UNA ACUSACIÓN ATERRADORA
(Martes, 21 de mayo, a las 9:30 de la mañana)
—Sí, completamente loco, Markham —dijo Vance para concluir, mientras terminábamos de almorzar en su departamento, a la mañana siguiente—. Completamente loco. Es un ser peligroso, dañino y salvaje. Se acerca rápidamente su fin y el miedo ha trastornado su inteligencia. La súbita anticipación de la muerte ha roto el hilo de su razón. Ahora está buscando un rincón en que ocultarse de lo irremediable. Pero no lo encuentra y por ello se acoge a esa mefítica morada carnal erigida por su mente extraviada. Es la única realidad a que se aferra… ¡Qué vil criatura! Me dan ganas de aplastarla con el pie, de destruirla como a un germen mortal. Es un leproso mental, moral y espiritual. Un ser sucio, contaminado. Y yo, ¡yo!, tengo que salvarle de los horrores que encierra para él la eternidad.
—Me imagino la agradable tarde que habrás pasado en su compañía —dijo Markham, con visible disgusto.
El sargento Heath, llegado al departamento en respuesta a una llamada telefónica de Vance, había estado escuchando atentamente esta conversación. Mas pareció retraerse en espíritu cuando, poco después, con su ligereza de movimientos habitual, con su perenne alegría, entró en la biblioteca Gracia Allen. Traía, muy apretada contra sí, una caja pequeña de madera. Detrás de ella, tímido y vacilante, venía Jorge Burns. Miss Allen nos explicó con desusada animación el motivo de su visita.
—Tenía que venir, mister Vance —le dijo—, para mostrarle las pruebas que he reunido. Jorge fue a verme a casa; por eso le traigo también. No estará de más que sepa cómo van nuestras relaciones, ¿no le parece? Dentro de poco tendremos aquí a mi madre. Dice que desea ver a usted, aunque no imagino, de momento, la razón.
La muchacha hizo una pausa suficientemente larga para que Vance le presentara a Markham. Ella le aceptó sin dar muestras del recelo con que acogiera a Heath; y su charla animada e inconsecuente embelesó y distrajo al fiscal.
—Y ahora, mister Vance —siguió diciendo la joven, acercándose a la mesa y quitando la tapa a la caja que traía consigo—, voy a enseñarle esas pruebas. Con franqueza le digo que no las tengo por buenas, porque no he sabido exactamente dónde ir a buscarlas. En fin, véalas usted…
Comenzó a exhibir sus tesoros y Vance le siguió la corriente dando muestras de gran interés. Perplejo y sonriente avanzó Markham unos pasos; Burns se colocó a disgusto al otro lado de la mesa. Enojado Heath por la frívola interrupción, encendió un cigarrillo y se fue a fumar junto a la ventana.
—He aquí, mister Vance, el tamaño exacto de la huella impresa por un pie. —Gracia Allen nos enseñó una tira de papel que llevaba escritos encima unos números—. Mide once pulgadas de longitud. Le he preguntado a un zapatero amigo y dice que esa medida corresponde a un nueve y medio, de no ser inglés su poseedor, en cuyo caso equivaldría solamente a un nueve[12]. Yo opino que debe ser griego, porque se trata de uno de los camareros del Domdaniel. Me he dirigido allí porque le oí decir a usted que fue donde se encontró al individuo muerto. Aguardé mucho tiempo a que saliera alguien de la cocina; y después, cuando nadie me observaba, tomé la medida de la huella dejada…
Ella puso el papel a un lado.
—Y ahora vean este pedazo de papel secante que he quitado de encima de la mesa de mister Puttle. Para ello aproveché la hora del lunch, en que salió un momento de la oficina. Lo he colocado delante de un espejo y dice lo siguiente: «4 dns. de J. s» Esto significa: «Cuatro docenas de jabón de (madera de) sándalo».
A continuación sacó de la caja varios objetos de poca o ninguna utilidad, cuyo uso nos explicó con toda clase de detalles ingenuos antes de colocarlos junto a las demás pruebas.
Vance no la interrumpió ni una sola vez durante la divertida y al propio tiempo lamentable exhibición. Pero Burns, a quien exasperaba y ponía nervioso aquella pérdida innecesaria de tiempo, acabó por perder la paciencia y exclamó:
—¡En tu lugar, yo enseñaría a estos caballeros las almendras que llevas en el bolso y acabaría de una vez con tan boba ocupación!
—No llevo almendra ninguna, Jorge. En la caja queda solamente una cosa que no tiene nada que ver con eso. Al adueñarme de esta prueba practicaba…
—¡Tú llevas algo que huele a almendras amargas!
Vance demostró súbitamente un verdadero interés.
—¿Qué otra cosa encierra, pues, esa caja, miss Allen?
Ella se rio entre dientes y nos enseñó un sobre cerrado.
—Dentro está la colilla de un cigarro —dijo—. Se trata de una broma que pensaba gastarle a Jorge. ¡Como siempre está oliendo las cosas más inverosímiles! ¡Se conoce que no puede remediarlo!
Rasgó un ángulo del sobre en cuestión y en la palma de la mano recogió el cigarrillo en parte consumido que se escapó de su interior. A primera vista parecía no haber sido encendido, pero en seguida reparé en el extremo negruzco que indicaba que, por lo menos, se le habían dado unas cuantas chupadas. Vance se apoderó de él y se lo llevó a la nariz.
—Huele, realmente, a almendras amargas, mister Burns.
Tenía clavados los ojos en el espacio. A continuación volvió a meter el cigarrillo en uno de sus sobres y colocó este último sobre la chimenea.
—¿De dónde ha sacado ese cigarrillo, miss Allen?
Ella dejó oír una risa armoniosa.
—¡Toma! Es el mismo que, el sábado pasado, en Riverdale hizo un agujero en mi vestido. Supongo que lo recuerda… Más tarde, al hablarme usted de la importancia de los cigarrillos, se me ocurrió volver allá. Quería ver si era capaz de dar con él y advertir si lo había lanzado al camino un hombre o una mujer. Como ve, no he creído nunca que lo hubiera tirado usted… Me costó mucho trabajo encontrarlo, porque lo había pisado y estaba cubierto de tierra. De todos modos, no hallé en él nada digno de atención y eso me desesperó. Incluso pensé en volver a tirarlo. Por suerte no lo, hice. Me pareció que debía quedarme con él, por ser la primera prueba que obtenía… aunque ya comprendo que no tiene nada que ver con el caso en que trabajamos los dos.
—Querida niña —dijo pausadamente Vance—, es posible que no tenga nada que ver esa prueba con nuestro caso y que, sin embargo, se relacione con otro desconocido de usted.
—¿De veras? ¡Qué alegría! —Gracia se manifestó encantada—. Así, ¿se trata de dos casos y no de uno solo? ¡Pues sí que estoy convertida en una verdadera detective!
Markham se aproximó a Vance.
—¿Qué significa la observación que acabas de hacer?
—Que ese cigarrillo contiene cianuro. —Vance miró significativamente al fiscal—. Respecto a la posible acción de ese veneno y a la forma en que ha sido administrado, bastará que recuerdes las observaciones hechas por Doremus en la noche del domingo.
Markham hizo un gesto de impaciencia.
—¡Por Dios, Vance! A medida que pasa el tiempo se torna más inexplicable tu actitud.
Vance despreció el comentario y siguió diciendo, como si no lo hubiera oído:
—Admitida mi fantástica y probablemente efímera noción de que este cigarrillo es el arma letal que andábamos buscando, se comprenden muchas otras cosas igualmente fantásticas de este caso. Ahora lograremos por fin relacionarlas con otras cosas tan fantásticas y desconocidas que nos estaban obsesionando como una pesadilla y formular una teoría que, dentro de ciertos límites, naturalmente, ya no carecerá de sentido. A saber: ya sabemos por qué Hennessey no vio entrar aquella noche a Felipe en el despacho del café; podemos limitar a Mirche y a sus íntimos el secreto de la puerta invisible, lo cual es lógico, confiésalo; podemos afirmar sin temor a equivocarnos que el crimen se cometió en otra parte, por ejemplo, en Riverdale, y que el cadáver se trasladó luego al despacho por causas desconocidas. Tal deducción podría explicar la manera especial de comunicar el hecho a la policía; y asimismo nos revela por qué el doctor Mendel encontró cierta dificultad en determinar cuándo acaeció la muerte de la víctima. Porque si el asesinato hubiera sido perpetrado en el despacho, no hubiera podido hacerse antes de las diez en punto, ya que miss Allen se encontraba allí a dicha hora; mientras que si se consumó en otro punto cualquiera, debió ser con diez horas de anticipación al hallazgo del cuerpo —Vance se acercó a la chimenea y con aire pensativo dio unos golpecitos en el sobre que contenía el cigarrillo—. De poderse probar que este cigarrillo está impregnado de una substancia venenosa y que ha sido usado, como Doremus nos ha indicado, nos hallamos ante una poco plausible coincidencia. La de que en partes separadas de la ciudad y por el mismo misterioso medio se haya dado la muerte a dos personas en un mismo día. Puede añadirse a esto que únicamente poseemos un solo cadáver.
Markham asintió, con evidente repugnancia, a estas palabras de Vance.
—Todo ello me parece bien, pero…
—Sé lo que vas a objetar, Markham —le dijo Vance—. Es posible que, en el fondo, haga yo las mismas objeciones. Mi caprichosa suposición tiene menos consistencia, si quieres, que la tela de una araña… pero es mía y la acaricio, de momento.
Markham se disponía a responder, mas el otro siguió diciendo:
—Permíteme que delire todavía un instante, antes de que me llames a la realidad. Déjame que contemple, como en un sueño, las conclusiones a que puede conducirme mi presunción. Ella sola es capaz de unir los factores enojosos que me están privando del sueño desde un tiempo a esta parte. Ella puede explicar la franqueza con que Mirche nos habló de su puerta secreta; el odio que vi brillar en los ojos de mi Loreley; el conocimiento respecto a las cosas de los Tofana; e incluso la presencia del «Mochuelo» en el café en la noche del sábado. Asimismo podría explicar las sutiles derivaciones que se descubren en el nombre del café e incluso justificar la obsesionante hipótesis del sargento referente a la existencia de un círculo criminal. También, aun cuando parezca inconcebible, aclara la desaparición de la pitillera de Burns y su aroma a junquillo. Y otras cosas que en este momento me desconciertan acabarán a su vez por unirse en un todo consistente… ¡Qué de sorprendentes posibilidades, Markham! ¡Ah! ¡Déjame que sueñe mi ensueño de haschich! Al fin se dibuja en el caos de mi mente la forma que ansiaba. Es la primera idea coherente que ha penetrado en mi imaginación febril desde la noche del sábado. Con la premisa singular de estar ese cigarrillo envenenado, puedo al fin poner en orden toda una serie de elementos complejos. Ya los veo colocarse en sus puestos como las imágenes de un calidoscopio.
—¡Por amor de Dios, Vance! Sencillamente, estás creando una nueva y más extraordinaria fantasía para explicar la primera. —El severo acento de Markham moderó los ímpetus de Vance.
—Sí, tienes razón —repuso—. Naturalmente, enviaré a Doremus el cigarrillo para que él lo analice. Y probablemente no nos revelará nada. Con franqueza, no entiendo cómo permanece en él el aroma tanto tiempo, a menos que uno de los venenos que componen la mezcla actúe de fijador y retarde la volatilización. Pero, Markham, quiero, necesito, descubrir el hombre asesinado en Riverdale el sábado pasado.
Miss Allen miraba ya al uno, ya al otro, presa del mayor aturdimiento.
—¡Ahora comprendo al fin! —exclamó triunfante—. Ustedes creen seriamente que ese cigarrillo ha ocasionado la muerte de una persona… Nunca había oído semejante absurdo.
—Es que no es un cigarrillo ordinario, querida —le explicó pacientemente Vance—. Sólo es posible que haya ocasionado esa muerte, de haber sido previamente mojado en un terrible veneno.
—¡Pero si ese hecho es cierto, es espantoso! —murmuró ella—. Riverdale es un sitio precioso y lleno de paz. ¡Sería horrible ir a cometer allí un crimen!… —Sus ojos comenzaron a dilatarse y de súbito exclamó—: Pero apuesto cualquier cosa a que sé quién es la víctima. ¡Sí, lo sé!
—¿Qué diantre está diciendo, muchacha? —Vance se echó a reír y la miró con perpleja expresión—. ¿Quién cree que puede haber sido?
Ella le dirigió, a su vez, una mirada escrutadora y luego repuso:
—¡Toma, pues Benny «el Buharro»!
El sargento se irguió de repente y abrió una boca de un palmo.
—¿Dónde ha oído ese nombre, señorita? —gritó.
—¡Toma!… ¡toma! —replicó la muchacha tartamudeando y confusa por la vehemencia inusitada de Heath—. Mister Vance me habló de él.
—¿Mister Vance le ha dicho a usted…?
—¡Pues claro que sí! —dijo la muchacha, desafiándole—. ¡He aquí por qué sé que se le ha asesinado en Riverdale!
—¡Asesinado en Riverdale! —repitió aturdido el sargento—. ¿Será posible también que sepa quién le ha matado?
—¡Vaya si lo sé!… —concluyó miss Allen—. ¡Fue mister Vance!