UN MAPA DELATOR

Al oír aquello Pete se puso encarnado como un pimiento morrón y las palabras se le agolparon en la garganta, sin que pudiera articularlas.

—¿Dawson? —preguntó al fin, débilmente.

—Sí. Es un nuevo vaquero. Trabaja para el señor Blair. Supongo que le conoces.

Pete dijo que sí y preguntó quién era Terry Bridger.

La bibliotecaria contestó que Terry era un chico forastero a quien le gustaba recorrer las montañas, cabalgando.

—No vive muy lejos de aquí. Si quieres, te daré su dirección.

Pete cogió el trocito de papel que la señorita Fell le entregó. Se sentía muy desanimado. ¿Sería que aquellos otros habían descubierto la pista antes que él? ¿Qué intereses tenía Dawson en el Valle Secreto? Y aquel Terry Bridger, ¿estaría ayudando al vaquero en lo que este último hacía o planeaba?

Después de dar las gracias a la bibliotecaria, Pete le preguntó a dónde había ido Pam. Cuando lo supo, bajó las escaleras, entró en la silenciosa biblioteca infantil y fue a sentarse al fondo.

En el extremo opuesto, la Señorita Rondo estaba diciendo:

—Veamos la conversación de la página doce: Laurie está sola en su casa. Oye una llamada a la puerta y corre a abrir, creyendo que es su padre. Pero el que está en la puerta resulta ser Gerald Dos Pistolas, el maligno buscador de minas. Laurie retrocede, asustada y dice: «¿Qué quiere usted? Aquí no tenemos oro. ¡Váyase, se lo suplico! ¡Váyase!».

—Lo importante no es lo que dice, sino la entonación.

Mientras las niñas recitaban una a una su papel, Pete tenía la vista fija en el techo, como si estuviera hechizado. ¿Sería aquél el primer misterio que los Hollister dejarían sin resolver? La idea de que en aquellos mismos momentos Dawson y Terry Bridger estarían recorriendo las montañas, atormentaba al muchachito, que también pensaba con insistencia en la extraña desaparición del jeep. Pete salió de su ensimismamiento al oír la voz de Pam.

—¡Aquí no tenemos oro! ¡Váyase, se lo ruego! ¡Váyase!

Holly contuvo una risilla y dijo a Ricky, que estaba sentado junto a ella:

—¡La mejor de todas es Pam!

La señorita Rondo opinó del mismo modo. Levantándose del mostrador declaró:

—Pam, tú representarás el papel de Dulce Laurie.

Las demás niñas, menos Millie, aplaudieron alegremente.

—¡Felicidades, Pam!

Pam sonrió, muy contenta, y después miró a Millie que estaba tristona y con la vista fija en el suelo.

—¿Qué otra ha sido la mejor, señorita Rondo? —preguntó Pam.

—Después de ti, Millie.

—No haré yo el papel, señorita Rondo —resolvió Pam—. Millie lo hará muy bien.

—¿Por qué? —preguntó extrañada, la bibliotecaria.

—Mis hermanos y yo tenemos que resolver un misterio y no me quedaría tiempo para ensayar.

—En ese caso, Millie será la protagonista.

Con la carita resplandeciente, Millie se acercó a Pam y le dijo al oído:

—Muchas gracias. Nunca he conocido a nadie tan buena como tú.

En aquel momento Pete dio una palmada a Pam en el hombro diciendo:

—Tengo malas noticias.

Se llevó aparte a su hermana y le habló del viejo libro que ya habían leído Dawson y Terry Bridger.

—Iré a visitar a Terry ahora mismo. Dile a mamá que volveré al rancho un poco más tarde.

Después de decirle a Cindy a dónde iba, Pete se despidió.

—Yo llevaré los niños al rancho, para que coman, y luego volveré a la biblioteca. Esta tarde nos podemos encontrar aquí y volverás conmigo a casa —propuso Cindy.

Pete salió de la biblioteca, leyendo el papel que le había entregado la señorita Fell. La dirección era calle Custer, 17. Pete encontró pronto la calle. El número 17 resultó ser una casita campestre, bastante retirada de la acera, a la que daba sombra el alto álamo.

Pete subió los escalones del porche y llamó a la puerta de cristales. En el oscuro umbral apareció una señora que al ver la silueta de Pete, exclamó:

—Terry, ¿dónde has estado?

Al acercarse más, la mujer se dio cuenta de su equivocación.

—Perdona —se disculpó—. Creí que eras mi hijo. Debéis de ser de la misma estatura. A veces llama al timbre para gastarme bromas.

Pete dijo a la señora su nombre y luego le explicó:

—Estoy buscando a Terry. ¿Dónde está?

—¡Ay, hijito, eso quisiera saber yo! —contestó la señora Bridger—. Pero entra, entra. Te hablaré de Terry.

Pete pasó a la salita y se sentó.

—Le parecerá a usted raro —explicó el chico—, pero busco a Terry a causa de un libro de la biblioteca. ¿Conoce usted a un hombre llamado Dakota Dawson?

La señora Bridger quedó un momento pensativa y luego negó con la cabeza.

—No. Nunca he oído mencionar a nadie por ese nombre.

—Me alegro —dijo Pete.

—¿Por qué? —preguntó la madre de Terry.

—Es una cosa larga de explicar —sonrió Pete—. Es un misterio.

La señora Bridger extendió dramáticamente las manos y puso una cara muy agria.

—¡Misterios y tesoros! —dijo con desprecio—. Terry tiene la cabeza llena de esas ideas. Actualmente dice que busca el oro escondido en el Valle Secreto.

La información hizo latir con fuerza el corazón de Pete.

«Si Terry ha estado acampando en las montañas Ruby, a lo mejor era él quien hacía brillar las luces que asustaban a Millie», pensó Pete, que luego preguntó, en voz alta:

—¿Cuándo se marchó Terry?

—Hace una semana. Dijo que volvería por estas fechas.

—¿Se fue solo?

—¡No, por Dios! —repuso la señora Bridger—. Se marchó con otros dos amigos de su misma edad.

De repente a Pete se le ocurrió una idea.

—A lo mejor yo puedo ayudar a encontrar a su hijo.

—¡Ojalá puedas! —repuso la mujer—. Terry tiene muchas cosas que hacer aquí. Pero ¿cómo puedes encontrarle?

Pete habló de la posibilidad de salir en grupo a inspeccionar las montañas. Al oír esto, la señora Bridger suspiró:

—Eso sería como buscar una aguja en un pajar.

—¿Sabe usted qué camino siguió su hijo? —preguntó Pete.

—Estuvo muy entretenido con un mapa, pero no llegó a enseñármelo.

—A lo mejor tiene una copia de ese mapa en su habitación —sugirió Pete.

—Puedes pasar y buscar —ofreció la señora, levantándose—. Anda. Ven conmigo.

La señora Bridger condujo a Pete a un pulcro dormitorio de la parte posterior de la casa. Las paredes estaban decoradas con banderines y aviones en miniatura. En un rincón de la estancia había un escritorio y sobre él, libros, revistas y un cúmulo de papeles. La señora Bridger estuvo mirándolos y al fin dijo:

—Aquí no encuentro ningún mapa.

—¿Y si miro en la papelera? —preguntó el muchachito, agachándose ya.

Al fondo de la papelera había varios papeles arrugados, que Pete desdobló con precaución. Los dos primeros contenían una lista de utensilios para salir de campamento. El tercer papel era un tosco mapa.

—¡Mire! —exclamó Pete—. Puede que sea esto.

Inmediatamente extendió el papel sobre la mesa, alisando las arrugas. En el extremo de la izquierda se leía: «K Inclinada». Los ojos de Pete siguieron la línea marcada como «Río Helado». Este río conducía al «Cañón de los Cuatreros».

«Seguro que ésta es la ruta que siguió el jeep», pensó Pete.

Una línea punteada señalaba el camino que pensaba seguir Terry. En un extremo del cañón, la línea punteada giraba a la izquierda.

—¿Puedo quedarme con este mapa? —preguntó Pete.

—Claro que sí —dijo la señora Bridger—. Y si encuentras a mi hijo, dile que vuelva en seguida a casa. Llevaron alimentos para una semana y ya se les debe estar agotando todo.

Antes de que el chico se marchara la señora Bridger le ofreció un bocadillo y un vaso de leche. Pete lo aceptó. En cuanto terminó dio las gracias a la señora y volvió a la biblioteca. Allí volvía a estar Cindy. Pete le contó todo lo que había averiguado sobre Terry Bridger y añadió:

—Me gustaría volver en seguida al rancho, para contárselo todo a tu abuelo.

—Yo no puedo volver a casa hasta las cinco, Pete —contestó Cindy—. Pero creo que alguien te podrá llevar. Aquél del mostrador es el señor McCord. Es amigo de mi padre.

La joven se acercó al señor, que estaba a punto de marcharse y que, después de hablar con Cindy, llamó a Pete.

—Vamos. Paso por delante de K Inclinada. Te dejaré en la puerta.

Media hora más tarde Pete entraba en el corral del rancho, donde Viejo Papá estaba herrando a uno de los caballos. Cuando el anciano concluyó su trabajo, Pete le mostró el mapa.

—Hummm. Este mozo conoce bien las montañas —comentó el anciano vaquero.

Luego frunció el ceño y su grueso dedo siguió la ruta que Terry había marcado. Al cabo de un rato comentó:

—Aquí hay un precipicio peligroso. El camino es escalonado y rocoso, pero hay un atajo que va al Valle Secreto.

Luego, Pete contó al anciano todo lo que había averiguado.

—Parece que convendría iniciar la redada lo antes posible —comentó Viejo Papá—, pero tendremos que pedir permiso al señor Blair.

Aquella noche, a la hora de la cena, Pete sacó a relucir la conversación sobre el misterio.

—Ahora tenemos una verdadera pista que seguir —aseguró—. En los libros dice que el oro está en el Valle Secreto. Eso significa que los ladrones pudieren esconder allí lo que robaron. Si pudiéramos encontrar eso, también encontraríamos a los ladrones de antílopes.

—Pues tenemos que ir —dijo Ricky—. A mí no me dan miedo esos pumas pequeñajos.

También Pam, Gina y Bunky se mostraron entusiasmados con la idea. Bunky suplicó a su padre que les dejase hacer la excursión.

—Dentro de unos días, tal vez —repuso el padre.

—¿Por qué no ahora, papá? —preguntó Gina.

—Porque tengo una gran sorpresa para todos —repuso el señor Blair, con una sonrisa.

Pete, Pam, Gina y Bunky quedaron un rato sentados a la mesa, después de concluida la cena, para hablar con el señor Blair de las pistas que tenían.

—¿Por qué habrá estado leyendo Dakota un libro sobre el Valle Secreto? —preguntó Gina a su padre.

—Muchos vaqueros se interesan por aprender y leen mucho —le contestó su padre, sin dar importancia al asunto.

—Pues a mí me parece raro que escogiese un libro así —insistió Bunky.

Entretanto, Ricky y Holly salieron hacia el corral para contemplar los caballos. Por casualidad, Holly miró en dirección a la carretera que llegaba hasta el rancho. En la distancia se distinguía una gran polvareda levantada por una enorme hilera de caballos, tirando de galeras, que avanzaban directamente al K Inclinada.

—¡Mira, Ricky! —exclamó Holly, muy asustada—. ¡Vienen a atacarnos!