Las manos, fuertes y nervudas, aferraron a Pete con la fuerza de una llave inglesa. Mientras el chico forcejeaba, deseoso de quedar libre, el hombre le obligó a retroceder varios pasos.
—¡Suélteme! —gritó Pete.
Retorciéndose como una anguila, Pete intentó mirar a la cara a su aprehensor. Pero la ancha ala del sombrero dejaba las facciones del hombre ocultas en la oscuridad. Sin embargo, en un momento en que la luz de la luna les iluminó, Pete creyó reconocer el perfil de Dakota Dawson.
—¡Ya sé que es usted, Dakota! —gritó Pete.
En el mismo instante, el hombre dejó libre al muchacho.
—Tranquilízate —contestó, echándose hacia atrás el amplio sombrero.
Y a la mortecina luz de la luna Pete pudo ver la fuerte mandíbula y la piel curtida del vaquero misterioso.
—¿Qué piensa usted hacerme? —preguntó el chico.
—Nada. —Señalando una sombra negra que se veía a pocos pasos, junto a un alto álamo, el vaquero explicó—: Es un hoyo para la barbacoa. Has estado a punto de caer en él.
—¡Me ha salvado usted de hacerme daño! —murmuró Pete, agradecido.
—Ya lo creo. No pasees nunca durante la noche, mirando al cielo.
—Es que estaba mirando la…
Pete se mordió los labios, antes de pronunciar la palabra «luz». Aquellos resplandores podían ser una señal para Dakota Dawson o para otras personas que actuasen ilegalmente en las tierras del rancho K Inclinada.
Pete miró nuevamente a la cima de la montaña. Los resplandores habían desaparecido. Entonces se volvió para hablar con Dakota, pero a su lado no encontró a nadie. El vaquero había desaparecido entre las sombras tan misteriosamente como llegara.
Mientras volvía a la casa, Pete iba pensando en el extraño comportamiento de Dakota. ¿Sería un espía pagado por los desconocidos que merodeaban en la montaña?… Aunque lo fuera, el vaquero debía tener algo de bondad, se dijo Pete, pues de lo contrario le habría dejado caer en el hoyo.
«Y seguramente me habría herido» —se dijo el chico.
Pete encontró a Pam, Bunky y Gina conversando cerca del porche. Cuando les explicó lo que le había sucedido, Bunky declaró:
—En cuanto venga el Viejo Papá de la caza del puma le hablaré de Dakota. Él sabe cómo conocer a las personas.
—Pero no supo conocer a Millie Simpson —recordó Gina a su hermano.
—Es verdad —admitió el niño—. Si Millie ha visto esas luces desde la ventana de su hotel, también le asustará venir a recibir lecciones mañana.
—¿Dónde monta a caballo? —preguntó Pete.
—Por las tierras del rancho —contestó Bunky—. La enseñan Cindy o Bronco, y algunas veces el Viejo Papá, pero Millie no hace caso de nadie.
—De todos modos, me gustaría conocerla —dijo Pam.
—¿Por qué? —preguntó Bunky.
Con una de sus afables sonrisas, Pam repuso:
—Sólo por curiosidad.
Como había pasado bastante tiempo desde que cenaran, los cuatro niños tomaron un chocolate caliente con galletas, antes de acostarse.
La mañana siguiente amaneció despejada y resplandeciente, como eran la mayoría de los días en Nevada. Los niños se levantaron temprano y, después de tomar un abundante desayuno, salieron al corral para ver los caballos. Sue, lo mismo que los otros, trepó a lo alto de la cerca.
En el interior del corral había una docena de hermosos caballos. Bronco Callahan, que montaba un brioso caballo pinto, hizo ondear un lazo. Con él alcanzó a dos caballos que condujo con suavidad al lugar en que Pete y Pam estaban sentados.
—¿En cuál quieres dar un paseo, Pam? —preguntó.
—En el pinto pequeño.
—A ti, Pete, ¿te parece bien este bayo?
—¡Ya lo creo! —asintió el chico, muy contento.
—Bien. Pues bajad de ahí y sacad a los animales del corral —indicó Bronco—. Luego ensillaremos para que toméis la primera lección de cabalgar y echar el lazo.
—¡Zambomba! ¡Es estupendo! —declaró Pete.
Mientras bajaba de la cerca, para llevarse a su caballo cogido de las riendas, Pam dijo:
—Muchas gracias, señor Callahan.
—Llamadme Bronco, nada más —repuso el hombre, sonriente.
Aunque Pete y Pam sabían montar bastante bien a caballo, les emocionaba recibir una lección en el rancho. Bunky se apresuró a abrir la puerta del corral y cuando Pete y Pam hubieron llevado sus caballos hasta la entrada del dormitorio de los vaqueros, entre él y Gina sacaron mantas y monturas. Pete preguntó a Bronco:
—¿Querrá usted enseñarnos a hacer un lazo Madre Hubbard?
—Depende de lo de prisa que aprendáis a hacer el lazo pequeño —replicó el vaquero, mientras los tres se dirigían al prado verde.
En el centro del prado, un grupo de álamos crecía junto al arroyo. Uno de aquellos árboles había sido cortado y no quedaba de él más que un poco del tronco.
—Aquello nos servirá de blanco —dijo Bronco—. Coged la cuerda que tenéis a un lado de la montura y haced un lazo como éste.
Pete y Pam siguieron las orientaciones del hombre para hacer el lazo y luego cabalgaron hacia delante y hacia atrás, lanzando los lazos en dirección al tronco. Al principio fallaron los dos, pero al cabo de un rato el lazo de Pete rodeó el tronco.
—¡Yuuupiii! —gritó Pam—. Ahora sí eres un vaquero de verdad, Pete.
Después de probar unas cuantas veces más, también ella logró rodear el tronco con el lazo. Pero Pam sujetaba la cuerda con demasiada fuerza y estuvo a punto de caerse de la montura.
Al ladearse, para evitar caer, Pam vio otro jinete en el extremo más apartado de aquella zona de pastos. Estaba muy cerca de los bosquecillos que bordeaban el pie de la montaña.
—¡Mira, Pete! ¡Allí está Dakota Dawson!
—¿Adónde va? —preguntó Pete al capataz.
—A recomponer cercas.
—¿Sabe usted mucho sobre él?
—Que es un buen vaquero. Eso es todo. —Y Bronco siguió diciendo—: Ahora veréis cómo se hace un lazo Madre Hubbard. Soltad un poco más de cuerda y dejadla oscilar sobre vuestras cabezas.
Mientras Pete y Pam hacían prácticas de vaqueros, Ricky, Holly y Sue se encaminaron al estanque del rancho, acompañados de Bunky y Gina.
—¡Canastos! ¡Qué bonito! —comentó el pecoso a Bunky que caminaba junto a él—. ¿Nadáis alguna vez en el estanque?
—No, porque el agua está demasiado fría.
—Entonces podemos hacer una cosa. Si nos paseamos por el agua sobre unos tablones nos divertiremos mucho —opinó Holly.
—Pero yo «quero» pescar un pececín —anunció Sue.
—Está bien, guapa —repuso Gina—. Iré a buscar una caña y cebo.
Gina entró en la casa y a los pocos minutos volvía con una caña y un plato con un trozo de queso.
—¿El queso es para mí? —preguntó Sue, sorprendida.
—Es para los peces.
—¡Canastos! ¿Y se lo sirves en un plato? —se asombró el pecoso.
—No, bobo —contestó sonriendo, Bunky.
El chico partió un trocito del queso y lo ensartó en el anzuelo. Holly dijo:
—No sabía que a los peces les gustase el queso.
—Ya lo creo que les gusta, sobre todo aquí, en el Oeste —informó Gina.
Holly tomó la caña y echó el hilo al agua. Luego dejó la caña en manos de Sue y se volvió a hablar con Bunky y Gina.
—¿Tenéis madera para que hagamos una balsa?
—Claro. Allí hay —contestó Bunky, señalando un montón de troncos, perfectamente apilados a un lado de la casa—. Son los que quemamos en la chimenea, pero supongo que puedes usarlos para hacer la balsa.
Dejando a Sue ocupada en pescar, los otros se apresuraron a llevar media docena de troncos hasta el borde del estanque. Bunky sacó del granero una vieja cuerda de tender la ropa. Con ella ataron los troncos uno junto a otro y empujaron la balsa al agua.
—¡No chapoteéis más! —protestó Sue—. Se asustarán los pececines y no comerán el queso.
—Bueno. En seguida dejaremos de molestarte —repuso Holly.
Ricky fue el primero en probarla. Se puso de pie en los troncos, con mucha precaución y comprobó que soportaba bien su peso. Entonces el pelirrojo se puso de rodillas y empleando las manos como remos, avanzó hacia el centro del estanque. Entonces se le ocurrió aproximar la naricilla al agua, para mirar al fondo. La balsa se ladeó, pero el pecoso se apresuró a colocarse de nuevo en el centro y no ocurrió nada.
—¡Ahora quiero pasear yo! —solicitó Holly.
—Está bien. Ya vuelvo.
Ricky «remó» con las manos hasta el borde del estanque y Holly ocupó su puesto en la balsa. Cuando estaba llegando al centro del estanque oyó gritar a Sue:
—¡He pescado algo!
El hilo se había puesto tenso y la caña se curvaba cada vez más.
—¡Qué monstruo debe de ser! —exclamó Gina—. ¡Enrolla el hilo, Sue!
Pero la chiquitina estaba demasiado nerviosa para poder seguir las instrucciones de nadie. Por el contrario, fue soltando más y más hilo, mientras el pez escapaba al otro extremo del estanque.
—Yo te ayudaré, Sue —se ofreció Holly.
Y muy decidida, se inclinó a un lado, alargando la mano hacia el agua. Pero al hacerlo, la balsa se inclinó peligrosamente. Holly intentó recobrar el equilibrio. Se ladeó a un lado, luego al otro y al fin, con un grito estridente, se precipitó al agua. Fueron sus pies lo primero que tocó el agua, y antes de desaparecer en el fondo, la niña se golpeó la cabeza contra la balsa.
—¡Canastos! —exclamó Ricky, al tiempo que Gina y Bunky daban un grito al ver desaparecer a Holly bajo el agua fría.
Un momento después asomaba la cabeza y los hombros de Holly, pero todos se dieron cuenta de que no hacía ningún esfuerzo por nadar.
—¡Holly se ha «hacido» daño! —lloriqueó Sue, que seguía sosteniendo la caña.
En aquel momento se oyó correr a alguien y un gran lazo cayó al agua, precisamente alrededor de Holly. El lazo se cerró en torno a los hombros de la niña que fue arrastrada hacia la orilla.
Ricky quedó sorprendido al ver al hombre que tiraba de la cuerda. Era un anciano y por debajo de su sombrero de vaquero asomaba el cabello blanquísimo. Tenía la cara ancha y tostada por el sol y sus ojos azules eran muy brillantes. Mientras se arrodillaba para sacar a Holly del agua dijo, riendo:
—Ésta es la primera vez que pesco un pez con trenzas.
Tiritando de frío. Holly dijo:
—Muchas gracias por salvarme. He visto un montón de estrellas cuando me he dado el golpe en la cabeza.
Nadie había prestado atención a Sue que seguía luchando por capturar al pez. Fue también el vaquero quien se acercó a la pequeñita y, sin ningún esfuerzo, enrolló el hilo, al final del cual iba una espléndida trucha, que se retorcía furiosamente.
—¡Otra pieza! —exclamó el hombre—. Pero ésta no tiene trenzas.
Todos los niños rieron y Gina se acercó a abrazar al viejo, diciéndole:
—Siempre estás gastando bromas, Viejo Papá.
Luego presentó al vaquero a los Hollister.
—Nos han hablado mucho de usted —dijo Holly, con los dientes todavía castañeteando, a causa del frío que había pasado en el agua.
—Ve a ponerte ropas secas y luego os contaré a todos lo que ha sucedido —prometió el viejecito.
Holly fue a la casa, acompañada de Gina. Mientras tanto, Viejo Papá limpió la trucha y Sue, muy orgullosa, fue a llevarla a la cocina.
—¡Muy bien, Sue! —dijo la señora Blair—. La freiré especialmente para ti.
Cuando la pequeña volvía a reunirse con los otros, Gina y Holly aparecieron tras ella. Holly llevaba unos pantalones tejanos de Gina y una blusa de colorines. Aún tenía húmedas las trencitas, pero eso no la preocupaba. Detrás de ellas iba la señora Hollister, que pensaba tender al sol las ropas mojadas de su hija. Gina presentó a la señora al Viejo Papá.
—Espero que mis indios salvajes no le causen demasiada molestia —dijo amablemente la señora Hollister.
Viejo Papá se echó hacia atrás el sombrero y rascándose la cabeza, declaró:
—Señora, aquí, en el Oeste, solemos decir que «cuanto más salvaje es el bruto, mejor de adulto». Me parecen grandes chicos todos sus hijos. —Y pasando los brazos por los hombros de Holly y de Ricky, les dijo—: Hablando de mi aventura, venid conmigo que os lo contaré todo.
Viejo Papá y los niños se acercaron a una mesa situada cerca del hoyo para la barbacoa y se sentaron en un banco.
—Os aseguro que ese puma salvaje me ha hecho pasar muy malos ratos. El pillo se subió a un árbol de ramaje espeso y yo no sabía hacia dónde disparar.
—¡Vamos, Viejo Papá! ¡Ya estás engañándonos con un cuento! —protestó Bunky.
—Bueno. Tal vez no haya sucedido exactamente así —admitió el simpático anciano—. La verdad es que esta vez no he cazado al puma, pero ya le cazaré…
Guardó silencio durante un rato y miró pensativo la montaña.
—Algo muy misterioso está ocurriendo allí —murmuró luego.
—Por eso hemos venido nosotros —declaró muy serio, Ricky—. Vamos a ayudarles a resolver el misterio.
Viejo Papá movió de un lado a otro la cabeza, mientras se miraba las botas con expresión tristona.
—Será muy peligroso para unos niños. Los bosques son espesos y sombríos… ¿y quién sabe lo que se oculta allí?…
—Nosotros no tenemos miedo —dijo Holly.
—¡Ah! ¿No? —dijo Viejo Papá, metiéndose una mano en el bolsillo—. Ahora lo comprobaremos, jovencita.
Sacó algo oculto en su mano grande y nudosa y se lo entregó a Holly. La niña lo cogió, aunque en seguida dio un chillido.
—¿Qué es esto? —preguntó estremecida, mirando el minúsculo animal que tenía en la palma de la mano.
—Es un sapo cornudo —explicó Bunky—. ¿Dónde lo has encontrado, Viejo Papá?
—En el desierto.
—¿Puedo quedarme con él? —preguntó Holly.
—Sí —repuso el viejecito—. Pero supongo que sabes que este animal no es un verdadero sapo, sino más bien una lagartija.
—Y no son tan buenecitos como los sapos —sonrió Ricky, mientras su hermana le regalaba el animal.
—Los sapos con cuernos no hacen daño —aseguró Bunky que luego miró admirativo a Holly, preguntando—: ¿No has tenido miedo?
—Sólo me he sorprendido —aseguró Holly, echándose a reír.
—¡Vaya! Mirad quién viene —dijo Bunky, mirando malhumorado, hacia el corral.
Se detuvo un coche y de él saltó una niña.
—Ahí llega Millie a tomar lecciones de amazona —informó Gina.
—¿Ésa es Millie Simpson? —preguntó Holly, incrédula.
—Sí. ¿Es que la conoces? —se extrañó Bunky.
Retorciéndose furiosamente una trencita, Holly repuso:
—¡Es la niña que tiró el refresco encima de Pam!