CAPÍTULO XIV

EL LOCO MORIBUNDO

(Lunes, 20 de mayo, a las 8 de la noche)

A las siete en punto de aquella misma tarde, encaminó Vance sus pasos al Hotel Carlton. No telefoneó desde el vestíbulo de entrada; al dorso de su tarjeta escribió la palabra «particular» y se la envió a Owen. Minutos después volvió el botones y nos condujo al primer piso.

Dos hombres estaban de pie, junto a una ventana, cuando entramos en la habitación. Owen se había sentado en una silla baja, junto a la pared, y daba vueltas entre los nerviosos dedos a la tarjeta de Vance. Al vernos la tiró sobre el taburete de madera que tenía junto a sí y a continuación dijo con suave e imperiosa entonación:

—Se acabó vuestra tarea de esta noche.

Inmediatamente los dos sujetos salieron de la pieza y cerraron la puerta.

—Excúsenme ustedes —nos dijo Owen con una triste sonrisa—. El hombre es un ser receloso. —Con un vago gesto de la mano nos invitó a tomar asiento—. Sí, receloso. ¿Por qué se preocupará uno tanto? —Su voz era apagada, pero tenía un timbre quejumbroso que no sé por qué me recordó el grito de un ave a la hora del crepúsculo—. Sé a lo que han venido y me alegro de verles. Temía que se interpusiera algo entre nosotros.

Al observarle más de cerca me produjo la impresión de que padecía una grave enfermedad. Era como un estado letárgico interno muy particular. Tenía la mirada acuosa; su rostro indicaba una cianosis; su voz era monótona. Me pareció un muerto viviente.

—Por espacio de varios años —siguió diciendo— he albergado la esperanza de que algún día… Necesito a mi lado un ser consciente y amable…

Su voz se apagó.

—Siente la soledad psíquica del paria —comentó Vance entre dientes—. Comprendo —agregó en voz alta—. Pero tal vez no sea yo la persona adecuada…

—En el fondo, ¿quién lo sería? Perdone mi vanidad. —Owen nos dirigió una pálida sonrisa y encendió un cigarrillo—. ¿Usted cree que uno de los dos deseaba esta visita? ¡Bah! El hombre no puede escoger. Es una virtud propia del temperamento de cada uno. Todos somos absorbidos por una vorágine y hasta escapar a ella luchamos por justificar o ennoblecer nuestra elección.

—Pero importa poco, ¿no es eso? —dijo Vance—. Continuamente se escapa a nuestro ser algo vital y nuestra inteligencia no puede siempre responder a las preguntas que ella misma se formula. No hay diferencia ninguna entre decir una cosa o no decirla, y, sin embargo, pensarla.

—Eso es.

El hombre dirigió a Vance una mirada de interrogación.

—¿Qué es lo que piensa usted?

—Le diré: me preguntaba por qué estaría usted en Nueva York. Le vi la noche del sábado en el Domdaniel.

Vance había cambiado de tono.

—Yo aseguraría que le vi también, mas no estoy seguro. Entonces me dije que podría usted ponerse al habla conmigo. Su presencia aquella noche en el café no fue una mera coincidencia. Las coincidencias no existen. Es una palabra inventada para disfrazar nuestra vergonzosa ignorancia, únicamente existe un solo molde en el Universo regido por el tiempo.

—Pero ¿y su visita a la ciudad? ¡Ah, perdón! Tal vez me inmiscuyo en un secreto.

Owen hizo una mueca feroz y un escalofrío me recorrió la espina dorsal. Luego esta expresión fue reemplazada por otra de tristeza.

—He venido a ver a un especialista: Enrique Hofmann.

—Sí. Es uno de los más grandes cardiólogos mundiales. ¿Le ha podido ver?

—Hace dos días. —Owen se rio amargamente—. ¡Sentenciado! Mene, mene, tekel, upharsin.

(Esta era una manera suya de decir: mane, tezel, fares, por lo visto).

Vance se limitó a arquear levemente las cejas y a chupar con mayor ahínco el cigarrillo.

—Gracias —le dijo Owen— por ahorrarme las frases comunes que se dicen en casos como este mío. —A continuación preguntó inesperadamente—: ¿Es usted un nuevo Daniel?

—¿Es que Baltasar necesita de augurios? —Vance le miró a los ojos—. Pues, no, desgraciadamente, no soy profeta… ni me llamo Dominico.

Owen prorrumpió en una diabólica carcajada.

—¡Veo que ha caído en el significado de ese nombre! —exclamó, meneando la cabeza con aire satisfecho—. En cambio Mirche se morirá sin haber profundizado en él. Se halla tan ignorante de la existencia de Las Mil y Una Noches como de la de Southey o la de Carlyle. [11] ¡Es un iletrado… y un marrano!

—Tuvo usted una idea genial —observó Vance.

—Oh, no; genial, no. Un poco humorística nada más.

Owen volvió a sumirse en su estado letárgico; la expresión se le estereotipó; las manos descansaban sin fuerza sobre los brazos del sillón. Parecía un cadáver. Largo silencio imperó en la habitación. Al cabo, lo rompió Vance.

—Volviendo a esa escritura simbólica sobre la pared —dijo a Owen—, ¿le consolaría pensar en su destino? ¿La creencia de que, desde el principio al fin, están los años pesados y medidos?

—¡No! —profirió vivamente el gangster—. «Consuelo» es una palabra convencional. —Y agregó con melancolía:— ¡Resurgam! ¡Eterna repetición! ¡Perfecta tortura! —Seguidamente murmuró—: El mar se retirará… y se extinguirá el planeta, será absorbido por el sol… por soles mayores. En el último instante, la eterna dispersión de las cosas… De aquí a billones de años… en esta misma habitación… —Se sacudió débilmente y clavó la mirada en Vance—. Moore tenía razón: es una locura.

Vance asintió como simpatizando con la idea.

—Sí. Locura absoluta. El momento finito es solamente el que nos atrevemos a contemplar. Pero no existe.

—No, no hay finito, naturalmente —Owen dejó oír una voz sepulcral—. Sino todos esos billones de años en que la inteligencia volverá al infinito… semejante a los círculos concéntricos de la piedra que se arroja dentro del agua. Entonces tendremos el espíritu despejado, limpio y puro; ahora no lo tenemos. Será entonces cuando originaremos esos círculos sin fin… Con usted puedo hablar de todas estas cosas ¡gracias a Dios!

Vance volvió a asentir a lo expuesto por el bandido.

—Comprendo. Limpieza de espíritu. Lo finito se contrapesa. Es decir: lo contrapesamos nosotros hasta el fin. Volveremos a la eternidad. Sí, limpieza de espíritu. Es una frase muy a propósito para expresar su idea.

—Mas ello no será el resultado de una restitución —dijo rápidamente Gwen—. Nada de absurdos profesionales, ¿eh?

Vance alzó la mano, denegando.

—No quiero decir eso —explicó—. Tras de lo finito llegará el néant —la nada— y ya no habrá más lucha, ya no trataremos de contener los impulsos puestos en nosotros por el mismo agente que ahora nos prohíbe darles rienda suelta…

—¡Eso es! —Owen cobró súbita animación; luego volvió a caer en la acostumbrada languidez. El ligero movimiento de su mano fue tan gracioso como el de una mujer. Pero no se disipó la insólita dureza de su mirada—. Cuando yo haya de producir esos círculos, cuando llegue el momento de… ¿se acordará usted de mí?

—Sí —repuso sencillamente Vance—. Si llega el momento a que alude y puedo servirle de algo, cuente conmigo.

—Confío en usted… Y, ahora, seguiré hablando. Hace tanto tiempo que anhelo departir con una persona como usted…

Vance aguardó en silencio y Owen continuó diciendo:

—Nada tiene la más pequeña importancia… ni siquiera la vida. Nosotros mismos podemos crear seres humanos o borrarles del libro de la existencia. Es uno y lo mismo por más que creamos lo contrario. —Se sonrió y prosiguió de esta suerte—: ¡Qué inutilidad tan disparatada la de todas las cosas! ¿Para qué sirve hacer, para qué sirve pensar? Nosotros llamamos Vida a una torturadora sucesión de días. Mi temperamento me ha impulsado siempre a tomar distintas direcciones a la vez. Por ello, pensándolo bien, lo mejor es despenar almas.

Se estremeció aquí, como si hubiera visto un fantasma, y Vance observó, interrumpiéndole:

—También yo conozco la inquietud que se origina de la demasiada actividad con todos sus múltiples deseos.

—Sí, es una lucha sin objeto. Se lucha en vano para adaptarse a un molde muy diferente de los moldes antiguos. Es nuestro último azote ese instinto de llevar a cabo lo que quiera que sea: una hazaña, una obra. Lo mismo da. Sólo cuando nos ha devorado nos damos cuenta de su poca importancia. En diferentes ocasiones he sentido el impulso de mis instintos. Nosotros creemos poderlos sujetar a nuestra voluntad. ¡Bah! ¡Eso es mentira! ¡Mentira! ¡Mentira! ¡La voluntad! —Owen se rio en voz baja—. Sólo cuando nos enseña su inutilidad tiene valor esa potencia.

Se movió un poco como sacudido por leve espasmo involuntario.

—Tampoco podemos atribuir nuestros instintos desordenados a un recuerdo racial. No existen las razas. Existe solamente una corriente continua de vida que se origina del barro primero. El abortado sensualismo de la vida primordial, animal, duerme en el interior de todos nosotros. Si le reprimimos se manifiesta transformado en crueldad y sadismo; si le dejamos libre ocasiona perversión y locura. No hay manera de do^ minarle. En ocasiones el hombre trata de contrarrestar tales horrores desprendiendo de su abstracta concepción un ideal elevado por medio de símbolos visuales.

—Los símbolos son también abstracciones —replicó mordaz la voz de Owen—. No apele a la lógica. Tampoco conduce al hombre hacia la verdad; la lógica nos lleva a conclusiones anormales. ¡La apoteosis de la lógica!… ¡ángeles danzando en la punta de una aguja…! Pero, ¿para qué molestarnos en definir esa sombra que media entre dos infinitos? Yo sólo sé darle una respuesta: la que implica el instinto grosero de comer, dormir y vivir bien. Instinto que, a su vez, es otra mentira.

—Quizá se trate de algo más —insinuó Vance—. Pudiera ser un impulso nacido aquí abajo cuando la sombra de la vida se proyectó por vez primera en la senda de lo infinito: el impulso cósmico de jugar con la existencia a fin de escapar a la violencia y presión de lo finito.

(Ahora sé que Vance tenía en el pensamiento una idea concreta —oscura entonces para mí— mientras hablaba con el hombre extraño y poco natural que tenía en frente).

—Aquí, en este pícaro mundo —decía perezosamente Owen—, todos los caminos son iguales. Ninguno es mejor que otro, como tampoco es una persona o cosa preferible a otra persona o cosa. Todas las cosas opuestas: la creación y la destrucción, la serenidad o la desesperación, pueden ser cambiadas entre sí. Sin embargo, la vanidad y la soberbia fluyen por los resquicios de la capa helada que cubre mi metafísica. ¡Bah! —Owen se encogió y miró a Vance—. Aquí abajo no hay tiempo ni existencia.

—Así es. El infinito no es divisible.

—Pero sí existe la posibilidad aterradora de poder agregar algún factor al tiempo que tenemos delante. Y si lo hiciéramos, ese factor continuaría existiendo eternamente. Ea, no lancemos la piedra. Nuestro deber es desprendernos limpios de esta sombra.

Owen había cerrado los ojos y Vance le miró con el rostro impasible. Luego dijo, casi en un acento consolador:

—Eso se llama sabiduría… Sí, limpieza de espíritu.

Owen afirmó con gesto soñoliento:

—Mañana por la noche embarco para Sud América. Necesito un clima templado por las brisas del Océano… Mañana estaré, pues, muy ocupado. Habrá que hacer multitud de cosas: cuentas, la limpieza de la casa, proceder en todo con orden. En todo este tiempo no habrá círculos concéntricos para mí. La limpieza… se producirá más allá. ¿Comprende?

—Sí —Vance no bajó la vista—. Comprendo.

El bandido abrió lentamente los ojos, se enderezó y encendió otro cigarrillo. Se había desvanecido su singular estado de ánimo y una nueva luz brilló en su mirada. Durante la conversación que he transcrito no había levantado la voz ni una sola vez; sus palabras habían sido moduladas con una suavísima inflexión. Así y todo, me pareció que había estado escuchando un amargo y apasionado discurso.

Owen comenzó ahora una nueva conversación. Nos habló de viejos libros, de los días pasados en Cambridge, de la ambición cultural que sentía en su juventud, de sus primeros estudios de música. Elevóse poco a poco hasta tratar de la sabiduría de las antiguas civilizaciones y, con no escaso asombro mío, se detuvo en la descripción apasionada del Libro de los Muertos. Pero lo más raro fue que, al hablar de sí mismo, manifestaba un dualismo particular como si se refiriese a otra persona. Su cortesía razonable me inspiró una repugnancia que rayaba en pavor. En torno de él permanecía en suspenso un aura latente y primitiva, semejante a la de una bestia. Su ser ejercía sobre mi espíritu una morbosa fascinación y experimenté una inequívoca sensación de alivio cuando Vance se levantó para marcharse.

Al separarnos de él en la puerta, Owen dijo a Vance un disparate, con aire solemne.

—Cuente, mida y pese… Recuerde que me lo ha prometido.

Vance le dirigió entonces una mirada penetrante.

—Gracias —suspiró Owen; y nos saludó inclinándose hasta el suelo.