PELIGRO DESDE LO ALTO

Al crujido siguió otro rumor que pareció el de una ramita al romperse. Pete se apresuró a salir de su saco de campaña para despertar a Viejo Papá que roncaba acompasadamente.

—¡Despierte! —apremió Pete, sacudiendo al anciano por un hombro—. ¡Hay alguien rondando por aquí!

Viejo Papá tomó una linterna y, mientras la encendía, vio brillar otra en el cobertizo de las niñas.

—¿Qué haces por ahí, abuelito? —preguntó Cindy.

Ya todos estaban despiertos y en cuanto se vistieron apresuradamente, salieron a investigar por los alrededores.

—Yo no veo nada —dijo Pete.

—Puede que el ruido lo haya hecho un ciervo o un oso —sugirió Cindy.

Estremecida, Gina murmuró:

—O el hombre malo que nos persiguió el otro día.

Los chicos fueron a ver las mulas, que estaban atadas cerca de allí. Nada les había sucedido a los animales.

Al ver a Holly y Ricky frotarse los ojitos cargados de sueño, Viejo Papá ordenó:

—Cada uno a su saco, niños. Todo está tranquilo.

Volvieron a acostarse, y el resto de la noche pasó sin más sustos. Por la mañana, después de un abundante desayuno, el grupo continuó su avance por los espesos bosques. Al cabo de un rato Viejo Papá conducía el grupo por una hendidura con altos paredones rocosos que reverberaban al sol matutino. En el cielo azul, sin una sola nube, planeaban majestuosas las águilas. El vaquero se volvió a Holly que cabalgaba tras él, para informar:

—Éste es el Cañón de los Cuatreros.

La niña hizo pasar la noticia a los demás. El repiqueteo de los cascos de caballo se hizo más sonoro al ir ascendiendo por el sendero pedregoso junto al Río Helado. De vez en cuando, las herraduras de los caballos producían chispazos en las rocas. Durante el camino, los niños fueron mirando atentamente a todas partes, pero no descubrieron el menor indicio de la presencia de otras personas.

Cuando el sol estaba directamente sobre sus cabezas, los jinetes llegaron a una loma carente de vegetación y miraron a la orilla opuesta del lago azulado que había abajo.

—¡Qué bonito! —exclamó Pam.

—Parece una piedra preciosa —declaró Cindy, mientras los más pequeños se limitaban a dar gritos de admiración.

—Yo apuesto algo a que es un cráter —calculó Pete.

Y Viejo Papá repuso:

—Tienes razón. Eso fue, en otro tiempo, un volcán.

—¡Caracoles! ¡Pues hemos llegado demasiado tarde para verlo funcionar! —bromeó el travieso Ricky.

El anciano vaquero rió entre dientes y repuso:

—Pero no es demasiado tarde para conseguir un buen montón de peces para la comida, Ricky.

Con mucho cuidado, los excursionistas descendieron a la orilla del lago, que estaba bordeado por álamos y pinos. A Pete le asombró saber que ni Bunky ni Gina habían estado nunca en aquel paraje, por lo que se sentían tan entusiasmados como los Hollister. Todos buscaron las cañas que llevaban a lomos de las mulas y corrieron a las orillas del lago.

—¿Qué usáis para cebo? —preguntó a Bunky.

—Moscas artificiales.

No bien hubo entrado el anzuelo en el agua cuando se produjo un chapoteo.

—¡Canastos! ¡Ya tienes uno! —gritó Ricky.

Bunky sacó una espléndida trucha. Un instante después era la caña de Pete la que sufría una sacudida.

—¡Zambomba! ¡Este lago debe de estar atiborrado de peces! —declaró Pete, con entusiasmo.

Viejo Papá les dijo que les había llevado allí con un propósito especial.

—Terry Bridger y sus amigos pueden haber venido aquí para conseguir una buena pesca —explicó el viejecito—. Y no me sorprendería que esos chicos siguieran encontrándose por estos alrededores.

Diez minutos más tarde los niños habían conseguido pesca para una abundante comida. Los chicos se encargaron de limpiar los peces que las niñas frieron en la cocina de campaña ya encendida por Viejo Papá.

—¿Adónde iremos ahora, abuelito? —preguntó Cindy, cuando volvieron a ensillar los caballos.

El vaquero señaló al otro lado del lago, hacia una aguda cima que se elevaba desde la misma orilla del viejo cráter.

—Yo creo que de allí proceden esas luces misteriosas. Iremos allí, bordeando el lago, y acamparemos para pasar la noche.

Cabalgando al lado de Viejo Papá, Pete y Bunky ayudaron al anciano a elegir un camino poco abrupto de los que bordeaban el antiguo volcán. Todos los senderos estaban cubiertos de pedruscos que según explicó el abuelo de Cindy se habían desprendido de la ladera siglos atrás.

—¡Carambolas! ¿Verdad que sería un buen sitio para escondite de forajidos? —dijo Bunky.

—Es justamente donde se escondían en los viejos tiempos —asintió el anciano, que señalando arriba, a la izquierda, añadió—: El Valle Secreto se encuentra en aquel lado. Algunos creen que aquel lugar es todavía más abrupto que este volcán.

Estas explicaciones indujeron a Pete a mirar atentamente los salientes y entrantes de la ladera.

—Sería un sitio estupendo para una emboscada —declaró, reflexivo. Cuando por segunda vez levantó la vista hacia la cima, creyó ver movimiento—: ¡Viejo Papá!

Pete dio aquel grito en el mismo instante en que tres pedruscos, tan grandes como canastas de baloncesto, se desprendían de un saliente rocoso y descendían veloces por la ladera. Los excursionistas miraron inmóviles y fascinados lo que estaba sucediendo.

—¡La roca se está desmoronando! ¡Atrás! ¡Atrás! —gritó Viejo Papá, haciendo volver grupas a su caballo.

Cindy espoleó su caballo y obligó a las mulas a alejarse del peligro. El grupo de excursionistas retrocedía en fila de uno. ¿Tendrían tiempo de huir de aquella avalancha de rocas?, se preguntó Pete. Era tal el estruendo que se oía que daba la impresión de que la montaña entera se estuviese desmigando y fuese a desplomarse sobre el grupo.

—¡De prisa! ¡De prisa! —gritó Gina.

Viejo Papá, que ahora estaba al final de la hilera, apremió con gritos vaqueros a los caballos de Pete y Bunky para que acelerasen la marcha. Hubo un momento en que la cabalgadura de Holly dio un traspiés y estuvo a punto de caer, pero por suerte, recobró en seguida el equilibrio y la niña se agarró con fuerza a las riendas.

Pete echó una última ojeada hacia atrás. Posiblemente podrían escapar de los peñascos rodantes, pero por muy pocos palmos de separación. El muchachito miró a la parte más alta y lo que allí vio le hizo ponerse rojo de rabia. Por un momento, se recortaron contra el cielo la silueta de un caballo y su jinete, y un instante después desaparecían por la otra parte de la ladera.

Muy pronto, al ensordecedor estruendo se unió una lluvia de partículas de arena y polvillo de roca. La avalancha rodó tan cerca del grupo que huía que una piedra de poco tamaño golpeó el flanco del caballo de Viejo Papá. El animal dio un relincho de terror e hizo una cabriola, hasta quedar en posición casi vertical. Pero Viejo Papá se mantuvo firme en la montura y muy pronto tuvo dominado al caballo.

—¡Ya ha pasado! ¡Nos hemos salvado! —murmuró Pam, con tanto fervor como si estuviera orando.

Los excursionistas se detuvieron y miraron hacia abajo. Los pedruscos seguían descendiendo a gran velocidad, describiendo grandes curvas y al fin desaparecieron en el agua con sonoros chapoteos.

Mientras la polvareda iba amainando, Pete dijo:

—Viejo Papá, yo creo que este desprendimiento de rocas lo han hecho a propósito.

El muchachito contó a sus compañeros que había visto a alguien en lo alto de la elevación rocosa.

—Pero ¿quién podía saber que nosotros estábamos aquí? —objetó sensatamente Gina.

—A lo mejor nos han seguido —opinó Pam—. ¿No os acordáis de que anoche alguien anduvo rondando cerca de nosotros?

Estremecida, Cindy murmuró:

—¡Es terrible que exista una persona capaz de empujar unos peñascos con tan mala intención!…

Su abuelo le dio la razón y declaró:

—La situación está clara. Hay que volver en seguida. Esta excursión es demasiado peligrosa para unos niños.

Los Hollister se miraron, muy tristones, y al cabo de unos momentos Pete se atrevió a hablar, diciendo:

—Eso es, seguramente, lo que el hombre quería que hiciésemos. Si volvemos, le dejamos que gane. ¿No podemos quedarnos hasta la noche, Viejo Papá? Si a usted le sigue pareciendo la situación peligrosa, podemos marcharnos entonces.

Las sensatas explicaciones del muchachito impresionaron al anciano vaquero.

—Te admiro por tu valor, hijo —declaró—. Lo echaremos a votos.

—Muy bien —aceptó Pete—. Que todos los que quieran que sigamos la excursión digan «sí».

—¡Sííí! —gritaron todos a un tiempo.

Viejo Papá estuvo riendo hasta que sus ojos desaparecieron entre miles de arruguillas. Luego, sin decir una palabra, dio media vuelta y reanudó la marcha. Los demás avanzaron tras él con precaución por la pendiente pedregosa. Al atardecer, el grupo estaba muy cerca de su destino.

Adelantándose, Pete y Pam llegaron al borde de la cima para seleccionar un sitio donde acampar. Localizaron una planicie cubierta de césped, circundado por un grupo de pinos y juníperos.

—Esta noche dormiremos bajo las estrellas —anunció Viejo Papá—. Cindy, tú ocúpate de las niñas.

—Yo seré su ayudante —se ofreció, sonriente, Pam.

Pam ayudó al vaquero a preparar la cocina, mientras Gina y Bunky, ayudados por Ricky y Holly, llevaban los caballos hasta un arroyuelo cercano.

Las niñas prepararon judías con tocino, mientras Viejo Papá batía una masa para hacer lo que él llamaba «bizcochos vaqueros». A la hora de la cena todos afirmaron que los bizcochos eran deliciosos, especialmente después de una larga cabalgada como la de aquel día. Al concluir la cena, Viejo Papá señaló la cima de aquel picacho, diciendo:

—Ése es el punto más alto de la loma. He visto luces parpadeando allí. Esta noche vigilaremos, por si se ven.

El viento helado que empezó a soplar después de la puesta de sol hizo que todos tomaran el rollo de sus mantas para abrigarse. Un poco después, como por arte de magia, empezaron a brillar las estrellas, como piedras preciosas sobre el terciopelo de la bóveda celeste.

Medio tumbados en tierra, los excursionistas mantenían la vista fija en la cima de la montaña. Pero Ricky y Holly no podían dominar su sueño y sus cabecitas acabaron desplomándose sobre las mantas.

Los otros siguieron observando. Su paciencia se vio recompensaba y una hora más tarde, Gina exclamó:

—¡Allí! ¡Allí! He visto brillar algo.

—¿Dónde? —preguntó Pete.

La niña señaló, diciendo:

—No me parece que sea una estrella. ¿Tú no lo ves, Pam?

—Es una luz —declaró Pam.

Un momento después todos habían comprobado que brillaba una luz.

—¡Por mil lagartijas resbaladizas! —exclamó Viejo Papá—. ¡Hay alguien allí! ¡No cabe duda!

—¡Hay que detenerle! —declaró Pete, resueltamente, saliendo de su saco de dormir.

El vaquero les dijo que debían mostrarse muy cautos.

—Pete, Bunky y yo iremos a capturar a ese hombre. Las chicas os quedáis aquí para cuidar de todo. —Viejo Papá se volvió a Pete, diciendo—: ¿Quieres traer el lazo de mi silla, hijo?

Pete obedeció y un momento después los tres empezaban a trepar por la montaña. A medida que ascendían podían ver que las luces parpadeantes eran cada vez más intensas.

Por fin, Viejo Papá y los dos chicos llegaron a la cima. Al pie de un peñasco se veía una hoguera. Tres siluetas estaban acurrucadas alrededor de las llamas. Desde aquella distancia, los recién llegados no podían distinguir quiénes eran las tres personas de la hoguera.

—Debemos intentar capturarles —cuchicheó Bunky—. ¿No serán demasiado fuertes para nosotros?

—De todos modos, hay que intentarlo —dijo Pete, con determinación.

—Podemos intentar engañarles —sugirió Viejo Papá—. Ellos no saben que estamos aquí. Si aparecemos gritando como los indios, seguramente se dispersarán. Entonces podremos capturarles de uno en uno.

En seguida se echaron al suelo los tres y, apoyándose en manos y rodillas, se arrastraron hacia la hoguera. En un cuchicheo, Viejo Papá dijo a los niños:

—Cuando yo haya contado hasta tres, os ponéis de pie y hacéis todos los ruidos raros que se os ocurran.

Con los músculos tensos, los tres avanzaron unos cuantos palmos más.

—Uno, dos… —murmuró Viejo Papá—. ¡Tres!

El vaquero y los dos chicos se pusieron en pie de un salto y, gritando como indios en son de guerra, corrieron hacia las tres personas acurrucadas junto al fuego.

Como Viejo Papá había supuesto, los tres individuos acampados corrieron despavoridos, buscando refugio. Uno de ellos trepó a un peñasco. Inmediatamente Pete y Bunky corrieron a él y le apresaron.

—¡Buen trabajo! —alabó el anciano vaquero, enfocando su linterna sobre su prisionero.

—¡Zambomba! —exclamó Pete, mirando el aterrado rostro del prisionero—. ¡Si es un chico!

—¿Cómo te llamas, muchacho? —preguntó Viejo Papá.

—Terry Bridger.