HUELLAS DACTILARES
(Martes, 21 de mayo, a las 11:30 de la mañana)
Fue en este mismo instante cuando, con Currie, entró mistress Allen en la biblioteca donde estábamos reunidos.
Vance giró sobre sus talones y la acogió con un breve saludo.
—¿Es verdad, mistress Allen, que su hijo no ha muerto? —inquirió.
Su voz descubría una nueva inflexión.
—Es verdad, mister Vance. Por eso vengo aquí.
Vance le dirigió una sonrisa comprensiva y le indicó una silla. Cuando ella se hubo sentado, le rogó que se explicara más extensamente.
La mujer dijo con acento maquinal:
—Felipe fue detenido cerca de Hackensack después de presentar la dimisión de su empleo, en el café, aquella noche memorable. Subió a un automóvil con un compañero, pero a poco entró en su interior un agente de policía y les ordenó que le condujeran al cuartelillo más próximo. Acusaba a Stanley, el amigo de Felipe, de haber robado el coche. Más tarde, mientras se dirigían al cuartelillo, explicó que aquel mismo coche había atropellado y dado muerte a un hombre de edad, escapándose después de realizada la hazaña el chofer que lo conducía. Mi Felipe se asustó muchísimo, porque no sabía lo que podía haber hecho Stanley antes de encontrarse con él. En consecuencia, al detenerse para encender los faros, saltó del coche a la acera y se escapó. El agente hizo fuego sobre él sin lograr detenerle.
Vance expresó su simpatía con una inclinación de cabeza.
—Entonces me telefoneó —siguió diciendo mistress Allen—. Estaba aterrado. Me dijo que temía que la policía le persiguiera y que estaba buscando dónde ocultarse… También yo me disgusté muchísimo, mister Vance, al verle tan fuera de sí. Huía de la Policía, era un fugitivo. Por ello, al venir ustedes a verme, la otra noche, creí que venían a buscarle. Al saber que había muerto, ¡cómo sufrí! Ya se lo puede imaginar.
Heath adelantó, de un salto, unos pasos.
—¡Sin embargo, usted lo identificó en la Morgue!
—No, señor oficial —replicó sencillamente la mujer.
—¿Cómo que no?
—¡Sargento! —Vance alzó una mano— Mistress Allen tiene razón… Si retrocede a aquellos momentos, recordará que no dijo ni una sola vez que el muerto fuera su hijo. Nosotros lo afirmamos porque estábamos convencidos de que era verdad.
Vance sonrió con tristeza.
—Pero ¿no se desmayó? —insistió Heath.
—De alegría, señor oficial, de alegría —explicó mistress Allen—, cuando vi que el difunto no era mi Felipe.
Así y todo, Heath no estaba satisfecho.
—Pero usted no negó que aquel fuera su hijo. Nos hizo creer…
Otra vez le atajó Vance:
—Creo comprender exactamente la razón de semejante proceder. Mistress Allen sabía que nosotros estábamos allí en representación de la Policía y asimismo sabía que su hijo se ocultaba de ella. Y por eso, al ver que le creíamos muerto, se alegró mucho de ello, pues imaginaba que así se daría fin a la caza de Felipe… ¿Es cierto o no, mistress Allen?
—Sí, mister Vance —Ella no perdió la calma—. Y, naturalmente, yo no quería que ustedes dijeran a Gracia que Felipe estaba muerto, porque entonces hubiera tenido que explicarle que andaba huido y ello la hubiera hecho sufrir. Pensé que en pocos días se aclararía todo y que entonces les diría a ustedes la verdad. Y si no era así, exactamente, por lo menos estaba segura de que ustedes mismos descubrirían, al cabo, que Felipe estaba vivo. —Levantó la vista y les dirigió una sonrisa imperceptiblemente melancólica—. Gracias a Dios todo ha ido tan bien como se lo he pedido… y confiaba en que así sucedería.
—Nosotros nos alegramos muchísima de ello —dijo Vance—. Pero cuéntenos cómo es que todo ha ido bien.
—Pues verá usted: esta mañana vino a casa Stanley y me preguntó por Felipe —siguió diciendo mistress Allen—. Y cuando le dije que continuaba escondido, me explicó, que todo había sido un error; que su tío había ido a la cárcel y demostrado a la Policía que él no había robado el coche y que era uno distinto el que atropellara al caballero de edad… Así le conté entonces a Gracia todo lo ocurrido y salí con objeto de darle la buena nueva a mi hijo y de traérmelo a casa…
—¿Cómo es, entonces —dijo exasperado el sargento—, que si ella sabe todo lo ocurrido ha podido manifestar que su hermano está en la cárcel?
Mistress Allen le dirigió una tímida sonrisa.
—Es que lo está, en efecto. El sábado hacía una noche muy templada y se quitó el abrigo. Más tarde se lo dejó en el auto, y como dentro de un bolsillo llevaba sus documentos, la Policía se enteró de quién era. Esta mañana ha ido, pues, a la cárcel de Hackensack, con objeto de recuperar la prenda y volverá a casa a la hora de comer.
Vance se rio a su pesar y dirigió a Gracia una mirada muy significativa.
—¿Verdad que el abrigo era negro? —interrogó.
—¡Oh, mister Vance! —exclamó, embelesada, la muchacha—. ¡Qué excelente detective es usted! ¿Cómo es posible que pueda decir el color del abrigo que llevaba puesto Felipe cuando estaba al otro lado del río?
Vance se echó a reír, pero súbitamente recobró la gravedad.
—Ahora tendré que rogar a ustedes que se vayan —dijo— y se preparen para el regreso de Felipe a su casa.
Markham intervino:
—Antes hablemos de esa historia que miss Allen pretende publicar en todos los periódicos. Sepa que no lo consentiré.
Jorge Burns fue el encargado de responder, sonriendo, a la observación hecha por el Fiscal.
—Gracia no hará eso, mister Markham, porque en este momento soy muy feliz y mañana pienso volver al trabajo. En realidad, no me preocupaba mi supuesta culpabilidad ni el ser objeto de una continuada vigilancia. Pero tenía que decírselo a Gracia y a mister Dobson. Recuerden que me arrancaron la promesa de que n*o haría mención de la muerte de Felipe. Justamente esta muerte, así como los sufrimientos que, a la postre, debería acarrearle a Gracia, era lo que me tenía inquieto y disgustado hasta el punto de no poder conciliar el sueño ni hacer nada.
—¡Qué! ¿No es extraordinario todo esto?
Gracia batió palmas. Luego miró de soslayo a Vance.
—Tampoco yo pensaba enviarle a la cárcel, mister Vance —confesó—. He dicho eso para ayudar a Jorge. Recuerde también que le prometí no revelar su confesión, ¡y yo sé mantener una palabra!
En el momento de partir con su hija y mister Burns, mistress Allen clavó en Vance una tímida mirada de disculpa.
—Espero que no me guarde rencor por haberle engañado, en la Morgue, ante el cadáver de aquel desgraciado —dijo.
Vance le tomó una mano.
—Nada de eso. Su proceder fue el propio de una madre tan viva e inteligente como usted.
Se llevó aquella mano a los labios y cerró la puerta tras del trío.
—Y ahora, sargento —súbitamente cambió de actitud—, ¡manos a la obra! —dijo—. Llame a Tracy y dígale que suba. Trataremos de identificar al muerto sirviéndonos de sus impresiones digitales.
Heath corrió a la ventana, diciendo:
—¡No me lo dirá dos veces, señor!
Hizo frenéticas señas al detective que estaba en la calle. Luego cruzó la biblioteca para dirigirse al teléfono, pero se detuvo de pronto, como privado de movimiento por una idea repentina.
—Diga, mister Vance, ¿qué le mueve a sospechar que vamos a encontrar en la Jefatura las huellas de esos dedos?
Vance le favoreció con una mirada penetrante, escrutadora y significativa.
—Cuando lo sepa se llevará una sorpresa, sargento.
—¡Madre de Dios! —murmuró Heath, espantado, mientras salía corriendo al vestíbulo.
Mientras hablaba, dando muestras de una extraordinaria agitación, con la Jefatura de Policía, entró Tracy en la biblioteca. Vance le envió sin pérdida de tiempo al laboratorio de Doremus con el sobre cerrado que se hallaba sobre la repisa de la chimenea.
Minutos después volvía Heath a entrar en la habitación.
—Los niños están trabajando —nos anunció, frotándose con fuerza las manos—. Les he ordenado que se den prisa. De todos modos, si no han llamado dentro de una hora, iré a arrancarles las orejas.
Así diciendo, se dejó caer sobre una silla, como si la sola idea de la actividad y eficiencia exigida a sus compañeros agotara sus energías.
Vance telefoneó a Doremus explicándole lo esencial que era obtener un informe inmediato respecto al cigarrillo que le había enviado.
Sucedía lo expuesto a mediodía, y por espacio de una hora nuestra conversación versó sobre cosas diversas y de escaso interés. La atmósfera era tensa dentro de la biblioteca. Nuestra charla era como un manto con que deliberadamente cubríamos nuestros más recónditos pensamientos.
La manecilla del reloj puesto sobre la chimenea señalaba la una en punto cuando sonó el timbre del teléfono. Vance contestó personalmente a la llamada.
—El análisis del cigarrillo no ofrece la menor dificultad —nos comunicó después—. El eficiente Doremus ha descubierto en él la misma combinación de venenos que tanto le preocuparon el domingo por la tarde. Markham: al fin comienza a tener forma la embrollada historia que te he referido.
Apenas hubo terminado de hablar, volvió a sonar el timbre del teléfono. Esta vez fue Heath quien voló presuroso al vestíbulo. Al volver a la biblioteca, minutos después, tropezó con una columna estilo Renacimiento que estaba junto a la puerta y la derribó al suelo.
—Estoy excitado ¿y qué? —exclamó, sin que le hubiéramos hecho la menor reconvención. Traía los ojos desencajados—. ¿A que no saben ustedes quién es el muerto? Es decir, creo que mister Vance se ha dado cuenta de ello antes que nosotros. Pues nuestro antiguo amigo Benny. ¡Benny el Buharro! Ahora veo que no dijeron ningún disparate los motoristas de Pittsburgo. También es posible que Pellinzi no haya venido directamente de Nomenica a Nueva York. ¡Bueno, ríase, señor Fiscal, ríase de nosotros!
La excitación temporal del sargento era tal que incluso se olvidó del respeto que siempre manifestaba a Markham.
—¿Qué haremos ahora, mister Vance?
—Ante todo, siéntese, sargento. La calma es una virtud muy necesaria en estos casos.
Heath obedeció sin hacerse rogar y Vance se volvió a Markham.
—Si no me engaño, este continúa siendo mi caso. Sin duda para contener mi charla en la noche del sábado tú mismo me lo ofreciste magnánimamente. Por ello te ruego ahora que tengas aún un poco más de paciencia.
Markham aguardó sin contestar.
—Ha llegado la hora de proceder rápidamente —siguió diciendo Vance—. El caso está claro, Markham; los dispersos fragmentos se reúnen y forman un mosaico sorprendente de veras. Pero todavía restan uno o dos espacios en blanco. Yo creo que si sabemos hablarle al corazón, Mirche llenará esos claros.
Heath le interrumpió.
—Le comienzo a entender —dijo—. ¿Usted cree que la identificación que de Benny hizo Mirche no fue sincera?
—No, oh, no, sargento. Mirche fue totalmente sincero. Tenía buenas razones para ello. La aparición del cadáver en su despacho le sorprendió de veras.
—Pues, entonces no comprendo… —gruñó Heath.
—Dime de una vez por qué me pides que tenga paciencia —dijo, impaciente, Markham.
—¡Ah!, pues porque deseo llevar a cabo una detención.
—¡Hombre! Supongo que no pensarás meterme en un atolladero. Habrá que esperar una solución del enigma que el caso presenta.
—Pero ¡si ya está resuelto! —replicó Vance con acento suave—. Si deseas proteger la integridad de tu profesión, acompáñame. Me encanta tu compañía.
—¡Vamos, al grano, al grano! —exclamó, irritado, Markham—. ¿Qué es exactamente lo que pretendes hacer?
Vance se inclinó hacia él.
—Quisiera dirigirme al Domdaniel esta misma tarde —dijo con toda franqueza— acompañado de dos hombres, por ejemplo, de Burke y de Hennessey, a quienes dejaré de vigilancia en el pasillo angosto, junto a la puerta secreta. Mi intención es entrar, acompañado del sargento y de tu persona por la puerta abierta sobre la terraza y desde allí pedir el derecho de entrada al café. Después actuaré bajo tu vista vigilante y refrenadora, naturalmente.
—Ten en cuenta que es muy posible que no halles a Mirche en su despacho, porque no creo que esté esperando tu visita. No es imposible que tenga otros planes para esta tarde.
—Así y todo, debemos correr ese riesgo —replicó mi amigo—. Poderosas razones me mueven a creer que hoy su despacho se haya convertido en activa colmena y por ello me sorprendería mucho no hallar en él a Loreley ni a Owen. Sé que esta noche parte el muchacho con rumbo al hemisferio meridional y por consiguiente que en el día de hoy se despedirá de los negocios que tiene en el café. ¡Hace tiempo que tú, lo mismo que el sargento, sospechan que el Domdaniel es cuartel general de toda clase de sucias transacciones! Pues bien: ¡no lo dudes ya más, Markham!
El Fiscal reflexionó un instante.
—Tu proposición me parece descabellada e inútil —manifestó al fin— a menos que tengas secretos motivos para proceder de esta suerte… Sin embargo, como tú mismo acabas de decir, te acompañaré para que no cometas una indiscreción… ¡Vamos allá!
Había capitulado.
Vance inclinó con aire satisfecho la cabeza y miró al aturdido sargento.
—A propósito, sargento: tal vez oigamos hablar de sus amigos Rosa y Tony Tofana…
—¡Los Tofana! —Heath se irguió en la silla—. ¡Ah, lo sabía! En el asunto del cigarrillo adivino la mano de Tony…
Vance le explicó su plan. Heath tenía que hablar de antemano con Joe Hanley, el portero del café, para que en caso de que Mirche tratase de salir del comedor por la puerta secreta, hiciera una señal convenida. Luego había que instruir a, Burke y a Hennessey respecto al puesto y deberes que iban a desempeñar. En cuanto a Markham, Vance y Heath, aguardarían desde la casa de enfrente, para distinguir la señal de Hanley, o la entrada de Mirche en su despacho por la puerta de la terraza.
Sin embargo, todas estas prevenciones tan elaboradas e intrincadas resultaron más tarde innecesarias, pues la teoría y pronósticos de Vance con respecto a la situación estuvieron totalmente acertados aquella tarde.