—¿De verdad es oro? —preguntó Gina, cogiendo un puñado de pepitas que dejó resbalar entre sus dedos para que volvieran a caer en la bolsa.
—¿Qué puede ser, más que oro? —repuso Pam. Y poniéndose en pie, llamó—: ¡Pete! ¡Bunky! ¡Venid en seguida!
Los dos chicos espolearon a sus caballos en dirección al árbol y desmontaron a toda prisa. Cuando Pam les enseñó el saco, los dos quedaron con la boca abierta de oreja a oreja y mudos de asombro. Y antes de que hubieran podido comprender por completo lo que aquello significaba, se oyeron retumbar cascos de caballos por la otra orilla del Río Helado.
Los cuatro niños se volvieron y pudieron ver a un jinete que llevaba su caballo hasta las burbujeantes aguas del arroyo. El hombre vestía pantalones de montar, camisa oscura y un gorro puntiagudo. Alrededor del cuello llevaba un pañuelo a cuadros blancos y rojos y su cara parecía vieja y arrugada.
—¡Soltad la saca! ¡Me pertenece! —gritó el hombre, mientras su caballo «appaloosa» avanzaba cautamente sobre el fondo rocoso y resbaladizo del riachuelo.
Los cuatro niños se dieron en seguida cuenta de que se acercaba un nuevo peligro. Durante varios segundos quedaron inmóviles, mirando al hombre. Luego a la mente de Pete acudió una idea. El oro lo había encontrado Pam en las propiedades del señor Blair. ¡Para quedarse con él, el hombre tendría que probar que era suyo!
—¡Montad! —ordenó Pete.
Al momento todos corrieron hacia los caballos, Pam sin soltar el saquito de oro. Los cuatro niños cabalgaban ya sobre sus monturas cuando el hermoso caballo del hombre llegó a la orilla.
—¡Seguidme! —gritó Bunky—. ¡De prisa! ¡Vamos!
Cada uno de los cuatro niños dio unas palmaditas en las ancas de sus caballos que avanzaron al galope. El desconocido, con el rostro deformado por la rabia, salió en su persecución. El caballo de Bunky iba delante y detrás marchaban Pam, Gina y por último Pete.
El hijo del ranchero condujo su caballo a través de la artemisa que crecía en el valle. Al principio el caballo del hombre siguió muy de cerca a los animales de K Inclinada. Pero al cabo de diez minutos de carrera veloz, los caballos de los Blair demostraron tener más resistencia que el caballo «appaloosa» del perseguidor.
Estaban a medio camino de K Inclinada cuando el hombre levantó un puño amenazador y haciendo dar media vuelta a su caballo galopó en dirección opuesta a la de los niños. Bunky redujo la marcha de su montura y los cuatro siguieron su camino a paso más tranquilo.
—¡Zambomba! ¡Este hombre ha estado a punto de asustarme de verdad! —confesó Pete.
—Y a mí —dijo Bunky—. ¿Todavía tienes el oro, Pam?
—Sí —contestó la niña, poniéndose muy colorada al hacer el esfuerzo de levantar el saquito en alto para que los otros lo vieran—. Pero por poco se me cae. ¡Estaba tan asustada!
—¿De dónde creéis que era ese hombre? —preguntó Pete a los hermanos Blair cuando se acercaban a la verja del K Inclinada.
—No lo sé —repuso Bunky sacudiendo la cabeza—. Pero vosotros ¿habíais visto alguna vez una cara igual?
—Asustaría hasta a la bruja Pirulí —declaró Pam, rotunda.
Y Gina opinó:
—Con esas ropas tan raras parecía un turista. ¿Creéis que el oro es de verdad suyo?
—Ya veremos —contestó Bunky con desconfianza—. A lo mejor ni siquiera es oro.
Cuando llegaron a la casa, los demás ya habían cenado y todos se sentían inquietos. Pero al ver a sus hijos ilesos, las dos madres se apresuraron a servir la cena que habían conservado caliente para los cuatro niños. Mientras Pam, Gina, Pete y Bunky comían y contaban lo que les había sucedido, los demás escuchaban, mudos de asombro.
—¡Parece un cuento de hadas! —declaró, al fin, la señora Hollister—. ¡Qué alegría me da ver que no os ha ocurrido nada!
Bunky se sirvió una gran patata asada antes de decir:
—Me parece que entre Pete y yo habríamos podido vencer a ese hombre, pero era mejor no arriesgarse.
—¡Demonio! ¡Demonio! ¡Si parece oro de verdad! —exclamó el señor Blair—. Pero ¿de dónde procederá?
Mientras hablaba, el señor Blair se volvió a mirar a Viejo Papá y encontró al anciano sonriendo admirativo, a los cuatro niños.
—Nunca había oído que hubiera oro en estas montañas. ¿Y tú? —preguntó el señor Blair al viejecito.
Viejo Papá quedó pensativo un momento y luego dirigió una pregunta a su hijo Bronco.
—Cuando eras un rapazuelo y saliste aquella vez de camping encontraste una pepita de oro en el arroyo, ¿verdad?
—Sí —asintió el capataz del rancho—. Pero nunca he oído que por aquí hubiera ninguna mina.
Cuando los cuatro niños mayores acabaron la cena, todos siguieron a los hombres al pórtico. Bronco Callahan tomó la saqueta de las pepitas y marchó velozmente a Elkton, donde conocía a un hombre que podía aquilatar el metal. Mientras el capataz estaba ausente los demás hablaron de aquel inesperado misterio. De repente el mayor de los Hollister puso cara de extrañeza y preguntó:
—¿Dónde está Dakota?
—No ha regresado aún. Vi que llevaba un rollo de mantas detrás de la silla, cuando salió ayer. Puede que pase fuera una o dos noches.
—Sí —añadió Viejo Papá—. A los vaqueros les gusta dormir bajo las estrellas.
Luego el anciano se puso serio y añadió:
—Si lo que contiene ese saquito es verdaderamente oro, debemos salir de excursión pasado mañana.
—¿No sería mejor mañana? —aventuró Pete.
—Nos harán falta provisiones y otras cosas, como una buena guisandera —repuso Viejo Papá.
—¿Una guisandera? —repitió Holly con los ojos redondos.
El señor Blair se echó a reír y dijo que Viejo Papá llamaba «guisandera» a unas cocinas portátiles que podían llevarse a lomos de una pareja de mulas.
—Eso es —asintió Viejo Papá—. Necesitaremos dos mulas. Y Vamos a ver, ¿quién será rey de la cocina?
—¡Ja, ja, ja! —rió alegremente Ricky.
Al momento, Holly hizo corro de las carcajadas de su hermano y los dos siguieron riendo hasta que les dolieron los costados.
—¿Qué quiere decir eso tan gracioso del «rey de la cocina»? —preguntó Holly.
—Niños, niños, no hay que reírse de las cosas de la cocina —protestó Viejo Papá—. Y menos del cocinero, que es la persona más importante en un grupo que sale de camping.
El señor Blair, riendo de buena gana, explicó a los niños que Viejo Papá llamaba al cocinero rey de la cocina y también «llena andorgas».
—¡Canastos! Eso me gustaría ser a mí —declaró el pecoso—. «Ricky Llena Andorgas».
Una hora más tarde, Bronco regresaba de Elkton. Con una alegre sonrisa, el capataz entró en la salita donde los demás hablaban del misterio.
—Niños, habéis «dado en el clavo» —anunció Bronco—. No cabe duda de que es oro.
—¡Yuupii! —gritó Bunky.
—¿Ha averiguado usted algo de ese viejo tan raro que nos persiguió?
El capataz repuso que había ido a hablar con la policía, pero que Larney no conocía en Elkton a nadie con aquella descripción.
—Tendremos que seguir haciendo de detectives mañana —decidió Pam.
Cansados y felices después de aquel día de aventuras, los niños fueron a acostarse más tarde de lo habitual, pero se levantaron cuando el sol aparecía por el este, llenando el horizonte de tonos rosados.
Viejo Papá asomó la cabeza por la puerta, mucho antes de que los niños hubieran acabado el desayuno.
—Vamos, vaqueros. Tenemos que ir de compras.
—Y es necesario alquilar un par de mulas —le recordó el señor Blair.
—¿Dónde podremos alquilarlas? —preguntó Pete, que estaba saboreando unos riquísimos buñuelos.
Bunky le dijo que había unas caballerizas en Elkton. Tut Primrose, el propietario, solía tener algunas mulas para alquilar.
La señora Hollister dio a Cindy permiso para que condujese hasta Elkton la furgoneta.
—Yo cuidaré de Sue —se ofreció la joven, mientras Viejo Papá y los demás se instalaban en el vehículo.
—Voy a deciros lo que haremos —anunció el ancianito, bajando ágilmente de la furgoneta, para dirigirse al almacén—. Pete, Ricky, Bunky y yo nos encargaremos de la guisandera y las provisiones. Cindy, tú y las niñas id a alquilar las mulas.
—Muy bien, abuelito —repuso Cindy. alejándose con Gina y las niñas Hollister.
Juntas descendieron por la calle principal, volvieron en una esquina y después de pasar ante dos manzanas de casas, llegaron a un gran establo. Sobre las puertas, abiertas de par en par, se leía:
CABALLERIZAS
DE
PRIMROSE
Del interior salió un hombre. Era alto y delgado y llevaba un sombrero flexible de fieltro. Cada vez que hablaba, su nuez subía y bajaba a lo largo de su cuello. Al momento, Sue quedó fascinada por aquella extraña característica del hombre.
—¿Qué hay, Cindy? —saludó él, levantando un momento su sombrero—. ¿Te llevas de excursión a los niños de tu clase dominical?
—No. Vamos a salir de camping a las montañas Ruby y necesitamos un par de mulas —repuso Cindy, que luego presentó a las niñas Hollister.
—Son detectives de Shoreham —añadió Gina, muy orgullosa.
Tut Primrose sonrió, comentando:
—Conque jovencitas detectives, ¿eh? Pues a mí me haría falta un buen detective.
—¿Es que ha perdido usted algo? —preguntó Pam.
—Ya lo creo —repuso el dueño de las caballerizas—. Y ni la policía de la localidad ha podido encontrarlo.
—¿Y no puede usted decirnos qué es? —preguntó Holly.
—¡Mi caballo «appaloosa»! —respondió el hombre, arrugando el ceño.
—¡Un «appaloosa»! —repitió Pam, con asombro—. ¿No ha visto usted a un hombre viejo y bajito, con un pañuelo a cuadros blancos y rojos en el cuello, y pantalones de montar?
—Claro —repuso Tut—. Ése es el hombre que lo alquiló.
—Pues nosotros vimos al hombre y al caballo —dijo Gina.
Pam no quería revelar todo lo que sabían, pero dijo lo suficiente para que Primrose quedase convencido de que el hombre estaba en aquellos alrededores.
—Si le volvéis a ver, decidle que me quedo con su maleta hasta que me devuelva el caballo —pidió Tut.
Todas las niñas se miraron, llenas de asombro. Mejor dicho, todas menos Sue, que seguía sin enterarse de otra cosa que de la saliente nuez que continuaba sus idas y venidas a lo largo del cuello del señor Primrose.
—¿Es que ese hombre dejó aquí su maleta? —preguntó Cindy, llena de nerviosismo.
Tut señaló uno de los pesebres, en el interior de las caballerizas. Junto a ello había una maleta de color marrón. Pam se acercó a mirarla, murmurando:
—Si la abriésemos, podríamos encontrar una pista para saber dónde puede estar ese hombre.
Tut disimuló una risilla y se acarició la áspera barba.
—Después de todo, veo que eres una dama detective —declaró, acercándose a recoger la maleta.
Ninguno de los cierres de la tapa estaba cerrado con llave y Tut pudo abrir la maleta en un momento. Cuando la tapa se levantó, todas las niñas dieron un grito de sorpresa.