Bunky tomó la lámpara en sus manos un momento antes de que se hiciera pedazos en el suelo.
—¡Bien hecho! —dijo Pete—. Has actuado de prisa, Bunky.
El señor Hollister parecía un poco avergonzado cuando su esposa entró en la sala a tiempo de ver cómo Bunky colocaba la lámpara en la mesa.
—Sólo quería hacer algunas demostraciones de fútbol a los chicos —se disculpó, mientras ahuecaba el almohadón y volvía a colocarlo sobre el sofá.
En aquel momento, bajaron las niñas las escaleras y el señor Blair se puso en pie para despedirse.
—Nada de eso. No pueden ustedes marcharse ahora —dijo la señora Hollister—. He preparado cena suficiente para todos.
—Pero… si… —balbució el señor Blair.
—No hay peros que valgan —dijo el señor Hollister—. Tú y yo somos viejos amigos.
—Claro que sí —intervino Pete—. ¿No jugaban juntos al fútbol?
—Está bien. Y gracias —aceptó el ranchero, haciendo un gesto de impotencia—. A esto lo llamo yo hospitalidad occidental.
Mientras cenaban, el señor Blair explicó los motivos de su viaje a Nueva York:
—Estoy intentando vender una parte de nuestro rancho, porque se ha demostrado que no es útil para la cría de ganado.
—¡Qué lástima! —contestó Pam.
—¿Y el comprador vive en Nueva York? —preguntó Pete.
—Sí. Un hombre de negocios llamado Simpson estuvo a punto de comprarme una parcela, pero deshizo el trato a causa de que su hija Millie es una chica miedosa.
Holly preguntó con extrañeza:
—¿De qué tenía miedo?
—De un misterio —replicó Bunky—. Millie tenía miedo de las luces que habían sido vistas en la cima de la montaña después del anochecer.
—Es verdad que resulta un poco misterioso —añadió Gina—. Que nosotros sepamos, no vive nadie en la montaña.
El señor Blair siguió explicando que Millie y su madre estaban pasando el verano en un hotel de Elkton y que Millie recibía lecciones de amazona en el K Inclinada.
—No creo que esa chica os gustase ni un poco —dijo Bunky, arrugando la nariz.
—¡Pero yo te digo que nosotros podríamos resolver ese misterio! —declaró Ricky, muy convencido.
—Nosotros somos una familia de detectives —informó Holly.
La madre se apresuró a intervenir, diciendo:
—¡Chist, niños! La familia Blair os va a creer unos presumidos.
Con una sonrisa, Pam explicó:
—No es que podamos solucionar todos los misterios, señor Blair, pero pudimos descubrir lo que había ocurrido en la ciudad de los proyectiles.
A continuación, la niña habló al señor Blair de la visita que habían hecho a Florida, al cabo Cañaveral, y de cómo habían encontrado el desaparecido cono de un gigantesco proyectil.
—¡Entonces podríais solucionar nuestro misterio también! —exclamó Gina con entusiasmo.
—Sería magnífico —dijo el señor Blair—. ¿Por qué no venís a visitarnos al K Inclinada?
Holly, que estaba ayudando a su madre a servir el postre, se puso tan nerviosa que estuvo a punto de dejar caer una porción de pastel en las piernas de Pete.
—¡Huy, qué bien! ¿Y podremos montar a caballo y escalar la montaña y…?
En aquel momento, Gina estaba mirando por la ventana. Una expresión de asombro se dibujó en su rostro, y al momento la niña gritaba:
—¡Un indio! ¡He visto a un indio!
Todos apartaron inmediatamente las sillas de la mesa para salir a investigar. Cuando Pete daba la vuelta por una de las esquinas de la casa estuvo a punto de tropezar con un hombre bajo y musculoso de piel muy oscura.
—¡Indy! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó el chico.
—He venido a ver a tu padre para asuntos del negocio —repuso Indy, mientras los demás le rodeaban.
—¡Éste es el hombre que yo he visto! —informó Gina, sin aliento.
—No os hará nada —dijo el señor Hollister, sonriente—. Indy es un viejo amigo y un empleado leal.
Los Hollister siguieron explicando que Indy era un honrado y pacífico indio del suroeste, que trabajaba en el Centro Comercial, el establecimiento que era una combinación de ferretería, artículos de deporte y juguetes que dirigía el señor Hollister en la parte baja de Shoreham.
Después de presentar a su ayudante a los Blair, el señor Hollister preguntó:
—¿Por qué estaba usted mirando por la ventana, Indy?
—He visto a alguien acechando por aquí. Era un hombre que se ocultaba entre los arbustos. Mientras le amenazaba para asustarle, he asomado la cabeza para saber qué estaba mirando. Luego le he perseguido hasta la carretera.
Indy añadió que el hombre saltó a un coche con matrícula de otro estado y huyó a toda velocidad.
—Era un hombre bajo —siguió diciendo el indio—, con el cabello rubio y muy recortado.
Cuando Indy describió el coche, Pam contuvo un grito de sorpresa.
—Debe de ser el coche con matrícula de Colorado que pasó detrás de ustedes cuando se les desinfló la rueda, señor Blair.
—¡Cuernos largos! —gritó Bunky—. ¿Será el mismo que nos estuvo siguiendo en Nueva York?
Antes de que Bunky hubiera tenido tiempo de decir más, Pete corrió al teléfono para hablar con el oficial Cal Newbeurry. El oficial era un joven y listo policía de Shoreham a quien ayudaban con frecuencia los Hollister a resolver misterios. Cuando oyó lo que Pete le contaba, el oficial Cal prometió hacer alguna ronda durante la noche por la propiedad de los Hollister.
Después que Indy se marchó, los demás volvieron a la casa para acabar el postre. Mientras comían, Bunky habló de la persona misteriosa que les había seguido durante toda su estancia en Nueva York.
—Es cierto —asintió el señor Blair—. En Nueva York nos estuvieron siguiendo, pero no sabemos quién lo hacía.
Uno de los detalles que explicó el señor Blair fue que en Central Park, el coche que iba tras ellos, había intentado hacerles apartar de la carretera.
—Y casi chocamos en un túnel de piedra —añadió Bunky.
—Yo creo que eran varias personas las que nos seguían —declaró Gina.
Ricky, con los ojos abiertos como platos por la emoción, sugirió:
—Puede que haya una banda entera persiguiéndoles.
—Bueno. Por esta noche, aquí estarán tranquilos —dijo la señora Hollister, sonriendo a Gina y a Bunky.
Los dos hermanos sonrieron y Bunky preguntó:
—¿De verdad vamos a quedarnos aquí?
—No podemos abusar de tanta amabilidad —protestó el padre.
—Nos encanta tenerles con nosotros —dijo la señora Hollister, al ver que los tres se levantaban de la mesa—. Es demasiado tarde para que busquen ahora un motel.
Entre Pete y Bunky llevaron las maletas a la casa y la señora Hollister y Pam se encargaron de mostrar a los invitados sus habitaciones del tercer piso. Cuando bajaban nuevamente a la sala, Gina dijo:
—Papá, ¿podemos hablarles también del otro misterio?
—¡Otro misterio! ¡Zambomba! —exclamó Pete—. ¡Nevada debe de ser un estado muy misterioso!
—Tenemos otro problema que resolver —dijo el señor Blair—. En el valle cercano a nuestro rancho hay quien se dedica a robar cachorros de antílope.
—Eso es ilegal —declaró con indignación Bunky.
—¡Oh! ¡Qué cosa tan fea! ¿Y qué son antílopes? —preguntó Sue.
Cuando le dijeron que eran animales parecidos a los ciervos, Sue se puso triste.
—¡Esos hombres deben de ser muy malotes! —anunció, poniéndose en pie—. Nosotros les cazaremos a ellos.
—Son gentes muy escurridizas —dijo el señor Blair—. Después de robar los pequeños antílopes, desaparecen como disueltos en el aire.
—Nosotros también tenemos unos cachorros —dijo Holly, dirigiéndose a Gina y a Bunky—. Venid que os los enseñaré.
Con las trencitas saltándole a la espalda, la niña bajó delante de los demás las escaleras y, cuando estuvieron en el sótano, señaló un gran cajón con el fondo cubierto de trapos. Dentro estaba «Morro Blanco», la gata de los Hollister, un bonito animal con todo el cuerpo negro excepto el hocico. Los cinco hijitos de «Morro Blanco» rodeaban a la madre, cada uno de ellos hecho un ovillo.
—Vosotros tenéis una manada de vacas —dijo la traviesa Holly— y nosotros tenemos una manada de gatos.
—Esto se llama una camada, tonta —corrigió Pam, riendo, mientras se inclinaba a coger a «Morro Blanco».
Pete tomó a dos de los pequeños y los puso en brazos de Bunky, mientras Gina exclamaba:
—¡Qué lindos! ¿Cómo se llaman?
—«Medianoche», «Bola de Nieve», «Humo», «Tutti-Frutti» y «Mimito» —repuso Sue, contando el número de gatitos con sus dedos gordezuelos.
—¿Por qué no jugamos a rodeos con los gatitos? —propuso Gina.
De una mesa cercana tomó un trozo de cordel, hizo un pequeño lazo y probó a pasarlo alrededor de la cabeza de «Bola de Nieve».
Pero al minino la idea no le hizo la menor gracia. De un salto huyó de la cesta, corrió por el sótano, subió ágilmente las escaleras y desapareció en la cocina.
—¡Ven aquí, «Bola de Nieve»! —ordenó Holly—. Es de mala educación que no te dejes ver por nuestros invitados.
Holly subió las escaleras, seguida de los otros, y entre todos buscaron en la planta baja, pero no vieron el menor rastro de la gatita blanca.
—¡Cuánto siento haberla asustado! —se disculpó Gina—. ¿Creéis que se habrá marchado de casa?
—No te preocupes —contestó Pam—. Buscaremos en el primer piso.
Los Hollister, en compañía de sus nuevos amigos, estuvieron buscando en sus dormitorios, pero en ninguna parte se veía al animal. Por fin subieron al tercer piso, donde iban a pasar la noche los Blair.
El minino descansaba tranquilamente, hecho un ovillo, en el interior del sombrero vaquero de Gina que se encontraba al pie de su cama.
—¿Ves cómo «Bola de Nieve» te quiere mucho, Gina? —dijo Sue, riendo alegremente.
—¿Podéis dejar que duerma aquí esta noche? —preguntó Gina, abrazando a la gatita.
—Claro. Si tú quieres… —contestó Pam.
En aquel momento llamó la señora Hollister desde la salita:
—¡Niños, es hora de acostarse!
De mala gana, los hermanos Hollister dieron las buenas noches a sus invitados y se marcharon a sus habitaciones.
—Antes iré a dejar a «Zip» atado en el jardín, por si alguien vuelve a rondar por el jardín —dijo Pete.
Poco después el muchachito estaba en la cama y la noche transcurrió tranquila para todos. Cuando a la mañana siguiente Pam se despertó y asomó la cabeza por la habitación de Sue, la chiquitina no estaba en su cama. Poco después, el apetitoso olorcillo a buñuelos recientes anunció que el desayuno estaba a punto de ser servido. Pero cuando los Blair se sentaron a la mesa, Sue todavía no había aparecido.
—¿Dónde puede estar esa chiquilla? —murmuró la señora Hollister, empezando a inquietarse.
—Seguramente habrá ido a jugar junto al lago —dijo Pete—. Yo iré a buscarla, mamá.
Aún Pete no había tenido tiempo de levantarse de la silla, cuando la puerta se abrió de golpe y Sue entró corriendo en el comedor.
—¡Dios mío! Pero ¿qué has hecho de tu melena, Sue?
Todos quedaron atónitos porque la pequeñita lucía, muy ufana, el cabello oscuro y muy cortito…