—¡Sigue a ese coche! —ordenó Ricky a su madre—. ¡No vayas a permitir que el bandido se escape!
Holly era tan imaginativa como Ricky y exclamó:
—¡Parece un malo de verdad, mamita!
Y Holly ya creía estar viendo al sheriff de Salt Creek tendido en el suelo, detrás de su escritorio, con un revólver humeando en su mano.
—¡Vamos, vamos, niños! —exclamó apaciguadora la señora Hollister, conduciendo a una velocidad razonable—. Lo más probable es que este hombre sea un amigo del sheriff.
—Claro que sí —concordó Pam—. Sólo porque tenga prisa no va a ser un hombre malo, Holly.
—Pues si Ricky cree que es un malote, yo también lo creo —declaró Sue.
Pete se echó a reír, diciendo:
—Estamos empatados tres a tres, así que no haremos nada por detener a ese bandido.
Por suerte había otras cosas que entretuvieron pronto a los pequeños viajeros. De vez en cuando, una enorme liebre cruzaba veloz la carretera. En varias ocasiones, pudieron contemplar los niños pequeños perros de la pradera, que parecían cerditos, sentados en posición de alerta junto a los hoyos cavados por ellos en el desierto.
Durante varios kilómetros la carretera corría paralela a las vías de ferrocarril. Pasó un tren ante la furgoneta de los Hollister y los cinco hermanos saludaron alegremente con las manos a los pasajeros que sonrieron, respondiendo a los saludos.
Finalmente, en la distante llanura, apareció Elkton con su rascacielos de cincuenta pisos, destacando como un centinela ante las montañas de un azul verdoso del fondo. Con creciente nerviosismo contemplaron los niños los edificios que en un principio parecieron de juguete e iban creciendo ante sus ojos, a medida que se acercaban a la ciudad.
Cuando la furgoneta cruzó las vías del tren y penetró en la calle principal, la señora Hollister dijo:
—Ahora tenemos que averiguar en dónde se encuentra el K Inclinada.
Mientras avanzaban lentamente, los niños buscaban con la vista algún letrero que indicase el camino al rancho de los Blair, pero no se veía ninguno. De repente Ricky exclamó:
—¡Allí le veo! ¡Por allí va!
—¿Quién? —preguntó Pete.
—¡El malo! ¡El hombre que ha huido de Salt Creek! —contestó el pecoso, señalando un callejón situado entre dos tiendas.
La madre buscó un lugar donde detenerse, aunque no para buscar al desconocido, y acabó yendo a aparcar ante una gasolinera. Ricky y Holly bajaron inmediatamente. Corrieron calle abajo y se metieron por el callejón, pero un poco después regresaban sin aliento.
—Ha desaparecido —jadeó Ricky.
—Pues ha tenido suerte —dijo Pam, haciendo un guiño a Pete—. Si llegáis a encontrarle, le habríais arrestado.
Los dos pequeños aceptaron la broma con una sonrisa. Luego, mientras el empleado de la gasolinera llenaba de gasolina el depósito de la furgoneta, Sue declaró:
—Tengo calor y sed.
—Hay una tienda de refrescos ahí en frente —repuso la madre—. ¿Por qué no vais a tomar algo?
Pete se hizo cargo del dinero que les dio la madre y los cinco hermanos cruzaron la calle. La tienda olía muy bien y no hacía calor. Los niños se acercaron al mostrador y se sentaron en altas banquetas, mientras esperaban que un camarero acudiese a servirles.
En aquel momento entró otra niña, que tendría la edad de Pam, y fue a sentarse junto a ella. Llevaba un vaporoso vestido recién planchado y su cabello oscuro aparecía perfectamente peinado. Ni uno solo de sus rizos se movía.
—Hola —saludó Pam, amablemente.
La otra miró a Pam de arriba abajo, desde el alborotado cabello, hasta los pantalones de algodón y las zapatillas de goma. Luego, en lugar de contestar al saludo, volvió la cabeza y miró al techo, despectivamente.
—¡Qué personas tan amables! —comentó Holly, ofendida.
El camarero que había estado fregando vasos en un mostrador cercano llegó, dispuesto a servir, y sonrió a los Hollister.
—Veo que todos sois hermanos —comentó, sonriendo.
—Yo no —dijo inmediatamente la niña del cabello oscuro—. No me confunda con esta pandilla de vagabundos.
Al acabar de hablar, la niña hizo una mueca de asco y arrugó la frente. Viendo la forma que había adoptado su boca, Sue la miró con aire compasivo y dijo:
—¡Qué raro! Te ríes al revés.
Los demás se echaron a reír y la otra niña, muy enfadada, bajó del taburete para ir a otro más separado de Pam.
—Es una presumida —dijo Holly, en un susurro. Y en voz alta pidió—: ¿Me puede poner un chocolate de avellanas con helado de vainilla y encima jarabe de chocolate?
—De eso ponga dos —dijo Ricky, relamiéndose.
Sue prefirió un helado de fresa y Pete y Pam pidieron dos batidos de leche con vainilla. La niña pidió un refresco de soda.
El camarero sirvió primero a los Hollister.
—¡Huuum! ¡Está riquísimo! —dijo Ricky.
En aquel momento Pam dio un grito de sorpresa, al que siguió el estrépito de cristal roto. El refresco de la niña de su lado se había volcado en el mostrador, resbalando por los pantalones de Pam, y el vaso fue a parar al suelo.
—¿Veis lo que me habéis hecho hacer? —gritó la niña, indignada.
Pam estaba aturdida y sólo supo contestar:
—¿De qué estás hablando? —mientras se secaba los pantalones con una servilleta.
—Me habéis puesto tan nerviosa que el vaso me ha resbalado de la mano.
Y, sin dar a nadie una disculpa, bajó del taburete y salió de la tienda.
—¡Eh! ¡Espera un momento! —llamó el camarero. Pero acabó sacudiendo la cabeza al tiempo que comentaba—: No es más que una criatura mimada.
El hombre fue a buscar una bayeta, una escoba y serrín y con ello recogió los vidrios y secó el suelo.
—Siento mucho lo que ha ocurrido —dijo—. Esa niña vive en un hotel de la ciudad. Es muy rara.
Pam intentó limpiar sus pantalones, pero le quedó en ellos una gran mancha.
—Quisiera hacer algo para compensaros de esto —dijo el camarero.
Entonces se le ocurrió rebañar algunos recipientes de helado y sirvió una nueva ración a cada niño.
—¡Zambomba! ¡Muchas gracias! —dijo Pete.
Cuando acabaron, Pete pagó y todos cruzaron hasta la gasolinera, donde su madre estaba esperándoles. Cuando Pam le contó/lo sucedido, la señora Hollister comentó:
—Siempre hay personas mal educadas en el mundo, pero por suerte, no son muchas. Aquí me han dado la dirección del K Inclinada. No queda lejos. ¡Vamos! Todos arriba.
Durante varios kilómetros la carretera se extendía al sur de la ciudad. Luego giraba a la derecha para avanzar en dirección al pie de las montañas. Después de describir muchas curvas llegaba a un claro que parecía una meseta.
—¡Allí está el rancho! —anunció Pete.
Ante ellos se veía una casa larga y baja, hecha de troncos. Un grupo de álamos le daban sombra. A un lado de la casa había un granero e, inmediato a éste, un corral.
Cuando la furgoneta fue aproximándose, los niños pudieron ver un gran depósito de agua, situado entre los árboles de detrás del granero. Y no sin sorpresa, descubrieron un pequeño estanque, en medio de un verde prado, a la derecha de la casa. En el estanque desembocaban las aguas de un* arroyuelo que regaba la zona de pastos en que se alimentaban varias vacas.
Al cruzar una amplia verja vieron, a un lado, un cartel de madera donde se había grabado con fuego una gran K inclinada.
Pete, que seguía sentado junto a su madre, se inclinó para tocar varias veces la bocina. Al momento, dos niños salieron al patio.
—¡Mirad! ¡Son Bunky y Gina! —gritó Holly.
—¡Y allí está el señor Blair, que sale de la casa!
En cuanto la señora Hollister detuvo la furgoneta delante de la casa, los niños se apresuraron a abrir las portezuelas.
—¡Ya hemos llegado! —exclamó el alborotador Ricky.
Los chicos se palmearon la espalda y las niñas se abrazaron cariñosamente. Entre tanto, una señora baja y delgada, de cabello negro, salió de la casa. El señor Blair presentó a su esposa a los Hollister.
—Tienen ustedes un rancho precioso —dijo la señora Hollister, aspirando profundamente el aire puro.
—Lo malo es que no tenemos bastantes lluvias para que los pastos sean duraderos y provechosos —se lamentó el señor Blair.
Su mujer, con una sonrisa, añadió:
—Pero no conocen ustedes a nuestro equipo. Ahí llegan algunos de los muchachos.
Un hombre fornido y de buen aspecto, con las piernas algo combadas, y una bonita muchacha de ojos brillantes y cabello rojizo, llegaron lentamente desde el corral.
—Les presento a Bronco Callahan, nuestro capataz —dijo el señor Blair—. Y ésta es su hija Cindy.
Se estrecharon las manos y los niños hablaron con la muchacha; Pam calculó que debía de tener unos dieciséis años.
—Cindy trabaja parte del día en la biblioteca de Elkton —explicó Gina—. Y nos trae libros muy buenos.
—Por un momento, al ver su coche, no creí que fueran ustedes, sino un nuevo vaquero al que acabo de contratar —dijo el señor Blair.
Durante la media hora siguiente, Gina, Bunky y Cindy se encargaron de mostrar a los Hollister todas las habitaciones y dependencias del rancho, mientras los mayores quedaban en la sala, hablando. Los niños visitantes quedaron maravillados al contemplar el estanque que, según les dijeron, estaba lleno de peces. Mientras estaban mirando un gran hoyo en donde se hacía la barbacoa, Pete preguntó:
—¿Y dónde está el Viejo Papá Callahan?
—Ha ido a cazar al león —repuso Bunky, explicando a continuación que un puma de la montaña había estado matando muchas reses.
Cuando regresaban a la casa, llegó otro coche. Cuando se detuvo y pudo verse al conductor, Holly dio un gritito.
—Ricky, ¿no es ése el hombre malo que huyó de la oficina del sheriff?
—¡Canastos! ¡Si parece el mismo!
En un susurro, el pecosillo habló a su madre, a Pete y a Pam de sus sospechas. Pero la señora Hollister no tenía intención de interrumpir al recién llegado y al señor Blair que ya estaban hablando.
—Soy Dakota Dawson —dijo el alto vaquero que tenía una ruidosa voz.
—Bien venido —repuso el señor Blair, estrechándole la mano.
Dakota Dawson bajó la vista hasta los niños que le miraban fijamente. El vaquero tenía el rostro curtido por el sol, la barbilla muy saliente y los ojos grises. Cuando el señor Blair le presentó a los Hollister, Dakota no hizo más que saludar con un cabeceo. Luego, abrió el portaequipajes de su coche para sacar su montura y un rollo de mantas.
El osado Ricky se acercó a él para preguntar:
—Señor Dakota, ¿viene usted de Salt Creek?
El misterioso vaquero miró al pequeño sin siquiera sonreír y al cabo de un momento repuso:
—Tengo un hermano que vive allí.
Con una mano sostuvo las mantas enrolladas y con la otra se echó al hombro la montura, para encaminarse al edificio que habitaban los vaqueros.
Perplejos ante la brusca actitud de Dakota, Ricky y Holly siguieron a los demás que se dirigían al interior de la casa. Después de cruzar el trecho sombreado del pórtico, entraron en una amplia sala. Pam observó que el techo, cuyas gruesas vigas quedaban al descubierto, estaba formado por un entramado de madera, hecho a mano. En un extremo había una gran chimenea, y en el otro una mesa redonda y varias sillas. Era la zona utilizada como comedor.
La señora Hollister y Sue fueron acompañadas a la habitación destinada a invitados, para Pam y Holly se habían preparado dos camitas iguales en la habitación de Gina, y Pete y Ricky llevaron sus maletas al dormitorio de Bunky.
Luego bajaron todos a saborear la apetitosa cena ranchera. Al terminar ya había oscurecido, pero los niños salieron un rato a pasear por las tierras del rancho y contemplar las estrellas.
Pete quedó mirando fijamente la gigantesca y negra forma de las montañas en la distancia. ¡Acababa de ver brillar una luz! Se encendía y apagaba con la rapidez de un parpadeo… Sin apartar los ojos de aquellos resplandores, Pete echó a andar, lentamente, en dirección a la montaña.
¡Y de repente, dos manos poderosas sujetaron al muchachito por los hombros!