CAPÍTULO XIII

EN QUE SE DAN NOTICIAS DEL «MOCHUELO»

(Lunes, 20 de mayo, a las 11 de la mañana)

A las once en punto entró Vance en el café Domdaniel. Nadie le puso dificultades cuando pidió ver al dueño. Y tras de una espera de cinco minutos, salió Mirche al hall donde le estábamos aguardando. Saludó a Vance con efusión, pero no sé por qué me pareció que representaba un papel aprendido.

—¿A qué debo tan inesperada, visita, señores? —interrogó con acento suave.

—Venimos a hablarle de ese pobre joven a quien se halló muerto en su despacho la noche del sábado. —Vance se expresaba con agradable desenvoltura.

—¡Ah, sí! —Si Mirche estaba sorprendido lo disimuló muy bien—. Naturalmente, celebraré poder hacer algo por su familia… Al propio tiempo me agradaría, naturalmente, evitar el escándalo. El público no perdona. Ha sido un incidente de los más desgraciados. Pero pasen ustedes a mi despacho.

Nos precedió a lo largo de la# terraza y, abriendo la puerta, se apartó para dejarnos paso franco. Vance se acomodó en uno de los grandes sillones de cuero y Mirche se sentó frente a él.

—La Policía me ha dirigido un sinfín de preguntas sobre el asunto —nos dijo él—; pero, naturalmente, yo creía que habíamos terminado.

—Comprendo que son procedimientos muy molestos —replicó Vance—. Perdone que sea yo ahora el que vuelva a la carga. Me importa dilucidar uno o dos puntos de interés trascendental para mí.

—Ese interés me sorprende, si he de serle franco, mister Vance. —Mirche se manifestaba frío y suave—. Después de todo, el joven no hacía más que fregar los platos en la cocina. Justamente le había yo despedido antes de la hora de comer. Cuestión de pago, ¿sabe? A él le parecía que ganaba poco… Todavía no comprendo a qué volvió, a menos que lo pensara mejor y quisiera ser readmitido. Por desgracia, se murió mientras me aguardaba en este despacho. No era muy robusto y supongo que debió fallarle el corazón. A propósito, mister Vance: ¿se ha descubierto ya la causa de su muerte?

—No; me parece que no. Pero esto no es punto que me interese, de momento. El hecho es, mister Mirche, que la noche del sábado estaba en la calle un agente de policía y este agente insiste en que no vio entrar en este despacho al joven Allen tras de haberle visto salir a las seis de la tarde.

—Lo más probable sería que no reparara en él —dijo Mirche con indiferencia.

—No, ¡oh, no! El agente, que dicho sea de paso conocía a Felipe, afirma que no entró en este despacho en toda la noche… al menos por la terraza.

Mirche levantó la vista y abrió los brazos.

—Insisto, mister Vance, en…

—¿No pudo entrar aquí por otro lado? —Vance hizo una pausa momentánea y miró a su alrededor—. Por ejemplo: ¿por esa puertecilla disimulada en el muro?

Mirche guardó silencio. Miró astutamente a Vance y parecieron contraerse todos los músculos de su cuerpo. Mirche era el vivo retrato, en aquellos momentos, del hombre que piensa rápidamente.

De pronto exhaló una carcajada, que reprimió al instante.

—¡Toma! ¡Y yo que creía tener tan bien guardado el secreto! —exclamó—. Esa puerta ha sido ideada por mí, por motivos de conveniencia, ¿comprende? —Se levantó y se dirigió al fondo de la pieza—. Voy a mostrarle cómo se abre.

Pulsó un pequeño medallón del friso de madera y se abrió en silencio un paño de dos pies escasos de anchura.

Vance examinó la cerradura escondida de aquella puerta secreta y a continuación volvió a sentarse como si la revelación no significase nada para él.

—¡Excelente trabajo! —comentó, con su acento perezoso.

—Y de mucha utilidad —dijo Mirche, cerrando la puerta—. Esta entrada secreta del café al despacho me sirve de mucho. Ya comprenderá, mister Vance…

—Comprendo perfectamente que, a veces, deseará hallarse solo. En cierta ocasión conocí a unos corredores de Bolsa de Wall Street que también tenían estas salidas en su casa. Es incomprensible… Lo que me choca es que la conociera su empleado. ¿Cómo ha sido eso?

—Francamente, lo ignoro —respondió Mirche, y se acarició, pensativo, la barbilla—. Aun cuando es posible, naturalmente, que me hayan espiado las gentes que tengo en la cocina… si es que no han descubierto accidentalmente el secreto.

—¿Supongo que lo conocerá también miss del Marr?

—¡Oh, sí! —admitió Mirche—. Justamente, me ayuda a llevar mis cuentas; por consiguiente, ningún motivo me impide dejarle que use esta salida siempre que lo desee.

La franqueza mostrada por el dueño del café sorprendió un poco a Vance; era evidente, y por ello se apresuró a encauzar la conversación por otros derroteros. Dirigió a Mirche numerosas preguntas sobre Allen y volvió a hablar de los pasados acontecimientos.

En mitad del interrogatorio se abrió la puerta del despacho y apareció miss del Marr en el umbral. Mirche la invitó a entrar, e inmediatamente nos la presentó.

—Les estaba hablando a estos caballeros —dijo rápidamente— de la puerta secreta de esta habitación. —Riendo forzadamente, agregó—: Por lo visto, mister Vance se figura que puede haber una misteriosa relación entre esta puerta y…

Vance levantó la mano, en señal de amistosa protesta.

—Mucho me temo que haya dado a mis palabras un alcance que no tiene en realidad, mister Mirche. —Luego sonrió a miss del Marr—. La puerta secreta me parece muy conveniente para usted.

—¡Oh, sí! Especialmente cuando hace mal tiempo.

Hablaba con indiferente desenvoltura, pero su expresión era dura, casi amarga.

Vance la examinó atentamente. Yo esperaba que la interrogara respecto a la muerte de Allen, porque sabía que tal había sido su intención. Pero, en vez de hacerlo así, charló por los codos de mil cosas triviales, completamente ajenas al asunto que allí nos llevaba.

Poco antes de despedirse de la pareja, dijo a miss del Marr con un acento capaz de desarmar a cualquiera:

—Perdone la intromisión, mas no puedo por menos de admirar el perfume que gasta. O mucho me engaño, o es una combinación de rosa y junquillo.

Si el comentario de Vance asombró a la mujer, no dio muestras de ello.

—Sí —replicó con indiferencia—. Tiene un nombre ridículo que vale muy poco. Debido tal vez a mi influencia, lo usa también mister Mirche.

Dirigió al dueño del café una sonrisa convencional y otra vez reparé en la dureza y acritud de su expresión.

Poco después salimos de allí, y mientras subíamos hacia la Séptima Avenida, Vance se mostró más serio de lo acostumbrado.

—Ese mister Mirche es endiabladamente hábil —murmuró—. Todavía no comprendo por qué nos ha hablado con tanta franqueza de la puerta secreta. Y, sin embargo, está preocupado. Es particular… No he tenido necesidad de interrogar a Loreley. Cambié de idea en cuanto habló de aquella manera tan seca y miró a Mirche. En esa mirada se reflejaba el odio, Van, un odio cruel y apasionado… Y los dos gastan el «Béseme usted pronto»… ¡Es para confundir a cualquiera!

Al llegar junto a Markham, este nos habló de la visita que Dobson había hecho aquella misma mañana, a su despacho.

—Está disgustadísimo y desesperado, Vance —nos dijo—. La causa es increíble. Por lo visto se ha formado una opinión exagerada de las dotes del joven Burns, o imagina que sin él no podrá seguir adelante la elaboración de los perfumes. Está convencido de que Burns tiene en su mano la clave del éxito de que hoy goza la perfumería y no sé cuántas cosas más.

—No creas que anda descaminado, Markham —replicó Vance—. Dobson tiene probablemente razón para cotizar tan alto a Burns. Ha sido él quien ha ideado la fórmula que da nombre a la casa y con ello salvó a Dobson de una bancarrota. Le comprendo perfectamente.

—Parece ser, además, que el negocio de perfumería varía según la estación y que se acerca la época de vacaciones. Dobson ha invertido fuertes sumas en intensificar la campaña de propaganda y necesita inmediatamente varios perfumes para su divulgación. Según él, sólo Burns es capaz de ayudarle.

—La cosa es plausible e interesante a la vez. Pero ¿por qué causa ha visitado tu sancta sanctorum?

—Pues parece ser que Burns está desmoralizado. Está nervioso e imagino que bastante asustado. No puede dormir, ni comer, ni oler, en una palabra, y se ha despedido de trabajar mientras no quede limpio de toda sospecha en este caso de Allen. Dobson está frenético. Ha hablado con el joven esta mañana y de sus propios labios ha escuchado las razones que le mueven a abandonar el trabajo. Burns le ha dicho que la causa está muerta de momento y que no se han dado aún los nombres de las personas que figuran en ella, pero le ha explicado que él está comprometido hasta cierto punto y ello le trastorna. Dobson tiene una fe ciega en Burns y, desesperado como está, ha creído oportuno venir a verme. Lo más probable es que crea que no vamos bastante de prisa.

—¿Y bien?

—Se empeña en ofrecer una recompensa para la solución del caso, confiando en que así me apresuraré a llevarlo adelante sin demora y mi gente se pondrá en movimiento de manera que su precioso Burns pueda volver cuanto antes a la fábrica. Reservadamente te digo que ese hombre está loco.

—Pudiera ser, Markham, pero no le desengañes.

—Ya he tratado de hacerlo. Es en vano. No quiere convencerse.

—¿Y en cuánto estima los servicios y libertad de Burns?

—¡En cinco mil dólares!

—¡Sí que está rematado! —observó, riendo, Vance.

—Estamos de acuerdo. Yo mismo me negaría a creerlo de no tener aquí sus instrucciones escritas y firmadas y en esa caja fuerte el cheque por valor de los cinco mil dólares. Por cierto que les acompaña una cláusula expiratoria de cuarenta y ocho horas.

Una vez que Vance se hubo empapado de tan fantásticos informes, relató al Fiscal sus recientes aventuras. Le habló de la puerta secreta del despacho de Mirche y se extendió al hacer mención de la obstinada sospecha del sargento de que el Domdaniel era centro de una organización criminal seguramente muy vasta. A esto último replicó Markham con una lenta y pensativa inclinación de cabeza:

—No me atrevo a decir que ande descaminado. Ese café me preocupa un poquillo, pero hasta ahora no ha salido a luz nada definitivo.

—El sargento ha mencionado a ese Owen. Le cree el genio inspirador de la pandilla —dijo Vance—. Y la idea no me disgusta. Casi estoy inclinado a buscar a ese Mochuelo y ver de arrancarle las plumas… A propósito, Markham: por si acaso mi impulso se sobrepusiera a mi natural discreción, ¿sabes cuál puede ser su nombre de pila? Porque, claro está que no se puede ir preguntando por un ave nocturna de rapiña.

—Si mal no recuerdo, se llama Dominico.

—Dominico… Dominico… —De súbito Vance se enderezó y estuvo un rato con la mirada clavada delante de sí—. ¡Dominico Owen… y Daniel Mirche! —Mantenía suspendido en el aire el cigarrillo—. ¡Ahora sí que creo ser presa del delirio! Tienes razón, Markham, ¡estoy viendo visiones! ¡Me han cogido en la red de un abracadabra! ¡Te digo que todo este asunto encierra la fantasía del papirus de Aní!

—En el nombre del cielo… —comenzó a decir el Fiscal.

—¿De verdad no has caído en ello aún? —Vance dijo entonces, recalcando las palabras—: Dominico… Daniel. A saber: DOMDANIEL.

Markham arqueó las cejas con aire de escepticismo.

—Es pura coincidencia, Vance, aunque un poco fantástica, en efecto. Si no recuerdo mal, en Las mil y una noches el original Domdaniel se encuentra bajo el océano, cerca de Túnez, y es morada de los malos espíritus. Contando con que Mirche haya leído el nombre de ese palacio situado debajo del mar y sea socio de Owen en el café, no le creo dotado de la suficiente iniciativa o valor para eso.

—Mirche no, Markham, pero sí Owen. Este es capaz de semejante sutileza, osadía y humorismo. La idea es verdaderamente magnífica. Ofrece al mundo la clave de su secreto y luego se ríe como debieron reírse los malos espíritus que originalmente habitaron esa subterránea ciudadela del mal…

Se compadeció con Markham de las miserias de esta vida y le dejó que llegara por sí mismo a una conclusión de los hechos expuestos.

No era Heath el que nos estaba aguardando cuando llegamos al departamento de Vance poco antes de las tres. Era la omnipresente Gracia Allen; y, como de costumbre, nos saludó con exagerado entusiasmo.

—Usted me dijo que volviera por la tarde… ¿o no me lo dijo? En fin, yo entendí algo referente a esta tarde, pero no me dijo la hora, y por ello he venido, al azar, algo temprano. Tengo ya muchas pruebas. Es decir, muchas no. Tres o cuatro. No creo que le sirvan gran cosa. Y usted, ¿posee ya algunas pruebas, mister Vance?

—Todavía no —replicó él, sonriendo— o por lo menos no son fundamentales. Lo que sí tengo es idea de muchas cosas.

—¡Oh! ¡Hábleme de sus ideas, mister Vance! —suplicó la muchacha—. Tal vez nos ayuden. Nunca se sabe lo que se puede descubrir con sólo pensar. La semana pasada imaginé que habría tormenta… ¡y ya ve como la ha habido!

—Bien, permítame ver… —Y en parte con ganas de reírse un rato, en parte con manifiesta bondad, Vance le refirió lo que presumía referente al significado de la palabra Domdaniel. De paso se paró a contar la misteriosa y romántica leyenda de Las mil y una noches que trata de la original Domdaniel. Nos habló de los califas sirios, de «las raíces del Océano», de las cuatro entradas y los cuatro mil peldaños de la escalera, de Maghrabi y de otros magos encantadores.

Heath, que había llegado en el momento en que daba comienzo a su cuento, y se había quedado en pie, escuchándolo, se mostró tan embelesado como la joven. Cuando Vance hubo terminado, Gracia dio súbitas muestras de fatiga.

—¡Es maravilloso, mister Vance! Quisiera ayudarle a buscar al hombre ese llamado Dominico. Nosotros tenemos en la fábrica a un escribiente muy grueso que se llama así. Pero no puede ser el que usted dice.

—No; estoy seguro de ello. El que yo digo es un hombre bajito, muy moreno, de ojos oscuros y mirada penetrante. Tiene los cabellos muy negros y el rostro muy pálido.

—¡Oh! Tal vez es el hombre que vi en la habitación de miss del Marr.

—¡Qué!

La exclamación del sargento sobresaltó a la muchacha.

—¡Dios mío! ¿He vuelto a decir algo inconveniente?

Vance lanzó a Heath una mirada de reproche y le hizo seña de que se apartara y retrocediera unos pasos. Luego habló con calma a la muchacha:

—¿Ha querido decir, miss Allen, que además de miss del Marr vio a otra persona en su habitación cuando cayó usted en su interior?

—Sí. Vi a un individuo exacto al que acaba de describir.

—¿Por qué no me ha dicho usted eso esta mañana?

—¡Toma! ¡Porque no me lo ha preguntado! De habérmelo preguntado, se lo hubiera dicho. Tampoco creí que tuviera tanta importancia. Después de todo, ese hombre no tuvo la culpa de mi caída.

—¿Y está segura —siguió preguntando Vance— de que se parece al sujeto que acabo de describir?

—¡Uy, segurísima!

—Supongo que no le conocerá usted de vista…

—No le había visto jamás. De lo contrario, lo hubiera recordado, porque siempre me acuerdo de las caras de las personas, aunque en ocasiones me olvide de los nombres, Además, volví a verle después.

—¿Después? ¿Dónde fue eso?

—¡Toma! Estaba sentado en el comedor, junto a un rincón, no muy lejos de Jorge. Todavía hoy no comprendo por qué miré en esa dirección, ya que estaba con mister Puttle aquella noche.

—¿Quién había junto al sujeto desconocido cuando le vio usted en el comedor?

—¿Cómo quiere que les viera si me daban la espalda?

—¿Le daban?… ¿De quién habla usted?

—¡Toma! De los otros dos hombres que estaban sentados a la misma mesa.

Vance dio una larga chupada al cigarrillo.

—Dígame, miss Allen: ¿qué hacía ese individuo cuando le vio en la habitación de miss del Marr?

—Déjeme que lo piense. Me parece que debe ser un amigo íntimo, porque guardaba un gran libro de notas en un cajón de la mesa. He dicho que tiene que ser un amigo muy íntimo de miss del Marr, porque, de no ser así, no hubiera sabido dónde se mete el libro en cuestión, ¿no le parece? Luego miss del Marr se me acercó, puso una mano sobre mi brazo y me sacó de allí a escape. Sin duda tenía mucha prisa. ¡Pero es simpatiquísima!

—La escena debió ser muy divertida.

Poco después de tan sorprendente relato, miss Allen se despidió alegremente de nosotros diciendo, con un aire cómico de misterio, que tenía muchísimas cosas que hacer. Incluso nos dejó entrever que quizá viera a mister Burns.

Cuando se hubo marchado, Vance miró, cara a cara, al sargento, como en espera de un comentario.

Heath se hallaba sentado a horcajadas en una silla y aparentemente estaba algo atontado.

—No tengo nada que decir, mister Vance. Me estoy volviendo loco.

—También yo estoy medio turulato —confesó Vance—. Pero ahora es indispensable que vea a ese Owen. Francamente, no estaba decidido del todo a comunicarme con él y sólo de una manera vaga creía en mi juego de charadas respecto de Owen y Mirche. Sin embargo, Gracia ha conocido desde un principio la relación que tenían entre sí. Más que nunca es necesario que yo vea dónde se halla el nido del mochuelo. ¿Me ayudará a identificar el árbol, sargento?

Heath frunció los labios.

—Ignoro dónde se aloja el pájaro en Nueva York, si es que quiere decir eso. Pero conozco a un agente que puede indicarme dónde hay que ir a buscarle. Aguarde un minuto.

Salió al vestíbulo, donde estaba instalado el teléfono, mientras Vance fumaba, sumido en silenciosa cavilación.

—Ya le tengo —manifestó Heath al volver a la biblioteca, media hora después—. Ninguno de los compañeros sabía siquiera que Owen está en la ciudad, pero uno de ellos ha mirado en el archivo y me ha dicho que solía hospedarse en el Carlton. He llamado a ese hotel y, en efecto, allí está, desde el jueves.

—Gracias, sargento. Le telefonearé mañana por la mañana. Entretanto, procure no pensar.

El sargento partió e inmediatamente Vance pidió comunicación con Markham.

—Mañana te aguardo para almorzar —le dijo—. Ahora pienso hacerle una visita el erudito Owen. Tengo infinidad de cosas que contarte; desde luego, mañana tendré más. Acuérdate de que te espero. Se trata de un ucase, no de una frívola invitación.