es Dakota Dawson! —exclamó Pete.
—¡Un hombre de la ley! —suspiró Bunky, tranquilizado.
—¡Apártense de los muchachos! —ordenó Dakota, dando un paso al frente.
Pero en lugar de obedecer, los cuatro bandidos corrieron en distintas direcciones, como conejos asustados. Un momento después, desde el escondite de Murch saltó un pedrusco. Por desgracia, la pesada piedra alcanzó en un lado a Dakota, que cayó al suelo con un grito de dolor.
Al instante, los cuatro hombres salieron de sus escondites y corrieron hacia los caballos. Rocky y Coyle corrían delante, seguidos por Minter y Murch.
Viendo lo que ocurría, Pete y Bunky dieron un salto sobre Murch y Minter y les hicieron caer al suelo. Los dos chicos y sus adversarios lucharon furiosamente, y mientras tanto, Dakota logró recobrarse y se puso en pie. El alto y fuerte vaquero se enfrentó con los dos hombres y un momento después los tenía esposados.
—¡Los otros dos se han ido! —exclamó Pete.
—Les perseguiremos —declaró Dakota, ceñudo.
Mientras él hablaba, Ricky y las chicas salieron de la cavidad rocosa, seguidos de Viejo Papá que avanzaba cojeando.
—¿Dónde habéis estado? —preguntó Bunky.
—Dakota nos hizo esconder en un hueco de ahí dentro —contestó Gina.
—He encontrado su pista en el cañón, hoy al mediodía —explicó Dakota, mientras sacaba una cuerda de su cinto—. Desde allí os he seguido hasta el cañón.
Velozmente ató Dakota la cuerda alrededor de la cintura de Murch, sin dejar de hablar mientras lo hacía.
—De no ser por vosotros, jóvenes detectives, nunca habría encontrado este escondite —dijo, sonriente—. Cuando oí que Pete y Bunky querían acercarse a inspeccionar, me figuré que podía haber complicaciones y por eso acudí a decir a los demás que se escondieran.
A continuación el vaquero ató la cuerda alrededor de la cintura de Minter y después pasó varias veces la cuerda en torno a Minter y Murch, que quedaron juntos e inmovilizados.
—La verdad es que usted nos confundió —dijo Pam a Dakota.
En pocas palabras Dakota explicó que él era un comisario del sheriff de Salt Creek. Fingiéndose un vaquero solitario, fue enviado secretamente al K Inclinada para que pudiera inspeccionar las montañas Ruby para intentar localizar la procedencia de las luces misteriosas.
—El jefe de policía Larney me envió a hacer este trabajo —añadió Dakota—, pensando que yo sería menos fácil de reconocer que un comisario de Elkton.
—Estoy muy contenta de que no sea usted un malote —confesó Holly con los ojillos resplandecientes.
—Ya veo que mamá tenía razón —hubo de admitir Ricky.
Después de mirar un momento a los prisioneros, Dakota tendió el extremo de la cuerda a Viejo Papá, diciendo:
—Alguien tiene que sacar a estos delincuentes y a los antílopes del Cañón de los Cuatreros, mientras los chicos y yo salimos en persecución de los que han huido.
—Pero tenga cuidado, Viejo Papá —dijo Pete—. No vayan a gastarle una jugarreta.
—No os preocupéis —repuso el viejecito, haciendo un guiño a Dakota—. Las niñas tomarán este extremo de la cuerda y atarán con él a los cachorros. Al frente de todos irán el señor Murch y el señor Minter. De ese modo, por mucho que intenten escapar, sea a caballo o a pie, llevarán siempre consigo media docena de antílopes.
—Eso había pensado también yo —concordó Dakota—. Esperen en la salida del cañón. Enviaremos un camión a recogerles.
Dicho esto Dakota desapareció en la cavidad de la roca, seguido por los chicos. Unos minutos más tarde, cuando subían a las monturas, Pete dijo:
—Apostaría a que Rocky y Coyle han bajado por el cañón, porque de ese modo llegarán a la carretera y podrán dejar sus caballos y viajar en coche.
Dakota estaba de acuerdo con la opinión del chico. Los tres emprendieron la carrera. ¡Qué orgullosos iban los muchachitos detrás del comisario!
A la entrada del cañón, Dakota hizo dar media vuelta a su caballo, al tiempo que comentaba:
—Hay una pregunta a la que todavía no he encontrado respuesta. ¿Dónde esconderán esos sinvergüenzas el jeep que usaban para cazar los antílopes?
Los cuatro siguieron cabalgando en silencio. Mientras los demás buscaban ávidamente con la vista alguna pista de los fugitivos, Ricky pensaba en lo que acababa de decir Dakota. Se acordó de la cueva hasta la que trepó y donde había visto relucir los ojos del puma y pensó en su rápido descenso por la rampa, cuando se le clavaron unas astillas en los pantalones.
«Y aquellos dos ojos tan grandísimos que me miraban desde el interior de la cueva —pensó el pequeño—, no podían ser los ojos de un puma».
El pecoso espoleó a su caballo para situarse a la altura de Dakota Dawson. Contó al comisario todo lo que había sucedido cuando siguieron por primera vez la pista del jeep de los ladrones de antílopes.
—Tengo una idea —añadió el pequeño.
—Cuéntamela, hijo —repuso amablemente Dakota.
—Pues yo creo que esos hombres podían tener los tablones escondidos en la cueva. A lo mejor los utilizaban para bajarlos desde la cueva y colocarlos como un puente desde el Río Helado hasta la rampa rocosa.
—Continúa —apremió Dakota.
—Cuando llegaban con el jeep a la orilla del agua lo podían conducir por encima de los tablones para llevarlo a lo alto de la cueva. Después no tenían más que recoger los tablones y esconderlos arriba.
—¡Zambomba! —exclamó Pete—. Seguramente los tablones dejaban astillas en la roca y por eso se te clavó una en los pantalones.
En aquel momento, Dakota detuvo de improviso su caballo y mirando al pequeño a los ojos, declaró:
—Chico, creo que has encontrado la contestación a la pregunta que yo me hacía. Los grandes ojos que viste en la cueva probablemente eran los faros del jeep desaparecido.
Muy orgulloso, Ricky se irguió sobre la montura. Luego, mientras se rascaba la despeinada cabeza, sonrió, diciendo:
—Debía haber pensado en eso hace mucho.
—Fue culpa nuestra que no creímos que hubieras visto unos ojos tan grandes —declaró Pete.
—¡Seguro que Rocky y Coyle han ido hacia allí ahora! —gritó Bunky, nerviosísimo—. ¡Ya veréis como intentarán huir en el jeep!
Desde aquel momento los cuatro cabalgaron velozmente y al fin llegaron a la rampa rocosa que ascendía hasta la cueva. Dakota desmontó y ordenó a los chicos que buscasen protección entre un grupo de árboles muy próximo.
—Antes, en el cañón encajonado, no me decidí a sacar la pistola, porque estabais vosotros —dijo—. Pero ahora, si esos hombres están ocultos en la cueva, tendré que amenazarles con ella.
Los tres chicos obedecieron y desde una prudente distancia, observaron a Dakota que a grandes zancadas ascendió por la rampa. Deteniéndose a la entrada de la cueva, dijo con voz imperiosa:
—Veo que están ahí dentro. ¡Salgan con las manos en alto!
Un momento después dos hombres surgían de las sombras.
—¡Rocky y Coyle! —gritó Pete—. ¡Ahora ya les tenemos a todos!
—¡Tenías razón, Ricky! —anunció a gritos Dakota—. ¡Aquí está el jeep y también los tablones!
El comisario condujo a los detenidos, ya esposados, rampa abajo y los chicos salieron de su refugio llevando los caballos de los delincuentes, que encontraron atados allí cerca.
Cuatro hombres llegaron galopando y desmontaron junto al grupo. Eran el jefe de policía Larney y tres de sus hombres.
—Terry Bridger nos informó de que en el K Inclinada necesitaban ayuda —dijo Larney, que se acercó a Dakota, comentando—: Veo que ya has encontrado a los chicos.
—Sí —sonrió Dakota—. Y ellos han encontrado a la banda.
—¡Felicidades! —dijo calurosamente Larney—. ¿Es éste el jefe de los misteriosos merodeadores? —preguntó en seguida, mirando al más alto de los detenidos.
—Sí —contestó Bunky—. ¿Le conoce usted?
—Ya lo creo. Es Rocky Redmond. No hace más de dos meses que se escapó de la prisión.
Dakota sugirió que los hombres de Larney sacasen el jeep de la cueva y fuesen a buscar a Viejo Papá y a las niñas a la entrada del Cañón de los Cuatreros. El jefe de policía se mostró de acuerdo.
—Dos de vosotros os encargaréis de llevar a la ciudad a los prisioneros y el otro que lleve los antílopes al valle y los deje en libertad —ordenó mientras sus hombres empezaban a subir la rampa.
—Usted y yo podemos encargarnos de llevar a estos dos pájaros a la jaula, Larney —propuso Dakota.
Y Pete declaró:
—Lo mejor será que, en cuanto Viejo Papá y las chicas lleguen aquí, nos marcharemos con ellos a casa. ¡Zambomba! ¡Tengo un apetito!
Era ya de noche cuando los niños y el viejo vaquero se sentaron a cenar una estupenda cena en el rancho K Inclinada. Las aventuras de aquel día habían sido muchas y todos estaban demasiado cansados para contar todo lo sucedido.
Pero, a la mañana siguiente, durante el desayuno, los niños contaron detalle por detalle su emocionante aventura. Mientras las dos madres, el señor Blair, Sue y Millie escuchaban, llegó Dakota.
El comisario explicó que los detenidos lo habían confesado todo, con la idea de que así la sentencia fuese más leve.
—Todo empezó —continuó Dakota— cuando Rocky encontró un documento que se refería al oro que existe en el cañón encajonado. Con cuatro de sus compinches se introdujo en sus tierras, señor Blair, y dio principio a unas excavaciones.
—Y Murch le servía como mensajero —informó Pam—. Su trabajo consistía en sacar el oro de estas tierras.
Dakota explicó que, cuando Murch contó a la banda que el señor Blair tenía idea de vender sus tierras al señor Simpson, todos temieron que el nuevo propietario pudiera descubrirles. Luego Murch descubrió que Millie era muy miedosa y por eso idearon hacer brillar luces misteriosas y parpadeantes para asustarla.
Al oír aquello, la niña se sonrojó y Pam se apresuró a oprimirle una mano cariñosamente.
—En adelante procuraré no ser tan miedica —murmuró Millie, muy avergonzada.
—También fue Murch quien se encargó de molestarle a usted y sus dos hijos, señor Blair, cuando estuvieron en Nueva York, para que no se llegase a ningún acuerdo sobre la venta de estas tierras —informó Dakota.
Luego el comisario se puso en pie y declaró:
—Deseo que todos ustedes vengan conmigo a Elkton. Necesitamos que Viejo Papá y los niños identifiquen a los detenidos y presten declaración.
Una hora más tarde los Hollister y sus amigos estaban sentados en el despacho del fiscal y Pam acababa de hacer su declaración. Por último, mirando a los detenidos, la niña dijo:
—Lo que no sé es por qué robaban los antílopes.
—Fue una idea imbécil de Murch —dijo Rocky, con un gruñido—. Él quería sacarlos del cañón más tarde para venderlos en una casa que se dedica a traficar con animales.
—Fue malísimo cuando tiró a la pobre «Estrella de la Pradera» desde el jeep —dijo Holly, acusadora.
—¡Yo no lo hice! —se defendió Murch—. Lo hizo Rocky para qué no nos siguierais.
Mientras los cuatro volvían a ser conducidos a la celda, Rocky murmuró:
—¡Estos endiablados Hollister han estropeado mis planes!
—Pero además han encontrado una mina de oro para papá —replicó Gina, con los ojos resplandecientes.
El ranchero sonrió, feliz, diciendo:
—Es cierto. Ahora ya no necesitamos vender el K Inclinada.
Aquella noche, todos los que habían participado en la solución del misterio lo celebraron con una sabrosa barbacoa en el exterior del rancho K Inclinada.
Después de la puesta de sol, Pete miró a la cima de las montañas y comentó:
—Tiene gracia. Hemos solucionado el misterio sin siquiera llegar al Valle Secreto.
—Aunque no hemos llegado a encontrar el cofre de oro —se lamentó Ricky.
Pero el simpático Viejo Papá les dijo:
—Muchachos, las montañas siempre guardan ciertos secretos. Podéis sentiros contentos de haber resuelto uno de ellos.
Cuando todos acabaron la cena, Dakota Dawson y el señor Blair se pusieron en pie junto a la hoguera. El vaquero fue el primero en hablar, para decir:
—Quiero que todo el mundo sepa que los Hollister se merecen todos los honores por haber resuelto este misterio. Han hecho una labor digna de elogio. Son unos verdaderos héroes.
Los cuatro hermanos mayores aceptaron con un humilde cabeceo los aplausos de todos. Fue la chiquitina Sue quien estuvo más rato palmoteando, sintiéndose feliz.
Luego el señor Blair anunció que, tan pronto como la mina empezase a ser explotada, se emplearía el primer metal precioso en hacer unos anillos para obsequiar a las niñas Hollister y a su madre.
Todos palmotearon nuevamente y entonces fue Viejo Papá quien se dirigió a la concurrencia, diciendo:
—Para Pete y Ricky prometo hacer una estupenda alfombra con ese infernal puma que tengo que cazar. —Con un guiño, el viejecito concluyó—. A no ser que Ricky prefiera cazarlo por su cuenta.
Ricky sonrió, mientras todos reían alegremente.
—No, no. Muchas gracias —dijo con toda sinceridad el pecosillo.
—También nosotros tenemos un regalo para ti, Ricky —anunció Cindy, que, acompañada de Millie, dio un paso al frente—. Tienes un papel en la comedia. Uno de los chicos se ha puesto enfermo. Necesitamos un sustituto que sepa actuar muy bien. Y como tú eres un héroe…
—Yo sé que harás el papel estupendamente —dijo con cariño Millie, entregando al pequeño unas cuartillas con su papel.
—¿Tú crees? —preguntó Ricky, complacido.
—¡Claro que sí! —exclamó Holly, siempre dispuesta a apoyar a su hermano y los demás hicieron caso a sus afirmaciones.
—Muy bien —aceptó Ricky, cogiendo las cuartillas—. ¿Qué tengo que hacer?
—Es muy fácil —aseguró Millie—. Sólo tienes que aprenderte tres hojas y al final das un beso a una niña.
Los ojos de Ricky se abrieron de par en par. Todo él se puso rojo como una amapola.
—¡Besar a una niña! —exclamó. Inmediatamente, el héroe pecosillo devolvió a Millie las hojas de papel y repitió—: ¡Besar a una niña! ¡Canastos! ¡Prefiero besar a un puma!