ROSA Y JUNQUILLO
(Martes, 21 de mayo, a las tres de la tarde)
A las tres de la tarde, Joe Hanley, que había estado espiando nuestra llegada, salió hasta la esquina de la Séptima Avenida y nos dijo que Mirche había entrado en su despacho poco después del mediodía y que desde aquel punto y hora nadie había visto en el café ni a él ni a miss del Marr.
Al llegar a la terraza encontramos bajadas las persianas de las ventanas y cerrada con llave la puerta del despacho; y a nuestra llamada persistente no respondió nadie.
—¡Eh! ¡Abran ustedes! —aulló Heath con acento feroz—. De lo contrario, echaremos la puerta abajo. Digo esto —agregó por lo bajo— para que se asusten si es que en realidad están ahí dentro.
Pronto oímos arrastrar unos pies y el rumor de unas voces airadas al otro lado de la puerta. Poco después vino a abrirnos Hennessey en persona.
—Todo va bien, señor fiscal —dijo a Markham—; los pájaros se preparaban a huir por la puerta secreta, pero entre Burke y yo les hemos hecho retroceder.
Una vez franqueado el umbral, se ofreció a nuestros ojos un espectáculo singular. Frente a nosotros, de espaldas a la puerta secreta, estaba Burke. Apuntaba con el revólver a Mirche, que, amedrentado, sólo distaba de él unos pasos. Dixie del Marr, situada asimismo de cara al arma de fuego, se apoyaba en la mesa escritorio mirándonos con fría resignación. En cuanto a Owen, estaba sentado en uno de los sillones de cuero. Por sus labios erraba una cínica sonrisa. Se mostraba aparentemente tranquilo y como separado del cuadro compuesto por los demás. Le comparé al espectador que asiste a una escena teatral que por absurda le ofende. No miró ni una sola vez a su izquierda o a su derecha ni tampoco hizo el más leve movimiento hasta que estuvimos dentro del radio de su visión soñolienta.
Sin embargo, al ver a Vance, se levantó perezosamente y se inclinó hasta el suelo en ceremonioso saludo.
—Vanos esfuerzos los suyos —dijo con acento plañidero, y volvió a sentarse lanzando un débil suspiro, como quien se resigna a asistir hasta el fin a la representación de un drama que le disgusta.
Hennessey cerró la puerta y se quedó de pie, vigilando con mirada suspicaz a los ocupantes de la habitación. A un gesto de Heath, Burke bajó la mano armada, pero también se mantuvo a la expectativa.
—Siéntese, mister Mirche —dijo Vance al dueño del café—. Sólo venimos a discutir un poquito.
Al dejarse caer Mirche pálido y descompuesto sobre una silla, Vance saludó cortésmente a miss del Marr.
—No tiene por qué estar de pie, señorita.
—Lo prefiero —replicó ella con duro acento—. Puede decirse que llevo esperando y sentada tres años interminables.
Vance dejó pasar por alto la acerba respuesta y volvió a concentrar en Mirche toda su atención.
—Antes de ahora hemos ya discutido nuestras preferencias respecto a vinos y viandas de cierta categoría —dijo con indiferencia—. ¿Qué marca de tabaco es la que más le agrada?
El miedo había tenido encogido al hombre. Pero se recobró rápidamente. Adoptando una parte de la usual suavidad dejó escapar un sonido semejante al croar de una rana, que quería ser una carcajada.
—No he adoptado ninguna marca con preferencia a otra cualquiera —respondió—. Yo fumo siempre.
—No, no —insistió Vance—. Aludo a la privada… a la que destina a los íntimos.
Mirche volvió a reír y con las palmas de las manos vueltas extendió los brazos en amplio ademán como si la pregunta no tuviera sentido para él.
—A propósito —siguió diciendo—: en la Edad Media, época en que florecieron madame Tofana y otros famosos envenenadores, existieron muchas flores que, según reza la leyenda, producían la muerte a aquel que aspiraba con deleite su aroma… Causa extrañeza ver cómo persisten esas leyendas y cómo han llegado hasta nosotros ejemplos muy notables de su autenticidad. No es raro, pues, que uno se pregunte si los antiguos secretos de la alquimia habrán llegado hasta nosotros. Claro que, a la luz de la ciencia moderna, parecen absurdas tales reflexiones.
—Sigo sin comprender —murmuró Mirche, tratando de aparentar ofendida dignidad—. Como tampoco me explico esta invasión insultante de mis habitaciones particulares.
Vance despreció de momento la respuesta y dirigió la palabra a miss del Marr.
—¿No habrá perdido, por casualidad, una pitillera que figura el tablero de un juego de ajedrez? Huele a rosa y junquillo. ¿No le dice eso nada, señorita?
Ningún cambio se operó en la expresión de la cantante, aunque titubeó visiblemente antes de responder:
—No es mía. Sin embargo, creo reconocer esa pitillera por la descripción que hace de ella. La vi en este despacho el sábado pasado; me la enseñó mister Mirche aquella noche. Hacía horas que la llevaba dentro de un bolsillo… y por ello, quizá, adquirió el aroma a que alude usted. ¿Dónde la encontró usted, mister Vance? A mí me han dicho que la dejó aquí uno de los empleados del café. Mister Mirche podrá tal vez decirnos…
—Yo nada sé de esa pitillera —manifestó ásperamente el aludido.
Sus palabras revelaban sorpresa y energía. Lanzó una mirada de desafío a la mujer, pero ella le volvía la espalda.
—La cosa no tiene importancia, en realidad —explicó Vance—. Se trata de una idea que me ha asaltado de pronto.
Sus ojos continuaban clavados en miss del Marr y volvió a dirigírsele:
—Naturalmente, usted debe saber que ha muerto Pellinzi…
—Sí, lo sé.
Sus palabras no revelaron la menor emoción.
—Hay en su muerte una singular coincidencia… si no es una fantasía mía —continuó diciendo Vance—. Pellinzi murió el sábado por la tarde, poco después de su llegada a Nueva York. A aquella hora vagaba yo por los bosques de Riverdale, y al retroceder sobre mis pasos con objeto de emprender el regreso a mi casa, pasó rápidamente junto a mí un coche largo y hermoso. Más tarde supe que de este mismo coche se había arrojado al camino, casi en el mismo punto que yo acababa de ocupar, un cigarrillo encendido. Era un cigarrillo particular, miss del Marr. Se había fumado sólo una parte de él. Pero no consiste en esto, precisamente, su rareza. Contenía un veneno mortal también, un moderno equivalente de las fabulosas flores envenenadas que figuran en las tragedias medievales. Así y todo se le había arrojado con aparente negligencia a un camino transitado…
—Acto estúpido hasta no poder más —observó con acento cáustico y suave la voz de Owen.
—Llamémosle fortuito, desde el punto de vista de lo finito. E inevitable en realidad. —También Vance se expresó en un tono de voz suave—. Ya sabemos que sólo existe un patrón en todo el Universo.
—Sí —dijo Owen con vaga y helada entonación—. La estupidez es una de las partes que lo componen.
Vance no se volvió. Continuaba escudriñando a la cantante.
—¿Me permite continuar, señorita? —pidió—. ¿O le aburre mi historia?
Ella no dio muestras de haber oído la pregunta.
—La pitillera que acabo de mencionar —siguió diciendo Vance— fue encontrada sobre el cuerpo de Pellinzi, pero sin cigarrillos. Tampoco exhalaba el punzante olor a almendras amargas, sino el más suave y fragante de la rosa y el junquillo… Así y todo, se ha envenenado a Pellinzi valiéndose de un aroma determinado. Y con motivo de esto, vuelve a surgir el mortífero agente de los tiempos pasados… Es extraño, ¿verdad?, cómo la fantasía evoca, a la manera de un conjuro, remotas asociaciones… El pobre Pellinzi creía y confiaba en su asesino. Pero su fe fue recompensada con la traición y con la muerte.
Vance hizo una pausa. El pequeño despacho estaba saturado de electricidad. Sólo Owen permanecía, por lo visto, muy tranquilo. Miraba ante sí con expresión descuidada, y una mueca feroz contraía sus labios.
Al volver a hablar, Vance varió de actitud; su voz descubría una brusca severidad.
—Tal vez no sea esto tan fantástico como parece, pues ¿a quién, si no a usted, miss del Marr, le hubiera notificado Pellinzi su regreso a Nueva York? ¿Cómo podía saber, en todos estos años pasados, que un extraño ha buscado y hallado respuesta en un corazón que fue suyo en otra época? Usted posee un hermoso coche cerrado, miss del Marr, y una excursión secreta a Riverdale no le habrá sido difícil. La pitillera con su aroma sutil ha sido hallada sobre el cuerpo de Pellinzi. Amor cambia y es cruel…
Owen dejó oír una risa helada y arqueó imperceptiblemente las cejas. La mueca cruel de sus labios se transformó en una leve sonrisa.
—¡Es usted muy hábil, mister Vance! —exclamó—. ¡Cómo le admiro! Hay que encajar bien unas piezas con otras. ¡Ah! ¡Qué fácilmente se deja llevar el hombre de una quimera!
—¡Sí, el orden del caos es pura ilusión! —observó Vance.
Owen hizo un gesto de aquiescencia. Su rostro volvió a transformarse en una máscara de sarcasmo.
—Veo que se halla dotado de un humor esotérico… —observó por lo bajo.
—En cambio, miss del Marr no sabe apreciar el que se exhala de la muerte —replicó Vance.
De la garganta de la cantante se escapó un gemido ahogado. Se dejó caer sobre una silla y ocultó el rostro entre las manos.
—¡Oh, Dios mío!
Por vez primera perdía su inalterable compostura.
Sucedió a su exclamación largo silencio. Mirche miró a Vance, luego a la mujer. Su rostro había recuperado parte del color acostumbrado, pero su mirada revelaba un miedo obsesionante, el temor a un fantasma cuya forma no se acababa de precisar.
La cantante alzó lentamente la cabeza; había dejado caer ambas manos sobre el regazo y ya no las levantó. Su actitud acusaba indiferencia y desaliento. Me pareció que se disponía a hablar, mas ella también refrenó su impulso, como si la mordaza puesta a sus emociones fuera todavía poco resistente.
Vance se dispuso a encender con calma uno de los Régies. Le dio después una o dos chupadas y tornó a dirigir la palabra a la mujer. Sus palabras fueron cayendo una a una en el oído de ella sin producir la esperada reacción. Era como si carecieran de importancia.
—Todavía me sorprende más una cosa, miss del Marr. ¿Por qué trajo aquí, a este despacho, el cadáver de Pellinzi?
La mujer permaneció inconmovible, semejante a una estatua de mármol. A Mirche se le escapó una carcajada desdeñosa.
—¿Se refiere, mister Vance —dijo, en tono pomposo—, al hombre cuyo cadáver fue hallado en este despacho? Comienzo a comprender su interés por el infortunado episodio acaecido en la noche del sábado. Pero temo que se deje arrastrar por su imaginación. El cadáver aquí descubierto era el de uh empleado del café.
—Sí, sé lo que quiere decir, mister Mirche. Usted alude a Felipe Allen. —Vance se expresó con manifiesta suavidad—. Así lo declaró aquella noche y no dudo de su sinceridad. Pero, en ocasiones, los hechos actúan de manera harto singular. Parece increíble y, sin embargo, cambia inesperadamente el aspecto de las cosas… ¿Es o no cierto, mister Owen?
—Ciertísimo —replicó el tranquilo espectador de la escena desde su silla—. A eso se le llama una confusión. Nosotros somos víctimas…
—¡Eh! ¿Qué conclusión piensan sacar de todo esto? —dijo Mirche, alzándose a medias del asiento, mientras sus ojos revelaban un terror incipiente.
—La verdad es, mister Mirche —dijo Vance—, que Felipe Allen está vivo. Después de ser despedido por usted y de dejarse aquí una pitillera que no le pertenecía en realidad, Allen no volvió a este despacho.
—¡Qué cosa más ridícula! —Mirche perdió de pronto la serenidad—. ¿Quién si no él pudo…?
—¡El hombre que estaba aquí muerto aquella noche era Benny Pellinzi!
Al oír aquello Mirche se dejó caer otra vez en la silla y miró a Philo Vance con aire de reto. Como los hechos no habían comenzado, sin embargo, al ser ordenados por su mente, se dispuso a protestar.
—¡Pero eso es absurdo! —exclamó—. ¡Completamente absurdo! ¡Yo mismo vi el cadáver de Allen! Yo mismo le identifiqué.
—Yo no discuto la sinceridad de su declaración —repuso Vance, acercándose más a él. Al hablar endulzaba sobremanera el tono de su voz—. Le sobra razón para creer que se trataba de Felipe Allen. Este muchacho tiene una estatura igual a la de Pellinzi, así como casi los mismos rasgos faciales e idéntico color. Para colmo, en la noche del sábado ambos vestían de negro, sencillamente. Usted acababa de hablar pocas horas antes con Allen en este despacho, y como ya manifestó ayer, no le sorprendió saber qué había vuelto aquí; además, la muerte por envenenamiento varía el aspecto de los ojos y la apariencia general del semblante. Asimismo Pellinzi era la última persona a quien hubiera esperado hallar en este despacho la noche de autos. Sí, la última.
—Pero ¿por qué? —tartamudeó Mirche—. ¿Por qué dice usted que era lo último que cabía esperar? Yo sabía por los periódicos que se había fugado de presidio. Y era muy posible que viniera a buscarme en demanda de socorro.
—No… ¡oh, no! Yo no he querido decir eso, mister Mirche —replicó Vance en voz baja—. Usted tenía motivos, do más fuerza, razones más sólidas para no esperar encontrarle aquí aquella noche… Usted sabía muy bien que había muerto en Riverdale.
—¿Por qué? —gritó el hombre con frenesí, poniéndose en pie de un brinco— ¡Usted mismo acaba de decir que primero pensó en apelar a la ayuda de miss del Marr y… su coche… su ida a Riverdale…! ¡Bah! ¡No conseguirá intimidarme!
—Tómalo con calma, Dan —dijo Owen, petulante—. No hay nada peor que una confusión. ¡Pícaro mundo este!
—Otra vez temo que me haya comprendido mal, mister Mirche. —Vance fingió no haber oído la observación dirigida por Owen a su asustado compinche—. He querido decir pura y simplemente que miss del Marr se encargaría sin duda de enterarle de la marcha del asunto, pues estoy seguro de que ninguno de los dos tiene secretos para el otro. Entre ustedes existe una mutua y completa confianza que se extiende hasta el crimen. Y sabiendo que Pellinzi había muerto en Riverdale y que su… digamos su socio, no iba a traer aquí su cadáver, ¿cómo podía sospechar que fuera el hombre que apareció aquí muerto aquella noche? Por consiguiente, nada más fácil que cometer un error al identificarle. Puesto que no era Pellinzi, que era imposible de todo punto que lo fuera, acudió lógica y naturalmente a su mente el nombre y la persona de Felipe Allen… Pero, sin embargo, era Pellinzi.
—¿Cómo lo sabe? —Mirche trataba de ganar tiempo, ofuscado por alguna visión mental—. Usted trata de engañarme. —Y a continuación, casi a gritos, agregó—: ¡Repito que no pudo ser el Buharro!
—Pues lo era. Usted cometió un error. —Varice hablaba con tranquila firmeza—. No cabe duda. Porque no mienten las impresiones digitales, y si lo duda, interrogue al sargento o al señor Fiscal de este distrito. También puede quedar satisfecho cuando haya telefoneado a la Brigada de Investigación Criminal.
—¡Bobo!
Fue Owen quien dejó escapar la exclamación. Sus ojos mortecinos dirigieron a Mirche una mirada de profundo disgusto.
A continuación observó, vuelto hacia Vance:
—Ya todo es inútil… lo mismo los ensueños diabólicos… que la sombra que los empaña.
Su voz se extinguió de pronto.
Mirche contemplaba un punto perdido en el espacio. A solas con sus pensamientos, trataba de desenmarañar el confuso amasijo de los hechos.
—Pero —murmuró, como protestando débilmente del Destino inevitable a que le condenaba Némesis— miss del Marr vio aquí el cadáver y…
Se interrumpió para volver a sumirse en un silencio reflexivo; luego le subió lentamente a la cara una oleada de sangre, que se fue intensificando poco a poco, hasta congestionarle. Los músculos de su cuello se contrajeron y de súbito aparecieron glóbulos de sudor en su frente.
Haciendo un esfuerzo, con el cuerpo envarado, se volvió a miss del Marr y, con acento impregnado de odio feroz, le lanzó en pleno rostro un injurioso epíteto bestial.