FELIZ DESENLACE
(Miércoles, 22 de mayo, a las 10:30 de la mañana)
A la mañana siguiente Vance estaba sentado en el despacho del Fiscal hablando con Markham. Heath había estado en él más temprano para notificarle el arresto de los Tofana. En la bodega de su casa se habían hallado pruebas en cantidad más que suficiente —según el sargento— para llevarles a la cárcel. Por lo menos esto era lo que Heath esperaba.
También a petición de Markham se había llamado a juicio a Dixie del Marr con objeto de que ella proporcionara a la policía los datos indispensables para la prosecución de la causa. Y como no podía hacérsele cargo alguno por la parte que había tomado en los asuntos de Mirche, al separarse de nosotros quedó relativamente contenta.
—En vista del amor de esa mujer por Benny Pellinzi, afirmo, Markham —observó Vance—, que su conducta es comprensible y disculpable ahora que lo sabemos todo… En cuanto a Mirche, ha tenido mejor fin de lo que se merecía… ¡Y Owen! ¡Vaya un monomaniaco peligroso! ¡Fortuna es para el mundo que haya elegido una manera expeditiva de quitarse de en medio! Sabía que se estaba muriendo y motivó su actuación final el temor a un futuro vengador. Por ello podemos darnos por muy contentos de que el asunto haya concluido. Y después de todo, yo le hice al lunático la vaga promesa de guardar su segunda cosecha para que no hubiera «círculos», como él decía, que le siguieran.
Vance se echó a reír.
—Pero, ¿qué importa en realidad? Se ha hallado muerto a un gangster de poca importancia. El suceso no tiene nada de extraordinario. Se hace fuego sobre otro gangster de más categoría. Este es también un vulgar episodio; y el jefe de una banda de malhechores se vuelve felo de se.[13] Bien, esto sí que puede considerarse de mayor importancia, pero tampoco de mucha. Consideramos que nos hallamos en primavera; que canta la alondra; que se arrastra sobre el espino el caracol y… ¿qué te parece si tomáramos más tarde unos escargots a la Bordelaise?
Mientras hablaba así, sonó el timbre del teléfono y una voz anunció la presencia de mister Amos Dobson en el antedespacho.
Markham miró a Vance.
—Sin duda le trae la recompensa ofrecida —insinuó—. Lo que no veo es cómo ahora…
Vance se levantó vivamente.
—Da orden de que aguarde, Markham. ¡Acaba de ocurrírseme una idea!
Se dirigió al teléfono y por él habló con la «In-O-Scent Corporation». Al colgar el auricular de su gancho, miró sonriendo a Markham.
—Dentro de quince minutos tendremos aquí a Gracia Allen y a Jorge Burns. —Se rio con sincero embeleso—. Nadie más que esa dríada merece la recompensa ofrecida, y voy a hacer que la obtenga —declaró.
—Pero, ¿estás en tus cabales? —interrogó, sorprendido, Markham.
—Sí… ¡oh, sí! Estoy en mi sano juicio, ¿te has enterado? Y sabe, aunque lo dudes, que soy un apasionado devoto de la justicia.
Poco después llegaba al despacho miss Allen acompañada de mister Burns.
—¡Qué sitio es este más terrible! —exclamó ella—. Me alegro, mister Markham, de no tener que vivir aquí —Posó la vista turbada en Vance—. ¿Tendré que continuar haciendo de detective? Porque, la verdad, ahora que Jorge ha vuelto a la fábrica, prefiero continuar allí el trabajo.
—Sí, querida —le dijo afectuosamente Vance—. Aquí ya hizo todo lo que tenía que hacer. Y sepa que el resultado obtenido ha sido magnífico. He querido que viniera aquí hoy por la mañana a fin de que reciba su recompensa. Se ha ofrecido una prima de cinco mil dólares a la persona que resolviera el misterio del asesinato de un hombre en el café Domdaniel. Mister Dobson fue el autor de la oferta, y ahora está aguardando ahí fuera, en el antedespacho.
—¡Oh!
La perplejidad y el aturdimiento dejaron sin habla a la joven.
Cuando Dobson fue introducido en el despacho, su mirada abarcó con asombro a sus dos empleados, y sin andar con rodeos se acercó a la mesa de Markham.
—Desearía retirar inmediatamente la suma entregada a usted, señor Fiscal —dijo—, porque Burns ha vuelto esta mañana al trabajo, está de un humor excelente y por consiguiente ya no es necesario que…
Markham, que había adoptado rápidamente el oportuno, pero equitativo punto de vista de Vance, le contestó, en tono sentencioso:
—Lamento en extremo no poder complacerle, mister Dobson. El caso se resolvió ayer a satisfacción de todos nosotros y dentro del tiempo estipulado por usted. De manera que no le queda más remedio que pagar la cantidad ofrecida a la persona merecedora de la recompensa.
Al hombre se le hinchó la garganta y sonó en ella un barboteo inesperado.
—Pero… —comenzó a decir, disculpándose.
—Repito que lo sentimos muchísimo, mister Dobson —dijo Vance con tono suave y conciliador—. Pero estoy seguro de que se reconciliará totalmente con la generosidad impulsiva de que ha dado pruebas, cuando le diga que la persona favorecida por usted es miss Gracia Allen.
—¡Qué! —exclamó Dobson, amagado de un ataque de apoplejía—. ¿Qué tiene miss Allen que ver con esto? ¿Qué absurdo es este?
—No es un absurdo —replicó Vance—, sino una simple exposición de los hechos. Nada tiene que ver miss Allen con la solución del caso. Sin embargo, ella es la que nos ha proporcionado las pruebas más importantes… Y después de todo, mister Dobson, hay que celebrar la vuelta al trabajo de mister Burns.
—¡No me obligarán a hacer eso! —gritó el presidente de la «In-O-Scent Corporation»—. ¡Es una coacción! ¡Una farsa! ¡Legalmente no podrán obligarme a dar ese premio!
—Por el contrario, señor mío —dijo Markham—: mi obligación es considerar ese dinero como propiedad de la señorita. Las mismas palabras en que está redactada la oferta del premio ofrecido no dejarán lugar a dudas respecto a ello, si se empeña en solucionar la cuestión por vía legal.
Dobson abrió una boca de a palmo.
—¡Oh, mister Dobson! —exclamó Gracia Allen—. ¡Qué idea más deliciosa tuvo! ¿De verdad le movió a ofrecer esa cantidad tan extraordinaria la ausencia de Jorge? Jamás lo hubiera creído. Se conoce que le hace mucha falta… ¡Ah! ¡Se me ocurre otra idea! ¿Por qué no le sube el sueldo?
¡Que me ahorquen si lo hago!
Por un momento creí que el infeliz iba a sucumbir al temido ataque apoplético.
—Supongamos —siguió diciendo miss Allen— que Jorge volviera a preocuparse de nuevo y no pudiera cumplir sus obligaciones. ¿Qué sería del negocio de usted? ¡Diga!
El hombre dominó su mal humor, y, por espacio de breves instantes, miró larga y reflexivamente, a Burns.
—Ya sabe, Burns —dijo luego, súbitamente aplacado—, que merece un aumento de sueldo. Llevo algún tiempo reflexionando sobre esto. Ha sido usted leal y de suma utilidad a la Compañía. Vuelva en seguida a su laboratorio y discutiremos amistosamente el asunto.
Después se volvió a la muchacha y sacudió un dedo con aire amenazador.
—Usted, señorita —dijo airadamente—, ¡queda despedida!
—¡Ah, muy bien, mister Dobson! —replicó ella, sonriendo tranquilamente—. Comprendo que el aumento de sueldo de Jorge sumará tanto como nuestros dos salarios reunidos. ¿Es esto lo que ha querido decir?
—¡A usted qué le importa! —Dobson salió hecho una furia de la habitación.
—Creo —observó Vance— que a mister Burns le toca ahora decir la última palabra. —Y sonrió al joven de manera harto significativa.
Aunque asombrado evidentemente por los acontecimientos que se estaban desarrollando desde hacía media hora, Burns tenía, no obstante, suficiente claridad de inteligencia para comprender la importancia de las palabras de Vance. Asióse, pues, a la oportunidad que se le ofrecía y se acercó resueltamente a la muchacha.
—¿Has reflexionado ya sobre la proposición que te hice la mañana en que me arrestaron? —En lugar de intimidarle, nuestra presencia pareció darle valor.
—¡Anda! ¿De qué proposición me hablas? —dijo ella, con aire socarrón.
—¡Sabes bien lo que quiero decir! —Había asumido un tono áspero y resuelto—. ¿Cuándo nos casamos?
Ella se dejó caer sobre una silla, riendo con su voz musical.
—¡Oh, Jorge! ¿Conque era eso lo que querías decir?
Poco me resta que contar respecto al caso que Vance ha insistido siempre en llamar «de Gracia Allen». Como todo el mundo sabe, el café Domdaniel permaneció cerrado largo tiempo, y desde hace unos años fue reemplazado por una casa moderna de comercio. Tony y Rosa Tofana creyeron conveniente confesar la verdad, y hoy cumplen en una prisión el tiempo suplementario de su condena. Ignoro qué ha sido de Dixie del Marr. Probablemente adoptaría nuevo nombre y apellido y dejaría esta parte del Estado para vivir alejada del teatro de sus primitivos triunfos y tragedias.
Gracia Allen y Jorge Burns contrajeron matrimonio poco después de la inesperada proposición hecha por Burns en el despacho de Markham.
En la tarde de un sábado, varios meses después de la boda, Vance y yo les encontramos paseando al azar por la Quinta Avenida. Me parecieron extraordinariamente dichosos y la muchacha charló muy animadamente como de costumbre.
Tuvimos quince minutos de charla con ellos y así fue cómo nos enteramos de que Burns había ascendido en la Compañía y, con no poco deleite de Vance, que, al tratarse de escoger el traje de boda, miss Allen, por razones sentimentales, había presentado su tarjeta en el establecimiento de Chareau y Lyons.
Nos dedicamos a pasear un momento en su compañía. De súbito, en mitad de una frase, Burns se interrumpió y noté que se dilataban ligeramente las ventanillas de su nariz al inclinarse del lado de Vance.
—¡Huele usted a la fórmula original del agua de Colonia elaborada por Fariña!
Vance se echó a reír.
—Sí. Casi siempre que salgo de viaje me traigo de Europa un frasco de muestra —dijo—. Esto me recuerda que acabo de ver en una revista francesa el nombre de cierto perfume que, visto el esfuerzo realizado por mistress Burns, creo debe usted dar a esa mezcla deliciosamente perfumada de limón que elaboró para ella. Yo la llamaría: «La femme triomphante».
Burns sonrió con orgullo.
—Me parece, en efecto, que Gracia le ayudó mucho, mister Vance.
La muchacha miró primero a lino, luego a otro, y arqueó las cejas.
—La verdad, no les comprendo —manifestó, riendo tímidamente.
FIN