HACIA LA SOMBRA
(Martes, 21 de mayo, a las cuatro de la tarde)
Una emoción poderosa volvió a turbar la calma pétrea de la cantante. Ardió en su interior la llama violenta y primitiva de la pasión. Levantándose, se encaró con Mirche, y de sus labios surgió un torrente inextinguible de palabras.
—Sí, asquerosa criatura —dijo—; vi el cadáver del hombre y os dejé en la creencia de que el asesinado en este despacho era Allen. ¿Qué importancia tenían para mí días más días menos de dudas y torturas? ¿No había aguardado años para vengar a Benny? ¡Oh, bien sabía yo que tu traición le había enviado a presidio por veinte años! Como asimismo comprendía que no podía hacer nada por salvarle. El único medio de que podía valerme para reparar aquella injusticia era aguardar silenciosa, pacientemente, a que llegara el momento oportuno. Y este tenía que llegar algún día… Yo te gustaba, me deseabas. Tan repugnante idea se albergaba en tu pensamiento cuando dejaste que condenaran a Benny. Por ello representé un papel, secundé tus disparatados planes. Te adulé, hice lo que me ordenabas. Y siempre, siempre, continué amando a Benny. Pero aguardaba…
Dixie prorrumpió en una amarga carcajada.
—Tres años son mucho tiempo. Y el momento que con tal ansia aguardaba llegó demasiado tarde. Por suerte, me consuela ahora la idea de que la muerte ha sido piadosa con Benny. Aun después de haber logrado fugarse de la cárcel, ¿qué podía esperar? Nada, sino la continua y despiadada persecución de la Policía. Pero se volvía loco en su celda y creyó poder recuperar la libertad perdida gracias a tu doblez.
Una furia irresistible la impulsó a continuar:
—Benny no se enteró nunca de tu traición. Te creía su amigo. Y a ti acudió en demanda de ayuda. Gracias a Dios, me llamó también al regresar el sábado a Nueva York. Me confió que te había telefoneado antes de llegar a la ciudad y que tú le habías prometido tu apoyo. Esto era una mentira; de ello me di cuenta al momento; mas ¿qué podía hacer? Traté en vano de prevenirle en contra tuya. No quiso escucharme. Tal vez creyó que tenía motivos para procurar separaros después de los años transcurridos. Se negó, pues, a escucharme y tampoco quiso revelarme sus planes.
—¡Tú estás loca! —logró decir Mirche al fin.
—¡Calla, bobo! —suspiró Owen—. Ya no puedes variar el curso de los acontecimientos.
—Por ello te seguí, Dan, en el coche que me diste y con el chofer que me proporcionó tu maldita cuadrilla de indeseables. —Dixie volvió a reír con aquel acento de amargura que nos había revelado—. Él te odia tanto como yo, pero te tiene miedo porque sabe lo peligroso que puedes llegar a ser, en ocasiones… Cuando te seguí, saliste de aquí el sábado por la tarde. Como, a pesar de tu crueldad, eres un cobarde, sabía que no permitirías llegar a Benny hasta ti. Y te seguí hasta la parte alta de la ciudad, te vi entrar en casa de Tony… ¡Mala suerte has tenido! Rosa debió aconsejarte mejor, tras de hundir la mirada en su bola de cristal… Entonces comprendí cuál era la sucia jugada que intentabas hacerle a Benny, pero, la verdad, no creí que estuvieras de vuelta en el café. ¿Cómo iba a sospechar que elegirías los cigarrillos de Tony para llevar a cabo tu designio? Lo que sí pareció posible fue avisar a Benny antes de que fuera demasiado tarde; me pareció que tendría tiempo de salvarle. Por ello te seguí. Yi que le recogías en un extremo del parque, punto donde estaba escondido; te vi correr en el coche hacia el Norte, a través de Riverdale; a la vuelta de una curva, en un lugar solitario, te vi detener el coche. Sin duda creías que no te veía nadie. Y después te vi colocar rápidamente el cuerpo de Benny en una cuneta y seguir tu camino a toda marcha.
Miss Dixie nos dirigió una mirada ardiente.
—¡No crean que miento! —manifestó—. Ahora sólo me importa una cosa: ¡que se castigue a ese miserable!
El estupor tenía paralizado a Mirche, que se sentía incapaz de pronunciar una palabra. Owen no se había movido. La misma cínica y despreocupada sonrisa de antes vagaba por sus labios.
—Continúe, miss del Marr, por favor —le rogó Vance.
—Recogí el cadáver de Benny, lo metí en mi coche y lo traje aquí porque sabía que Mirche estaría entonces en el primer piso. Como de costumbre, entré por la calzada y me detuve junto a la puerta lateral que se abre al extremo de ese pasillo. —Señaló con el dedo la parte de atrás de la habitación—. Nadie podía ver desde la calle, teniendo abierta la portezuela del coche, y la misma yedra contribuyó a hacerle sombra. Después penetré en el interior del café para asegurarme de que no había nadie en el vestíbulo e hice la señal convenida. Mi chofer trajo aquí al pobre Benny, en obediencia a mis instrucciones, por aquella puerta secreta, y lo colocó dentro de ese armario, que es donde se guardan cerrados bajo llave los documentos relacionados con la marcha del café. ¡Sí! ¡Traje aquí a Benny y lo deposité a los mismos pies de su asesino!… Tú no te diste cuenta, ¿eh, Mochuelo?, de que mientras ahí sentado departías conmigo aquella noche metí un cadáver dentro de ese mueble…
—Bueno, ¿y qué?
No se operó el menor cambio en la expresión de Owen.
—… y cuando saliste lo coloqué junto a la mesa del despacho y telefoneé a la Policía.
En aquel momento me di cuenta de que Vance había provocado deliberadamente la frenética explosión de la mujer, pues mientras ella hablaba todavía, le hizo una seña al sargento. Heath y Hennessey se habían colocado, sin hacer ruido, uno a cada lado de Mirche, de manera que le custodiaban entre los dos.
—Pero ¿cómo se explica, miss del Marr —inquirió Vance—, el hecho de hallarse la pitillera perfumada en uno de los bolsillos de la chaqueta de Pellinzi?
—Lo atribuyo al miedo y a la conciencia de esa bestia —replicó ella, señalando a Mirche con aire de desafío—. Al ver lo que él creía el cadáver de Allen, su cerebro asustado y tenebroso recordó que en su propio bolsillo tenía un objeto que pertenecía al muerto y, al arrodillarse junto a él, le deslizó dentro del bolsillo la pitillera. Fue el acto impulsivo de un cobarde, mediante el cual pensaba verse desligado de toda asociación con lo que juzgaba ser un segundo crimen. Le repelía toda posible relación con otro hombre muerto.
—La versión es muy razonable —murmuró Vance—. Sí. Se traía de un análisis muy sutil. Asi ¿se contenta con que la verdad sobre el hombre muerto fluya a través de su vida natural?
—¡Sí! Después de haber informado a la Policía del crimen y de darle la dirección de Allen, supuse que más pronto o más tarde acabaría por saberse la verdad. En el intervalo sufriría y se atormentaría este hombre. Justamente dispongo de muchos medios de torturarle.
—Moral de mujer… —comenzó a decir Owen; luego guardó repentino silencio.
—¿Tiene, Mirche, algo que decir antes de que procedamos a su detención?
Vance se expresó en voz baja, pero cortante como la hoja de un cuchillo.
Mirche le miró fijamente, con los ojos desorbitados, y su lacia persona pareció encogerse. Sin embargo, se rehízo de pronto, y con dedos temblorosos señaló a Owen. Las hinchadas venas de sus manos eran semejantes a cuerdas.
Owen lanzó un leve soplido de desdén.
—Vigila la presión de tu sangre, bobo —dijo, reprendiéndole—; no sea que le des un chasco al verdugo.
Dudo mucho de que Mirche oyera las punzantes palabras. De sus labios se derramó un torrente de injurias y maldiciones. Su ira sobrepasaba los límites impuestos al ser humano. El rencor le dejó hecho un guiñapo, le transformó en autómata insensato, contorsionado, repulsivo.
—Sin duda has creído que voy a oírte sin decir esta boca es mía. Pues te engañas. Demasiado tiempo llevo haciendo tu voluntad. En bien tuyo he puesto por obra tus descabellados planes. He cerrado la boca siempre que se ha intentado sonsacarme. Ahora es posible que me condenen a la silla eléctrica, Owen, pero no me sentaré solo en ella. ¡Tú me acompañarás, junto con tu envenenada e hipnótica inteligencia!
Dirigió a Vance una rápida mirada y volvió a señalar con el gesto a Owen.
—¡Ahí tienen ustedes la torcida voluntad que gobierna todo esto!… Yo hablé a ese hombre de la llegada de Benny y él me envió en busca de los cigarrillos. Fue él quien me dijo lo que tenía que hacer… Temí rehusar… porque estaba en su poder…
Owen le miró con tranquilo e irónico semblante; seguía desdeñoso, tan separado moralmente de nosotros como antes. El drama tocaba a su fin sin que se hubiera abatido su aburrido desdén.
—¡Constituyes un feo espectáculo. Dan!
Sus labios apenas se movieron.
—¿Crees que no he venido preparándome a arrostrar este momento? Porque si te lo figuras, serás tú el bobo, no yo. Lo tengo todo anotado: fechas, lugares, ¡todo! Llevo años guardándolos. Los tengo escondidos donde nadie los ve, mas sé dónde se encuentran. Y todo el mundo sabrá…
Mirche ya no habló más.
Sonó un tiro. En la frente del dueño del café y entre los dos ojos apareció un pequeño agujero negro. De él salió la sangre a borbotones. Mirche cayó de bruces sobre la mesa del despacho.
Empuñando los automáticos, Heath y los dos oficiales cruzaron rápidamente la habitación y se acercaron al pasivo Owen, que seguía sentado e inmóvil. Una de sus manos, inerte sobre el regazo, sostenía aún el revólver humeante.
Pero Vance se apresuró a intervenir.
Vuelto de espaldas a la figura silenciosa sentada en la silla, se encaró con el sargento y le detuvo con un gesto imperioso. Luego inició la media vuelta y extendió el brazo. Owen alzó la vista. Con instintiva cortesía tomó el arma por la empuñadura y se la entregó a Vance alardeando de una tranquila deferencia. Vance la echó sobre una silla vacía y aguardó luego con la mirada fija en el hombre.
Owen tenía entornados los soñolientos párpados. Ya no parecía darse cuenta de lo que le rodeaba, ni del cuerpo tendido de Mirche, a quien acababa de arrancar la existencia. Finalmente habló y su voz pareció venir de muy lejos.
—Veo los círculos concéntricos…
Vance hizo una señal afirmativa.
—Sí. Y limpieza de espíritu. Pero hay que tener en cuenta lo que se viene encima. El juicio, la silla eléctrica, el escándalo consiguiente… todo estaba ineludiblemente escrito…
Un estremecimiento sacudió el cuerpo delgado de Owen. Alzó la voz y emitió un agudo alarido.
—¿Cómo escapar a lo finito… cómo penetrar en la sombra, limpio?
Vance sacó su pitillera y la tuvo un momento en la mano, sin abrirla.
—¿No quería fumar, mister Owen? —interrogó.
El hombre contrajo las pupilas. Vance volvió a meterse en el bolsillo la pitillera.
—Sí… —suspiró el Mochuelo—. Me parece que fumaré un cigarrillo.
Hundió la diestra en el bolsillo y sacó de él un pequeño estuche de cuero florentino.
—¡Eh, oye, Vance! —profirió vivamente Markham—. El caso ya no es tuyo. Ante mis propios ojos acaba de cometerse un homicidio y ordeno que se detenga a ese criminal.
—Comprendido —dijo Vance, con su acento peculiar—; pero temo que llegues tarde.
Todavía estaba hablando, cuando pareció que Owen se quedaba dormido en la silla; el cigarrillo resbaló y cayó de sus labios a tierra. Vance lo aplastó rápidamente con el pie.
La cabeza de Owen descansaba sobre su pecho; súbitamente se habían aflojado los músculos de su cuello.